lunes, 11 de abril de 2011

La invitación (II parte)

Diez minutos después el tren se puso en marcha mientras su ansiedad seguía en aumento. Su mente le martilleaba sin piedad cada momento de su vida, por el acontecimiento vivido, hacía poco más de nueve meses, cuando la señora de la casa donde trabajaba como institutriz, le confió su hijo mayor Carlos de diez años, para hacer un viaje corto por barco desde Cantabria a la Coruña. El niño, en el barco daba muestras de nerviosismo, por querer encontrarse cuanto antes con su abuela gallega. Esa tarde en cubierta no había mucha gente, la mar se encontraba con marejada y los balanceos del barco se hacían molestos, solo cuatro hombres se encontraban en cubierta fumando, en un descuido, el niño en uno de sus juegos cae por la borda, y a pesar del grito de agonía, nadie pudo hacer nada, pues el frágil cuerpo fue engullido en un instante por el oleaje.
Cuando con la mirada perdida busca a Carlos los hombres que habían presenciado la tragedia, solo la miran compasivos, mientras cae al suelo en estado de shock. Desde entonces su mente se niega a describir lo que en aquellos momentos sintió.
El tren, hace su última parada, en la estación de un pequeño pueblo pesquero llamado Kalina. En un lateral del andén un hombre de cabellos rizados moreno y barba poblada, mirando a los pocos pasajeros que habían quedado en el tren, parpadea y entorna los ojos sobre las hundidas órbitas, se acerca al grupo y les invita a subir a un coche todo terreno familiar, todos se miran y nadie se atreve a decir nada. Cada uno llevaba una carta con la misma firma, una vez dentro del coche reina un mutismo absoluto. Por la ventanilla ven como atraviesan el pueblo a gran velocidad, por estrechas callejuelas y acentuadas pendientes, hasta llegar a un pequeño embarcadero.
Un viejo marino tostado por el sol les espera con ojos turbios, mientras todos intentan acomodarse, el barquero se echo hacia atrás en la barca, para hacer hueco, estiró sus piernas y dejó que su mano acariciara el agua negra mientras entornaba sus legañosos ojos.
El sol ya extendía el aura por el horizonte. En el punto más alto brillaba una media luna. A unos pasos de ellos, detrás y amparada al abrigo de una roca, una figura de mujer envuelta en la penumbra, vio como se dirigían a su destino, callada, inmóvil.
Minutos después de embarcar, el cielo se cubre de negros nubarrones, la mar empieza a encresparse, aun desconocen su destino, solo saben que se encuentran en medio de una mar cada vez más embravecida, todo es silencio. Una hora después de haber embarcado en aquella endeble embarcación, aparece entre la neblina un cúmulo de tierra, que al acercarse aparece como por magia una pequeña isla, en la cima una blanca mansión.
Al desembarcar yodos protestan por tener que subir por un peligroso precipicio, las escaleras son peldaños esculpidos en la roca, el piso es resbaladizo por el continuo azote de las olas. Todos jadeantes por el esfuerzo de la subida, sienten miedo por su integridad física, una vez en la cima, la casa se ve majestuosa, es de una sola planta cuadrangular, de estilo moderno, y orientada al medio día, recibiendo la luz de unos grandes ventanales. Un ruido infernal reverberó entre las rocas que circundaban la casa.
Un hombre alto, delgado, y bien vestido les abre la puerta invitándoles a entrar, el hombre tenía algo de felino en su mirada, su traza evocaba a una bestia predadora, pero atractiva a la vista.
