domingo, 1 de julio de 2012

EL MISTERIO DEL DESIERTO

Un rayo de luz atravesaba las cortinas de la ventana, el reloj señalaba las siete de la tarde. El atardecer del otoño cacereño había despertado en mi imaginación un montón de desenfrenadas ilusiones.
Después meditarlo y de mucho pensar decidí embarcarme en la aventura, que más tarde llamaría “de mi vida”. Un mes después, me adentraba en el corazón del desierto de Siria, vestido con ropa de árabe. La ruta que me tracé no llegué a realizarla al desviarme para seguir la ruta de las caravanas que atravesaban el desierto de Sinaí, siempre acompañado por mi guía beduino.
 Recuerdo el día en que lo conocí. Se encontraba en su cabaña sentado en su camastro cuando fui a contratarlo para atravesar el desierto montañoso de Wadi Araba,  parecía estar inmerso en una suerte de trance, cabeceaba repetidas veces, mientras su mirada tenía una fijeza casi fósil. Al oír mi propuesta su semblante cambió tanto que hizo brotar de sus arrugados labios una tenue sonrisa.
 Por casualidad y después de mucho caminar,  llegamos hasta un lugar donde las arenas son de color rosadas, y se rompen contra las montañas escarpadas haciendo en su recorrido profundos desfiladeros.
El espectáculo que apareció ante mis ojos era grandioso. Seguí a mi guía beduino, y nos dirigimos hacia un camino que resultó ser largo y fatigoso. El calor se hacía cada vez más agobiante, pero me tranquilizó saber que aun teníamos agua suficiente para dos jornadas.
Poco después nos adentramos por uno de los desfiladeros cubierto de espesa vegetación, donde el camino juguetón serpenteaba entre dos altas y estrechas paredes de roca de un bello color tornasolado. Mi corazón latía con tal fuerza que tuve que beber agua para apaciguarlo.
Anduvimos  largo rato por aquella senda estrecha y profunda, desde la que costaba ver el cielo. A veces, cuando alzaba la mirada hacia él, solo conseguía ver una hebra de hilo de un color azul intenso.
De repente se interrumpe el silencio del desierto con un murmullo de voces y fuertes pisadas de camellos que hacían temblar la arena cálida del suelo. Parecían acercarse, el camino era tan estrecho que nos parecía  imposible refugiarnos al no haber ningún recodo.
El guía no dijo nada  pero la expresión de su cara pareció mezclarse con la agitación y el terror. De repente en una curva, aparecieron,  como fantasmas, cinco jinetes que galopan montados en sus camellos, entonces me di cuenta de que todo lo que estaba viviendo, no era un sueño, sino una realidad palpable.
Un grito ahogado me sobresaltó al hacer un extraño eco en el inmenso desierto. Cuando los jinetes llegaron a nuestra altura, se dirigieron a mi guía beduino. Eran hombres vestidos de negro al estilo Tuareg, con turbante que solo dejaban ver sus ojos de color azabache, dando a entender que yo no podía seguir por ese camino, porque era sagrado. Después de una intensa negociación por ambas partes, mi guía les convence de  que yo solo era un explorador, y nos dejaron pasar escoltados por los cinco hombres.
Así, anduvimos una hora bajo el sol abrasador, y ya en el último recodo del camino, ante mis atónitos ojos, apareció una visión extraordinaria e imborrable: Allí estaba esculpida en las masas de arenisca rosada una majestuosa fachada, sobrecogido ahogué en mi garganta una exclamación de asombro.
Al caminar por las calles, pude percibir un aire misterioso y al mismo tiempo silencioso, que el solo hecho de generar un sonido fuerte, podía ofender a sus callados moradores…
Estaba ante una ciudad en donde se encontraban finamente talladas en las rocas las tumbas de los Edomitas, que exhibían maravillosos capiteles, puertas, ventanas que flanqueando la masa arenisca del camino.
El sol con su luz ya empezaba a tomar suaves tonalidades, envolviendo el cielo con su manto dorado.
