domingo, 27 de febrero de 2011

Un paseo primaveral

Por fin llegó el buen tiempo.
Amanece en Cáceres un día espléndido. El dorado y caliente sol cubre con su manto de primavera los jardines del paseo de Canovas obsequiando al viandante con sus olores y aromas.
Me arreglo con esmero para disfrutar de un grato paseo. Llego al parque y éste me sorprende gratamente al estar engalanado con una exposición escultórica que acompaña al caminante que pasea lento para admirar el arte.
En ella se puede apreciar a las Meninas, La dama de Elche, otra dama con sombrero de ala ancha…todas ellas y muchas más que hacen que el paseo sea un regalo para el espíritu.
Me adentro entre los bellos jardines primorosamente cuidados y una hilera de casetas llenas de libros hacen que me acerque con curiosidad. Las estanterías a rebosar, libros y más libros. Y empiezo a ojear. Todos tienen algo interesante para mí, tanto que tengo que mirar mi maltrecho monedero.
Después de mucho mirar elijo tres libros con títulos interesantes.
En otra caseta encuentro uno que para mí se convierte en un preciado tesoro; es del escritor Alan Poe. Yo siempre fui una persona medrosa, tanto que hasta mi sombra al anochecer me daba miedo pero cuando descubrí su literatura, no pude dejar de leer. Por eso recuerdo como si fuera ayer cuando conocí por primera vez un libro de este escritor. Años después descubrí al norteamericano Stephen King, con sus relatos escalofriantes y ahora me encuentro ante una estantería donde puedo elegir cualquier titulo porque todos son fascinantes.
Empiezo de nuevo a ojear, no sin antes mirar el reloj, pues no me gustaría que me esperasen para comer y mientras paso una y otra página, me va saliendo la vena de escritora y mi imaginación crea una historia.
Paseando entre las esculturas expuestas a lo largo del paseo, noto que una sombra alargada sigue mis pasos, las ramas de los árboles crujen al chocarse unas con otras. Mientras, el viento suave hace que el eco de mis pasos se magnifique. Una mano segura se posa en mi trémulo hombro y mis piernas flacas se doblan como un junco arrasado por la corriente del río.
No puedo mirar, mis ojos ya no ven porque hay mucha oscuridad. Son las dos de la mañana y no sé por qué estoy todavía en el parque. Miro a mí alrededor y ya no hay nadie, las casetas antes bulliciosas están cerradas. Abro la bolsa donde llevo los libros que he comprado y está vacía. Han desaparecido ¡qué es lo que pasa!
Tiembla todo mi cuerpo.
Una voz suave me susurra al oído ¿te encuentras mejor?
En ese instante me llevan a casa unos señores vestidos de blanco.

miércoles, 23 de febrero de 2011

La Mirilla

El viento soplaba levantando las olas inundando la playa y azotaba sin piedad la robusta puerta del faro, que impertérrito aguantaba las inclemencias del tiempo.
La curiosa mirilla de la puerta no pudo con las acometidas de las olas y sorprendida por una de ellas cayó sobre el frío suelo y parpadeó un par de veces asustada por su nueva situación.
Una ruda bota fortuitamente le dio un puntapié y la situó bajo una húmeda alfombra. Desde ese momento todo empezó a ser diferente y mirando a su alrededor se asombró de la muchedumbre de ácaros que habitaban bajo la mojada alfombra que ahora festejaba la nueva humedad.
Un taconeo inesperado la despertó de su ensoñación. Una niña se sentó en una silla frente a ella y vio como acariciaba con mimo su raída muñeca. Mientras sus padres se miraban con complicidad de enamorados.
De repente una virulenta tormenta se desencadenó e inundó el faro. Todos salieron apresurados de éste. Pero yo no pude…
Al día siguiente unos hombres forzudos enrollaron la alfombra llevándome consigo.
En el viaje quedé profundamente dormida. Cuando desperté vi ante mi multitud de enormes mirillas. Una de ellas me miró con ternura y me dijo; “siempre quise tener un hijo”.

miércoles, 16 de febrero de 2011

La Siega (III Parte)