Cristina alza la mirada hacia el hombre, pero sus párpados se encogieron. Dentro del salón, reinaba un silencio absoluto, solo roto por el ruido que hacia una de las ventanas abiertas que se encontraba a merced del viento. En las ventanas no había cortinas, tampoco alfombras en el suelo, solo dos sillas y un sillón donde descansaba olvidado un abrigo de mujer y un sombrero de fieltro ajado por el uso.
Una voz femenina, autoritaria, desde un megáfono les da la bienvenida con sequedad. Un silencio expectante reina impregnado de sorpresa y terror. La misma voz se volvió oír, para decir que se pusieran cómodos, pero allí, no había suficientes asientos para todos. Aquello empezó a parecer una pesadilla.
La puerta del salón se cerró de pronto, dejando a todos dentro, mientras una voz lastimera de un niño se oía llamando a su madre, todos se estremecieron. Uno de ellos, se aparta de la pared donde estaba apoyado, y comenta, esa voz la he oído antes en algún sitio, ahora no puedo recordar, sintiendo un escalofrió que le recorre el cuerpo. Esas palabras retumbaron en los cerebros de todos como truenos de una terrible tormenta.
Dentro del salón se empieza a notar una gran humedad, cuando empieza a oscurecer, afuera el viento arrecia rugiendo como una fiera, levantando las olas hasta azotar sin piedad el acantilado. Aunque quisieran ya no pueden salir de la casa, ni tan siquiera del salón, el tiempo es peligroso. Uno de los invitados de la enigmática carta, pregunta a todos mientras se atusa el pelo una y otra vez con tic nervioso ¿Qué hacemos aquí?
¡salgamos, cuanto antes!
El más joven se acerca a la puerta, y después de aporrearla, rompió la carta en mil pedazos, tenía la piel fría como si la muerte le estuviera esperando. Los nervios empezaron a hacer estragos en todos, Cristina al apoyarse en la pared, siente que se mueve, el señor del bigote nervioso intenta salir por la ventana, abajo un precipicio insondable hace imposible su plan de evasión, pero la ansiedad que siente por salir raya en la locura, haciéndole perder la razón, y se precipita en el vacío.
El joven sigue intentando abrir la puerta desatornillando los pernios con un abrecartas que guarda en el bolsillo con la esperanza de salir. De repente una de las hojas de la puerta se abre haciéndole precipitarse por ella, la puerta se cerró tras él mientras se oye un grito ahogado. Solo quedan tres en esa ratonera, desconociendo quien les ha metido.
De repente se siente un temblor, y el vacío de la habitación se cuajó hasta convertirse en formas de colores que parecen transparentes, el ambiente empieza a estar viciado, el salón, se hace cada vez más pequeño. El hombre que quiso coger el autobús, empieza a perder la razón, y se convierte en una furia desatada, haciéndose peligroso.
Una grieta aparece en el suelo por donde empieza a manar agua con olor a azufre. La brecha se hace cada vez más grande, el nivel del agua sube hasta llegarles a la cintura, los tres gritan hasta quedar afónicos pero nadie escucha sus desesperadas voces. De repente la casa parece nadar en un mar turbulento, haciéndoles pensar que están en alta mar. Un relámpago seguido de un trueno, les hace temblar, de repente todo se hace silencio y soledad.
La sirena de un barco patrulla, retumba en el océano, haciendo la situación más siniestra, la noche carece de luna y estrellas. En la tétrica y extraña casa, una terrible mujer vengadora, pide a gritos el exterminio de todos los culpables de su dolor.
Mientras se debate entre la locura y la razón. Pero para aquellos que recibieron tan funesta carta ya era demasiado tarde, pues ella ya había sembrado la devastadora semilla de la venganza, en aquellos que creyó culpables de la desaparición de su hijo.

