martes, 15 de febrero de 2011

La Siega (II Parte)

II PARTE

Era el mes de Agosto, mes caluroso por excelencia en las tierras extremeñas. En la finca El Zarzal se prepara todo para la recogida de la cosecha, la cuadrilla de segadores ya está dispuesta.
La abundante espiga dorada este año se veía, con calidad, esperándose de ella grandes beneficios para los dueños de las tierras
Por ese hecho se tienen que contratar más hombres segadores de otras latitudes.
Después de anunciarse en los boletines agrarios acudieron segadores de León.
Cuando todos los hombres contratados se encontraron dispuestos para trabajar empezó la jornada.
Pasan unos días y a pesar de la abundante y prometedora cosecha Eufrasio no está contento y piensa que algún detalle se le escapa. Nunca hubo tantos braceros a su cargo y quizás eso era lo que le desasosegaba.
Entre los contratados venidos de León, uno de ellos le intranquiliza, le inquieta, su mirada penetrante y oscura de sus estrechos ojos, para Eufrasio tienen algo de siniestro, esto le preocupa. Él, que siempre dormía como un lirón, ahora las noches se le hacen eternas. Aquél día el sol brillaba al amanecer y Eufrasio no había pegado ojo en toda la noche, se asoma a la ventana de su alcoba y ve que entre las ramas, una suave brisa agitaba las copas de los árboles que rodean la casa al paso de la menor ráfaga de viento.
Después de una semana de insomnio, el cansancio se hace notar en la oscura aureola que circunda sus ojos. En la soledad de su habitación ve penumbras quietas estremecidas a veces por la brisa de la madrugada y ve también cómo las motas de polvo danzaban al contra luz de la ventana en la línea de claridad lunar que se filtraba por entre el follaje.
Los hombres notan la falta de energía del capataz, pero ellos no le dan importancia, el trabajo es pagado por haces recogidas y eso les tranquiliza. Sólo uno, el apodado el leones sonríe con una mueca vacía que es la que preocupa al capataz cuando este se acerca a contar las haces.
Eufrasio tiene previsto, y así lo decía el contrato, despedir a los últimos segadores contratados. Éstos eran los leoneses, dando un poco de sosiego a su alma atormentada por los últimos acontecimientos vividos y poder dejar solo los habituales para la trilla y contratar como siempre se hizo a las mujeres del pueblo próximo para recoger lo que van dejando las haces en su paso hacia el pajar.
Los cánticos de las mujeres, sus risas y el colorido de sus pañuelos bajo sus pamelas de paja, siempre pensó Eufrasio que hacen más ameno el trabajo bajo el sol ardiente.
A pesar del calor a que estos hombres no estaban acostumbrados superaron todos los inconvenientes, aunque alguno de ellos sucumbió al calor del medio día produciéndoles alguna que otra insolación.
Al atardecer, y al terminar la jornada, el río que atraviesa la fértil finca se llena de algarabía resplandeciendo a la luz de la incipiente luna, esta les da la bienvenida a los segadores invitándolos a entrar en su seno de frescas y transparentes aguas, a los hombres que, cansados, le agradecen sumergiendo sus ardientes cuerpos sintiendo el placer del frescor después de un día de trabajo y sudor.
Por la mañana todo transcurre por su cauce normal, los hombres trabajan a destajo y a ninguno les importa nada más que ganarse el jornal segando y haciendo cuantas más haces mejor.
Por las noches, los hombres extienden sus mantas sobre el terroso suelo del corral iluminado por la luna generosa que los alumbra como si fuera una bombilla de neón.
Aquella noche en que Eufrasio hace la ronda para saber si sus jornaleros estaban cómodos, ve que falta uno a su cita del descanso.
Es uno de la cuadrilla leonesa. Nadie le echa de menos, pero el capataz siempre alerta, al no verlo en su lugar habitual, se intranquiliza. Para él no es hombre de quien confiar, con sus ojos penetrantes y sus largos silencios siempre en soledad.
Eufrasio va en su busca y merodea por el tinao y el granero, no encuentra nada anormal, todo estaba solitario y silencioso, aun así mira detenidamente, más tarde se va a descansar con honda preocupación.
La hija del pastor aparece a la mañana siguiente en el corral donde aún dormían algunos hombres y busca con la mirada algo que al parecer no encuentra saliendo del corral con una sonrisa mohína.
Muchacha de pocas luces, aspecto desagradable, por sus pelos largos enmarañados y tipo desgarbado, algunos hombres la miran ignorándola mientras que para otros pasa desapercibida. Entre tanto, ella los mira con sus ojos negros redondos y saltones que custodian una nariz que más que nariz parece un botón. Mirándolos sonriente, mientras con su boca rebosando saliva blanquecina hace muecas de placer mientras sus manos se frotan contra el delantal de sarga gris.
Ese día Eufrasio les dijo a los segadores que al día siguiente se tenía que empezar la jornada más temprano de lo habitual. Al ermitaño que vivía en lo alto de la montaña, viejo brujo, que era hombre sabio e iniciado en extraños secretos de la naturaleza, cuando deambulaba ocioso por la espesura del campo se lo encontró Eufrasio buscando hierbas que necesitaba para sus pócimas.
El brujo mira a Eufrasio y con voz lenta le dice algo que no llega a entender el capataz pero éste, mirando el sol que brillaba entre las ramas y la brisa caprichosa que agitaba las copas de los árboles, mientras los contraluces temblaban al paso de la menor ráfaga de brisa, Eufrasio sintió un escalofrío recorrer su cuerpo.
El viejo sigue cogiendo sus hierbas y mirando a Eufrasio de nuevo le dice que sus hombres no deben salir a segar, pues ese día será infernal porque el calor apretaría hasta asfixiar. El capataz al principio no lo entendía porque los pocos dientes rotos que le quedaban le hacían emitir un zumbido al hablar, sus manos estaban hinchadas y temblorosas.
Y después de un largo silencio le dio unas cuantas hierbas que curaban el maleficio y la insolación. El hombre siguió su camino con su pelo blanco y piel ennegrecida por el sol y el viento, dejando a Eufrasio pensativo mientras mira las hierbas que tiene en sus manos.
A pesar de la madrugada que se dieron los hombres del día siguiente para la siega, muchos cayeron enfermos de insolación retrasando así la terminación de la siega.
Mientras tanto en una choza abandonada lejos de la finca, al atardecer Eva, la hija del pastor y el leonés retozan como hace días, de nuevo y sin pudor, el leonés abusa sin escrúpulos de la desgraciada muchacha que presa de su ignorancia se lo consiente aceptando falsas promesas.
Días después de su la última y escabrosa cita, Eva va de nuevo a buscarlo al corral en donde descansan los segadores y éste se burla con saña de la muchacha saliendo del corral con los ojos llenos de lágrimas y humillada.
A la mañana siguiente el leonés desapareció de la finca sin volver a ser visto por nadie.

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