III PARTE

El señor conde del Zarzal cuando termina la primera fase de la recogida, llama a Eufrasio a su despacho para comunicarle lo satisfecho que estaba por los resultados obtenidos, pidiéndole que organice una fiesta de ramo para todos los que han trabajado en la recolección.
Cuando las haces reposan apiladas en el granero, se abre la puerta del corral de la parte trasera de la casa grande, los hombres engalanados con sus ropas de domingo acuden a la cita donde hay en tres mesas abundantes bandejas de chorizo, patatera y tocino de la mejor calidad; una cuba de vino de pitarra hizo que más de dos perdieran la conciencia de donde estaban, con el consiguiente resultado de tener que acostarlos en el granero hasta pasarles la borrachera.
Todos los habitantes de la finca conocían la integridad y bien hacer de Eufrasio menos los leoneses por ser la primera vez que acudían a la finca como contratados.
Por la mañana después de la fiesta Eufrasio llama a todos los segadores para pagarles el jornal y dar por terminada la recogida, para su tranquilidad.
Con su libreta de anotaciones en la mano va nombrando bien por nombres o por alias uno a uno y les paga según lo convenido por haces de trigo recogido. Pero cuando aún quedan cinco hombres por cobrar la bolsa de tela en la que estaba el dinero de los segadores está vacía, falta dinero… alguien estuvo en su habitación durante su ausencia y mientras se festejaba la fiesta.
Un perro mugriento aparece entre el tumulto de los trabajadores que alborotados comentan la falta de dinero para pagar a los últimos de la lista.
El día era limpio; el sol brillaba entre las hojas matizando la penumbra de dorados las aves alzaban ruidoso su vuelo, una culebra se escurría entre las secas matas haciendo crepitar la hojarasca. El mugroso perro más que ladrar parece querer que alguien le siga.
Eufrasio se acerca al perro y calmándolo lo sigue. Caminaron unos veinte metros y el perro se para entre unos haces de trigo que no habían sido contabilizados por él, y allí apareció el cadáver de un hombre entre la hojarasca.
Durante un par de días de sospechas el suceso vino a incorporarse a la serie de extraños e inconexos acontecimientos que sucedieron en la finca durante la estancia de los leoneses. El cadáver apareció entre los haces de trigo, sentado en el suelo, la cabeza caída sobre su pecho cubierta por un sombrero de paja y la espalda reclinada sobre una pequeña roca, las piernas extendidas y los pies descalzos abiertos señalando el camino, las plantas de los pies negras de haber caminado descalzo por el cercano bosque.
Eufrasio llama a la comandancia de policía más próxima y cuando esta hace su aparición en la finca reúnen a todos los trabajadores y, después de interrogar uno a uno los leoneses acusan a Eufrasio de no tenerles simpatía, desde entonces es el número uno de los sospechoso.
A solas y con amargura Eufrasio pensó: “La suerte no puede durar siempre”, recobrando poco a poco una pizca de dignidad que sentía estaba perdiendo.
Por el momento él es único sospechoso de un crimen que aún no ha sido aclarado y que niega con rotundidad haber cometido. Las pesquisas que se hicieron fueron muy laboriosas, todos los indicios apuntaban hacia el capataz, por no tenerle simpatía desde el primer día que le miro a los ojos. Estas fueron las declaraciones mal intencionadas que hicieron sus compañeros leoneses y esto fue suficiente para que se lo llevaran preso hasta aclarar los hechos.
Mientras, los hombres del capataz, seguros de que no había sido su patrón hacen una búsqueda por el cercano bosque para encontrar al culpable. Cuando llega la noche arrojan brasas de leña al fuego hasta que las llamas se alzan siguiendo muy altas y el aire aventó enormes bocanadas de chispas en la oscuridad de la noche haciendo que surgiera una gran claridad. El silencio de los hombres era cortado por el movimiento de la hojarasca al pasar algún animal nocturno. Por la mañana todos volvieron sin haber visto nada sospechoso.
Eufrasio fue encarcelado el ocho de Septiembre hasta nuevas averiguaciones.
Ya han pasado dos años del encarcelamiento de Eufrasio y de nuevo es requerido para ser interrogado. Algo se había descubierto y se requería su presencia en el juzgado. Eufrasio ante el juez, pálido y sin ganas de vivir, contesta con desánimo a las preguntas.
Mientras piensa…como acostumbra el dolor al hombre dejarlo mudo.” Sería un milagro que en estos momentos yo pudiera decir lo que sufro”.
Un segador en los pasillos de los juzgados da bandazos tropezando con la gente que allí había, lanzando gritos penetrantes contra el leonés, en seguida es retirado del pasillo por los guardias de seguridad, no pudiéndole interrogar por el estado de embriaguez en el que se encontraba. Eufrasio, al oír el alboroto, reconoce la voz del segador y él mismo se sorprendió al oír la energía de su voz que gritaba: sólo pido un poco de indulgencia para mi amigo Eufrasio. Y sus ojos castaños salpicados de puntos dorados se anegaban en lágrimas.
Las mejillas le ardían, el corazón le palpitaba desbocado, los pensamientos eran claros, precisos, pero la cabeza de Eufrasio estaba llena de niebla y no pudo expresarse ante el juez, la fiebre había hecho presa en él.
En el esclarecimiento de los hechos y las supuestas evidencias que han servido para dudar de la culpabilidad o autor de los hechos aún no se ha especificado no hay huellas de sangre ni en el cuerpo de la víctima ni en donde se halló el cadáver.
