jueves, 17 de mayo de 2012

La cepa

El paisaje de aquel parque era hermoso y misterioso, como un rincón secreto, un susurro de una fuente de esplendorosa agua fresca me relaja, sigo la florida vereda y ante mis ojos veo una preciosa estampa de un huerto en donde abundan las higueras centenarias con sus troncos retorcidos hasta parecer gigantes rugosos.
Un hermoso estanque de aguas tranquilas, sirve de bebedero para las juguetonas golondrinas que no cesan de trinar en su jolgorio en el ocaso de la tarde.
Nunca me sentí tan feliz. Estaba en Washington y en el parque que me vio crecer. Miro a mi alrededor y todo me parece mágico, mojo mi mano en las cristalinas aguas del estanque y mi rostro se refleja distorsionado.
Me siento en un banco de cemento, bajo un tilo, y saco de mi bolsillo una bolsa de palomitas que esparzo por el suelo mientras aparecen pájaros por doquier para disputarse su ración de comida, pierdo la noción del tiempo y la noche se hace la dueña del parque.
Camino por la vereda que conduce a la puerta de salida y se me antoja cada vez más larga y estrecha. Un boj tapiza la tapia rodeando el parque pero la salida no la encuentro. Un terror invade mi alma, me siento como si fuera Dédalo en medio del laberinto. No es noche de luna llena, las nubes tapan las rutilantes estrellas, la intranquilidad se apodera de mí.
Una brasa de cigarrillo encendido me avisa de que no estoy solo, no sé si acercarme, dudo un instante y pienso puede ser un despistado como yo que se ha perdido. Pero a lo lejos veo una y otra brasa de cigarrillos encendidos, el pánico me hace esconderme tras un arbusto y espero con el corazón desbocado.
Se oye un murmullo de gente, parece un grupo reducido. Escucho sus pisadas en la gravilla del sendero y por lo que hablan, me hacen sospechar que son delincuentes. Por los movimientos que hacen, mi teoría parece acertada, pero no adivino cuántos son. Una voz seca y autoritaria ordena a tres forzudos hombres que levanten un banco, pero no llego a ver más desde este ángulo. Me escondo tras otro pequeño arbusto y veo que levantan el asiento del banco de cemento y en la pequeña fosa que queda vacía depositan en ella un paquete envuelto en plástico en el improvisado escondrijo, mis piernas se niegan a sostener mi trémulo cuerpo cuando veo que uno de ellos exhibe en su antebrazo una calavera de color rojo.
Después de dejar el banco perfectamente colocado se retiran, uno de ellos dijo con voz ronca:
-  Ya sabréis de mí a su debido tiempo.
La curiosidad siempre fue mi más acusado defecto y cuando creo que estoy solo decido averiguar que es lo que con tanto misterio habían escondido los tres forzudos y misteriosos hombres.
Escarbo con las manos la tierra removida y casi en la superficie encuentro un envoltorio de plástico, lo guardo en el bolsillo de mi chaqueta y espero escondido hasta llegar el nuevo día.
Por la mañana atravieso la verja del jardín como un fugitivo y llego a mi casa, pongo el televisor para saber de las noticias y sorprendido por lo que estaban diciendo puse toda mi atención.
El locutor informa, que la noche anterior, se había cometido un robo en unos laboratorios, comentando que es un virus monstruoso invisible casi microscópico que mata lentamente, y por el momento no hay curación conocida, en el mejor de los casos provoca mutaciones a los que respiren esos virus.
Se trata de una enfermedad aún no diagnosticada y que por ahora no hay calendario de vacunas pues si las hubiera éstas no servirían de nada porque pueden haber creado nuevas patologías. Esto se puede convertir en una pandemia si no aparece cuanto antes la cepa desaparecida. Un equipo de científicos intenta encontrarla antes que se convierta en una plaga total.
El presentador sigue informando…
Los laboratorios tienen el compromiso ineludible de investigar y su misión fundamental es proporcionar ayuda para la atención y desinfección de este nuevo virus. Desde este momento se ha puesto en marcha una nueva investigación farmacológica para mitigar en lo posible la extensión de la epidemia.
Desconecto el televisor y en un impulso me acerco a la chaqueta donde tenia guardada el paquete que había desenterrado en el parque y lo tomo en mis manos. Lo abro y puedo ver un pequeño tubo de laboratorio.
Algo cambia en mí. Hacia tiempo que quería ser importante y ahora, por una casualidad del destino tenia la salud de miles de personas en mis manos. Mi ego creció por momentos hasta llegar a creerme un ser superior.  Y pensé, yo soy el fin de la humanidad.
Decido hacer un plan y de mi corazón surge un odio irresistible hacia toda la humanidad. Nunca antes me había salido nada bien, siempre fui un don nadie y hacía reír por mi extraña manera de caminar.
Ahora era mi oportunidad, el demonio que llevo dentro se despertó con una furia inusitada apoderándose de todo lo bueno que había en mí.
Y me vi flotando a la deriva en mi propio océano de odio.
De pronto me encontré prisionero tras unos gruesos barrotes sin carcelero.