Yo, un cacereño, poseído en mi locura por explorar sitios místicos y milenarios, acababa de descubrir la misteriosa ciudad perdida de la que había oído hablar durante mis viajes por Oriente. Mi estupor se trucó en regocijo al adentrarme por aquellas milenarias y dormidas calles. Los cinco nabateos inexplicablemente nos detuvieron, dos días con sus dos noches en un lúgubre calabozo. Al tercer día de nuestro encierro, y cuando hacía una noche de calor insoportable, alguien se acercó al ventanuco, su altura parecía considerable,  nos llamó con voz queda, esa voz extraña pertenecía a una silueta de un hombre incorpóreo, nos acercamos aterrados y sin  articular ninguna palabra, nos ofrece la llave del calabozo para que huyésemos del lugar. En la huida, el pecho se me inflamaba  por la agitación, mojando mi cuerpo con un sudor frío
Ya en la calle buscamos con desesperación unos camellos para poder salir de allí, pero alguien de nuevo se acerca a nosotros con sigilo… sus facciones eran duras, sus ojos miraban con una dureza cual roca en medio de un río caudaloso. Una amarga sensación de impotencia me volvió a embargar en esos momentos y nos invitó a seguirlo.
Asombrados y temerosos, seguimos al hombre que nos condujo a una casa escavada en la cima de una roca, subimos hasta ella escalando por una cuerda preparada para el evento, una vez dentro de la casa, nos contó una leyenda que contribuía a dar un aura mágica a esta ciudad desconocida donde los colores de las rocas se mezclaban con amarillos claros, blancos, rosa, y rojos de distintas intensidades alternadas con azules. Todo era demasiado maravilloso para ser real, en el ambiente se respiraba algo extraño, algo que casi se podía tocar pero no se podía ver. Se contaba, que ese era el valle mágico de Moisés.
 Nos dijo que la tradición local situaba a la ciudad en el paraje bíblico en el que Moisés, hizo brotar agua de una roca tocándola con su bastón, y nos aseguró que ese milagro había sucedido en el angosto  desfiladero por donde habíamos pasado, la emoción me seco mi ardiente garganta. De repente un terrible rugido se apodera de la ciudad, mientras el viento se vuelve virulento levantando la arena dorada, los camellos salen en estampida, un siniestro movimiento sísmico hace temblar la tierra.
La noche se tornó negra, como una mancha de tinta, mientras por el ventanuco de la casa donde nos encontrábamos seguía filtrándose una claridad de otro mundo amarillenta y fluctuante.
Una voz ronca como de ultratumba nos llama lastimeramente, de nuevo alguien nos pide que le sigamos.  La roca donde está enclavada la casa empieza a desmoronarse como si fuera una torre de naipes, la arena  poderosa se hace dueña de la ciudad como queriendo engullirla, ya no se oyen los relinchos de los camellos, el dueño de la casa  nos mira con ojos negros y profundos.  Al instante  su cuerpo se transforma  en un pájaro enorme, negro, con grandes garras, que posándose en el alfeizar de la ventana emprende el vuelo en solitario, rozando con sus alas las muchas tumbas escavadas en las rocas, que a su paso  abren sus puertas, para que pudieran escapar del desastre  las almas benditas que siempre guardaron la ciudad.
Más tarde todo es silencio, ya no queda nada más que la soledad.,
En unos minutos la ciudad se quedó sin vida, dormida, esperando quizás la llegada de un hada buena que al darle un beso de amor le despertara.
Un halo de color blanco intenso salió de la tumba de Aarón (hermano de Moisés) era el ángel custodio que siempre cuidó de esta ciudad, con celo.
Yo, me quedé allí para la eternidad, fue mi destino y allí entre las arenas coloreadas por la naturaleza, esperé con ansiedad, que llegara el día de su despertar. Ahora veo desde mi espíritu, en el más allá, que la leyenda se cumplió, y que la ciudad perdida, llena de hermosura despertó de la mano de un explorador que al descubrirla la llamó simplemente  PETRA

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