Las manchas de sangre (explica el forense) aun cuando se intenta borrarlas siempre dejan huellas y a pesar de utilizar diversas sustancias, como agua oxigenada que al limpiar la sangre produce pequeñas burbujas de color blanco.
Otra de las sustancias utilizadas fueron saturadas de bencidina que se disuelve en ácido acético, para la cual se utiliza agua oxigenada, dando una coloración violeta o azul al tomar contacto con la sangre.
Esto habría sido determinante en la investigación si sólo hubiera habido una sola gota de sangre.
Después de tanto tiempo seguía sin aclararse la forma de la muerte del leonés y sus braceros siguen creyendo que Eufrasio es inocente de todos los cargos de los que se le acusa.
La anotación que tenía el juez decía que había sido por haber ingerido una cantidad considerable, mortal, de aristas o filamentos císperos del cascabillo o gluma de la espiga, que esta al ser engullida no tragada y al permanecer en la boca (aunque solo fuera unos segundos) le impidió respirar, las aristas se clavaron en su garganta produciendo la muerte por asfixia, se podría creer que pudiera haber sido por ignorancia el engullir este cereal ¿pero y los hematomas de las ligaduras? en el sumario del forense no constaba por ningún sitio.
Semanas antes de dejar en libertad a Eufrasio el fiscal general recibe una anotación en la que se dice que la víctima no es de origen español, sino nacido en Croacia, su nombre verdadero es Bladimir Klilouski.
Llegando a España en circunstancias sospechosas dos años antes de la tragedia, habiendo trabajado como camarero en un club privado en donde se comentó que mantuvo una relación tortuosa con una mujer, esposa de uno de los socios propietario del club.
Uno de sus compañeros, también camarero los vio entrar en los lavabos de señoras y observó cómo cerraban por dentro la puerta. Un mes después fue despedido sin que nadie le diera alguna razón.
En el juicio posterior al primero, este camarero es llamado para ejercer como testigo de las acusaciones que se le hicieron a Bladimir.
¡Yo no sé nada! pero se decían cosas de Bladimir, que ninguna era buena.
¡Habla! di de una vez todo lo que sabes.
Se decía que es bioquímico y que vivía en su ciudad natal al norte de Croacia en una ciudad pequeña, en donde abundan los laboratorios farmacéuticos de diversas firmas. Una noche se le vio rondando por uno de los laboratorios competidor de donde él trabajaba, y que él estaba siendo observado por la policía por estar involucrado en espionaje industrial cuando se estaba investigando una nueva fórmula para aliviar la tos persistente.
Dos días después de la visita de Bladimir al laboratorio de su competidor hubo un escape de una probeta que contenía una sustancia letal compuesto, de grandes dosis de codeína que con solo aspirar unos segundos producía un espasmo de glotis en la tráquea con el resultado de asfixia.
Murieron cinco operarios que trabajaban en dicho laboratorio.
Al día siguiente del suceso se busco al culpable de la negligencia pero no se encontró a nadie sospechoso dentro del laboratorio, después de las indagaciones pertinentes se cerró el caso por falta de indicios.
Al parecer ese mismo día subió Bladimir a un avión de las líneas internacionales que lo llevó a París, de allí en otro avión de Iberia se trasladó a España.
Desde que el leonés llegó a España fue encarcelado por diversos delitos.
Ahora y después de dos años de encarcelamiento de Eufrasio todo empezaba a encajar con la realidad.
El fiscal se sentó en su despacho con una extraña sensación de vacío y debilidad en las piernas y en las manos, nunca había tenido un caso tan complicado y con tanta gente presuntamente implicada.
En una nota aparte se notifica que Bladimir se había evadido de la cárcel acompañado por otro recluso. Se cree que fueron vistos por una oficina agraria en donde se reclutan braceros para la siega.
Después de revisar el listado de las oficinas de contratación se sospecha que fue hacia Extremadura camuflado entre los contratados que fueron a esa región. Según las pesquisas se deduce que están localizados en la provincia de Cáceres.
Mientras la hija del pastor se transformaba en su metamorfosis como un capullo en una linda mariposa.
Ya no era la boba con la boca humedecida por la saliva, ahora se le veía como una mujer atractiva ante los ojos de los hombres y eso ella lo sabía y coqueteaba con todos los campesinos sin hacer caso a ninguno.
Una tarde de otoño el fuego del hogar da calor al personal que trabaja en la finca arrimándose a las llamas de los crepitantes leños.
Un pequeño cántaro se balancea de una viga de madera atado por una cuerda, una inoportuna chispa se escapa de la chimenea quemando la endeble cuerda que sostiene el pequeño cántaro y este, al sentirse libre de su ligadura, cae al vacío estrellándose contra la estrébede de hierro derramando cientos de aristas de espigas por el suelo que empiezan a arder como hilos de oro al contacto con el fuego.
Ya es libre Eufrasio de toda acusación, mientras camina por la calle solitaria sin rumbo fijo con la cabeza baja y después de su desgracia piensa que la justicia debe triunfar y debe seguir su rumbo aunque cuando con ella se hunda el mundo.
Cuando se haga la justicia, acertada sin condenar a ningún inocente. Este será el momento más grande y el más humano.
Mientras Eva la hija del pastor sonríe acompañada del viejo sabio, charlan y beben los dos un vaso de aguardiente. Se abre la puerta de repente y una ráfaga de viento les refresca la cara y mirándose con complicidad un ladrido de perro les hace reír a carcajadas.