lunes, 4 de abril de 2011

La invitación (I parte)

El viento soplaba cada vez con más fuerza, las copas de los árboles se agitaban y sacudían entre susurros las hojas muertas. Mientras caían en cataratas formando torbellinos a cada ráfaga.
Es el mes de Junio y desde la ventanilla del tren se podía contemplar un hermoso paisaje de lomas, con bosquecillos aislados y caminos bordeados de cipreses que se extienden a lo largo del recorrido.
Cristina viaja en un vagón de segunda clase. La temperatura dentro del tren es exagerada, el sudor le resbala por su cara inexpresiva, tiene las manos pegajosas, luce una extremada delgadez producida por el insomnio permanente que padece. No es una mujer precisamente atractiva a pesar de tener cuarenta años, y lucir una larga melena de color canela.
Cierra los ojos por unos momentos, mientras sale de su garganta un suspiro entrecortado, la carta que guarda en el bolsillo de su chaqueta de cheviot color verde oscuro le parece querer quemar su cadera. Saca la carta del bolsillo y antes de volver a leer aquella firma, piensa…!Hay gentes que hacen las firmas indescifrables! Se frota los ojos, se siente cansada, solo le hace feliz pensar en los honorarios que le ofrecen extrañamente sustanciosos.
Eran las ocho de la tarde cuando el tren hizo una parada en un apeadero, para recoger un solo pasajero destinado a ocupar un asiento en primera clase. Algunos viajeros, aprovechando el parón, se bajan del tren para estirar las piernas. Cristina saca la cabeza por la ventanilla, y después de mirar unos minutos decide que un poco de aire fresco no le vendría mal; y descendió cautelosamente los peldaños del tren, por el andén, paseó pensativa.
Han transcurrido dos horas de viaje desde la última parada, cuando son informados que están llegando a un apeadero, ese contratiempo la pone extremadamente nerviosa, y volvió a recordar vagamente la firma de la misiva que tanta incertidumbre le estaba causando…Después de pensar un rato Cristina no recuerda haber tenido contacto con nadie para que supieran sus señas unos extraños, a no ser en la época que trabajó como eventual en la recepción de un hotel de Cantabria.
Ahora, todo le parecía confuso, la carta que tiene en sus manos estaba redactada en términos muy vagos. Y empezó a sentir algo extraño en su interior que no sabía explicar, sintiendo una terrible ira contra ella misma, por acudir a una cita de trabajo sin antes tener referencias.
En aquel vagón de segunda clase abarrotado de viajeros, envuelta en una aureola de honestidad y principios irrenunciables Cristina triunfa sobre la incomodidad y el calor, sin perder la compostura. Por la mañana al despertar, le duele la cabeza después de pasar la noche sentada en el duro asiento del compartimiento. Al abrir los ojos se estremece acuciada por sus pensamientos, y deseó no tener que dirigirse hacia ese destino que nunca debió aceptar. Eran las dos del medio día cuando el tren de nuevo se detiene inesperadamente, algunas cabezas se asoman por las ventanillas tiznadas de carbón para protestar. Abajo un grupo de hombres junto a las vías señalaban un bulto que entorpecía la circulación del tren.
¿Qué es lo que ocurre ahora?
Pregunta un viajero con cara de palo y cabeza calva, asomado a la ventanilla.
Un empleado de la Renfe le contesta secamente.
¡no es nada ¡
Al instante es recogido de las vías una abultada bolsa que al parecer no tenía ninguna importancia.
Mientras por la cola del tren aprovechando la parada sube precipitadamente una persona tocada con un sombrero de ala ancha. Mientras Cristina sintió una especie de zozobra que le llenó la cabeza de tinieblas, cuando al asomarse a la ventanilla y ver que solo había sido un pequeño percance sin importancia. Ya se había hecho ilusiones de llegar tarde al encuentro con su cita y se acomodo en su asiento con una extraña sensación de vacío y debilidad en las piernas, las manos le sudaban por el calor y el nerviosismo. Un hombre que se encuentra a su lado de mirada penetrante, bajo y corpulento, al arrancar el tren increpa al revisor ¡aquí no se respeta el horario!.
El horario, si el tren tiene otro retraso más, para mi puede ser muy perjudicial ¿ y si el que tiene que recogerme se ha cansado de esperar? Y las manos mojadas por el sudor le empezaron a temblar. Un viajero, delgado, y con bigote de aspecto nervioso, comenta en voz alta a otro viajero. Si llegamos con dos horas de retraso, no podré llegar a tiempo para coger el autobús de vuelta. En el transcurso del viaje había decidido no acudir a la cita, esa carta desde la última vez que la leyó le dio malas vibraciones.
Cristina mira con curiosidad como la mano con la que se aferraba el hombre a la barra de la ventanilla, temblaba. Y dirigiéndose a ella con voz entrecortada ¿para usted es importante llegar a la hora? ¡oh sí! Contestó convencida. Tengo que llegar puntual, me están esperando.


..................... (continuará...)