Llevo dos días sin salir de casa y decido ir de nuevo al jardín al atardecer. Un manto de hojas cubría el terreno terroso, mis pisadas resonaban en la tarde como truenos en la tormenta, la pared de piedra tapizada con hiedra y boj perfumaban el ambiente.
Después de deambular por el desierto jardín durante media hora me encaramo en lo alto de enorme roca y veo desde mi observatorio la ciudad de los rascacielos y los veo como me sentía yo en esos momentos, desafiante, rompiendo el firmamento, para adentrarme en el cielo.
Bajo mis pies, las retorcidas raíces de los árboles clavando sus garras en el duro suelo de la roca, la luz del atardecer era de color topacio inundando el cielo de misterio.
Ya empezaban los gorgojeos de los pájaros en los árboles que empezaban a teñirse de verde primaveral.
El mal se apoderaba cada vez más de mí y yo, ufano, soy consentidor activo.
Mirando desde mí atalaya del parque y mientras estoy subido en lo alto del peñasco pienso en el puente de Brooklyn sobre el río East River.
Este es el puente favorito de Nueva York, todo el que lo cruza caminando tarda de orilla a orilla media hora. Éste puede ser un buen sitio para esparcir la cepa, miles de embarcaciones pasan diariamente bajo el puente surcando las aguas del río.
O quizás en el Central Park, es perfecto, me decía una voz que se había apoderado de mi voluntad susurrándome, esta ubicado entre las calles cincuenta y nueve y ciento diez y la quinta avenida.
El parque puede ser perfecto para mi objetivo, tiene grandes extensiones de zonas cubiertas por césped, plazas, un mini zoológico, una pista de patinaje sobre hielo, en donde todas las tardes de los domingos se llena de gentes ociosas deseosas de pasarlo bien fuera del agobiante trabajo diario.
También se puede esparcir por el sendero donde los atletas se entrenan corriendo, otros en bicicletas, patinadores, amazonas a caballo…y después que todo haya pasado me refrescaré en alguna de las numerosas fuentes.
El corazón se me ensanchó de placer.
Al día siguiente de haber urdido el plan, saco un billete para Nueva York y cuando estoy en el tren, un hombre vestido de azul con gorra me pide el billete para revisarlo.
Yo solo soñaba con mi venganza, una venganza tan pobre como el que carece de entrañas. Cuando el hombre levanta el brazo para colocar el equipaje de mi compañero de vagón, veo con horror que tiene una calavera roja tatuada en su antebrazo.
La revista que estaba leyendo se cae al suelo y el revisor la recoge para dármela mientras su mirada se cruza con la mía y noto que la sangre se me hiela en las venas igual que después de una picadura de alacrán.
El viaje no fue tan placentero como yo había previsto. Un terrible dolor de cabeza no me dejaba pensar, ese hombre había desbaratado todos mis planes.
 ¡Y si sabia quien era yo!, las sienes me martilleaban sin piedad. Miro la maleta que descansa en el portaequipajes, encima de mi cabeza y por primera vez siento un miedo atroz de mí mismo.
El trayecto se me estaba haciendo interminable y el traqueteo del tren agravaba mi dolor de cabeza.
Un altavoz informa a los viajeros que el tren llegaría en unos minutos a su destino a la estación Gran Central. El pulso se me acelera y bajando la maleta del portaequipajes con rapidez la abrazo con un amor incomprensible en mí, y pienso: esto es solo una misión. Camino por el andén y  atravieso la estación, llamo a un taxi con una tremenda excitación y le pido que me lleve después de darle la dirección del hotel que tenía reservado.
Cuando entro en la habitación pongo la maleta encima de la cama y la abro con prisas, cojo el paquete y le quito el envoltorio de plástico en el que estaba envuelto, mi mano tiembla perceptiblemente, voy al cuarto de baño para refrescarme y cuando estoy secándome la cara con la toalla después de lavarme noto con espanto que tengo tres manos.
No puede ser real, estoy aterrorizado. Me siento encima de la cama y como un brote verde crece de mi muslo otra pierna. Asustado pienso que tengo que llamar a un médico. El pánico no me deja pensar y me doy cuenta de que era un monstruo por dentro y por fuera.
Lo que dicen los científicos de la cepa es verdad y no puedo decírselo a nadie ni tampoco puedo hacer lo que tenía pensado, era un crimen contra la humanidad, me sereno y vuelvo a guardar la cepa.
Espero que caiga la noche y cuando Nueva York duerme salgo del hotel sin ser visto y me adueño del primer coche que había aparcado. Conduzco a toda velocidad hasta llegar a un pequeño aeropuerto y pago espléndidamente por una avioneta.
Me dirijo al desierto de Sonora en Arizona, aterrizo en el suelo arenoso y oteando el paisaje descubro a lo lejos una excavación que parecía ser un refugio nuclear. Me adentro con sigilo, pero no hay nadie, todo está en silencio. Hago una fogata con el queroseno de la avioneta y todos los enseres que tenía. De rodillas pido perdón al mundo por no haber sentido piedad.
Me queme a lo bonzo abrazado al paquete o al menos eso fue lo que dijeron en una escueta noticia añadiendo que nadie había reclamado el cadáver.
Nunca se supo que yo había muerto como un gran hombre.



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