martes, 15 de febrero de 2011

La Siega (II Parte)

II PARTE

Era el mes de Agosto, mes caluroso por excelencia en las tierras extremeñas. En la finca El Zarzal se prepara todo para la recogida de la cosecha, la cuadrilla de segadores ya está dispuesta.
La abundante espiga dorada este año se veía, con calidad, esperándose de ella grandes beneficios para los dueños de las tierras
Por ese hecho se tienen que contratar más hombres segadores de otras latitudes.
Después de anunciarse en los boletines agrarios acudieron segadores de León.
Cuando todos los hombres contratados se encontraron dispuestos para trabajar empezó la jornada.
Pasan unos días y a pesar de la abundante y prometedora cosecha Eufrasio no está contento y piensa que algún detalle se le escapa. Nunca hubo tantos braceros a su cargo y quizás eso era lo que le desasosegaba.
Entre los contratados venidos de León, uno de ellos le intranquiliza, le inquieta, su mirada penetrante y oscura de sus estrechos ojos, para Eufrasio tienen algo de siniestro, esto le preocupa. Él, que siempre dormía como un lirón, ahora las noches se le hacen eternas. Aquél día el sol brillaba al amanecer y Eufrasio no había pegado ojo en toda la noche, se asoma a la ventana de su alcoba y ve que entre las ramas, una suave brisa agitaba las copas de los árboles que rodean la casa al paso de la menor ráfaga de viento.
Después de una semana de insomnio, el cansancio se hace notar en la oscura aureola que circunda sus ojos. En la soledad de su habitación ve penumbras quietas estremecidas a veces por la brisa de la madrugada y ve también cómo las motas de polvo danzaban al contra luz de la ventana en la línea de claridad lunar que se filtraba por entre el follaje.
Los hombres notan la falta de energía del capataz, pero ellos no le dan importancia, el trabajo es pagado por haces recogidas y eso les tranquiliza. Sólo uno, el apodado el leones sonríe con una mueca vacía que es la que preocupa al capataz cuando este se acerca a contar las haces.
Eufrasio tiene previsto, y así lo decía el contrato, despedir a los últimos segadores contratados. Éstos eran los leoneses, dando un poco de sosiego a su alma atormentada por los últimos acontecimientos vividos y poder dejar solo los habituales para la trilla y contratar como siempre se hizo a las mujeres del pueblo próximo para recoger lo que van dejando las haces en su paso hacia el pajar.
Los cánticos de las mujeres, sus risas y el colorido de sus pañuelos bajo sus pamelas de paja, siempre pensó Eufrasio que hacen más ameno el trabajo bajo el sol ardiente.
A pesar del calor a que estos hombres no estaban acostumbrados superaron todos los inconvenientes, aunque alguno de ellos sucumbió al calor del medio día produciéndoles alguna que otra insolación.
Al atardecer, y al terminar la jornada, el río que atraviesa la fértil finca se llena de algarabía resplandeciendo a la luz de la incipiente luna, esta les da la bienvenida a los segadores invitándolos a entrar en su seno de frescas y transparentes aguas, a los hombres que, cansados, le agradecen sumergiendo sus ardientes cuerpos sintiendo el placer del frescor después de un día de trabajo y sudor.
Por la mañana todo transcurre por su cauce normal, los hombres trabajan a destajo y a ninguno les importa nada más que ganarse el jornal segando y haciendo cuantas más haces mejor.
Por las noches, los hombres extienden sus mantas sobre el terroso suelo del corral iluminado por la luna generosa que los alumbra como si fuera una bombilla de neón.
Aquella noche en que Eufrasio hace la ronda para saber si sus jornaleros estaban cómodos, ve que falta uno a su cita del descanso.
Es uno de la cuadrilla leonesa. Nadie le echa de menos, pero el capataz siempre alerta, al no verlo en su lugar habitual, se intranquiliza. Para él no es hombre de quien confiar, con sus ojos penetrantes y sus largos silencios siempre en soledad.
Eufrasio va en su busca y merodea por el tinao y el granero, no encuentra nada anormal, todo estaba solitario y silencioso, aun así mira detenidamente, más tarde se va a descansar con honda preocupación.
La hija del pastor aparece a la mañana siguiente en el corral donde aún dormían algunos hombres y busca con la mirada algo que al parecer no encuentra saliendo del corral con una sonrisa mohína.
Muchacha de pocas luces, aspecto desagradable, por sus pelos largos enmarañados y tipo desgarbado, algunos hombres la miran ignorándola mientras que para otros pasa desapercibida. Entre tanto, ella los mira con sus ojos negros redondos y saltones que custodian una nariz que más que nariz parece un botón. Mirándolos sonriente, mientras con su boca rebosando saliva blanquecina hace muecas de placer mientras sus manos se frotan contra el delantal de sarga gris.
Ese día Eufrasio les dijo a los segadores que al día siguiente se tenía que empezar la jornada más temprano de lo habitual. Al ermitaño que vivía en lo alto de la montaña, viejo brujo, que era hombre sabio e iniciado en extraños secretos de la naturaleza, cuando deambulaba ocioso por la espesura del campo se lo encontró Eufrasio buscando hierbas que necesitaba para sus pócimas.
El brujo mira a Eufrasio y con voz lenta le dice algo que no llega a entender el capataz pero éste, mirando el sol que brillaba entre las ramas y la brisa caprichosa que agitaba las copas de los árboles, mientras los contraluces temblaban al paso de la menor ráfaga de brisa, Eufrasio sintió un escalofrío recorrer su cuerpo.
El viejo sigue cogiendo sus hierbas y mirando a Eufrasio de nuevo le dice que sus hombres no deben salir a segar, pues ese día será infernal porque el calor apretaría hasta asfixiar. El capataz al principio no lo entendía porque los pocos dientes rotos que le quedaban le hacían emitir un zumbido al hablar, sus manos estaban hinchadas y temblorosas.
Y después de un largo silencio le dio unas cuantas hierbas que curaban el maleficio y la insolación. El hombre siguió su camino con su pelo blanco y piel ennegrecida por el sol y el viento, dejando a Eufrasio pensativo mientras mira las hierbas que tiene en sus manos.
A pesar de la madrugada que se dieron los hombres del día siguiente para la siega, muchos cayeron enfermos de insolación retrasando así la terminación de la siega.
Mientras tanto en una choza abandonada lejos de la finca, al atardecer Eva, la hija del pastor y el leonés retozan como hace días, de nuevo y sin pudor, el leonés abusa sin escrúpulos de la desgraciada muchacha que presa de su ignorancia se lo consiente aceptando falsas promesas.
Días después de su la última y escabrosa cita, Eva va de nuevo a buscarlo al corral en donde descansan los segadores y éste se burla con saña de la muchacha saliendo del corral con los ojos llenos de lágrimas y humillada.
A la mañana siguiente el leonés desapareció de la finca sin volver a ser visto por nadie.

lunes, 14 de febrero de 2011

La Siega (I Parte)

El siete de Septiembre de 1945, un coche avanza por una carretera comarcal cacereña, se dirige a toda velocidad hacia la finca El Zarzal.
El fresco del otoño se empieza a notar y ya estremece la mañana. Mientras, un viento cortante del noroeste atraviesa los campos trigueños que ahora se exhiben desnudos después de la recogida de la cosecha.
Desde el camino se puede ver un inmenso mar dorado que aún segado se ondula como las olas del mar a la menor brisa.
Todavía el cielo azul no se extiende sobre la ciudad de Cáceres impidiéndoselo una masa grisácea nubosa.
El coche sube raudo por una escarpada calleja protegida a ambos lados del camino por lujuriosos zarzales que acompañan al caminante que con sus innumerables agujas silvestres y punzantes, protegen su jugoso fruto.
Una ráfaga de viento hace mecer los herbales y se oyen cerca los ladridos de los canes.
En el auto viajan cuatro hombres. Un regidor con tres agentes: uno judicial, otro de la brigada secreta y un secretario encargado de recopilar todos los datos.
Cuando llegan a la finca los cuatro hombres, una enorme verja de hierro aparece ante ellos abierta de par en par.
Entran por ella y siguen un sendero losado de pizarra. Aparcan bajo un madroñal aún preñado por su colorido y jugoso fruto.
Desde fuera se ve la estructura de la casa rectangular de dos plantas, en la fachada una placa gravada en piedra en la que se puede leer que fue construida en la mitad del siglo XVIII. Por su aspecto se ve que en su restauración han respetado y conservado su fisonomía original.
Los hombres miran el entorno donde se encuentran, como para orientarse dirigiéndose a grandes zancadas hacia la entrada de la casa, un portón de dos hojas tachonado; en medio, una aldaba de hierro representa una rama de un zarzal que avisa de intrusos a los habitantes de la casa solariega.
Un labriego que los espera dentro de la casa les abre la puerta invitándolos a pasar al zaguán. Segundos después, desaparece sin hacer ruido, dejándolos solos.
Mientras esperan ser conducidos al lugar de los hechos, los hombres miran con curiosidad el zaguán que derrocha un lujo para ellos desconocido.
El suelo de piedra de granito está limpio y bien conservado, en la pared luce un zócalo de coloridos azulejos hidráulicos, y desde él arranca una escalera con la barandilla de hierro forjado, ricamente trabajado por la mano de un experto herrero.
A pesar de no gustarles que les hicieran esperar, siguen con la mirada todo lo que allí se exhibe para distraer la mente. Frente a la puerta una bonita consola antigua. Sobre ella, un espejo con marco lombardo de ébano. En un lateral, un majestuoso armario catalán de los años veinte.
Una vieja viga de escombrera sujeta con tornapuntas un farol del siglo XVIII.
Los hombres ya empiezan a impacientarse, la casa está en absoluto silencio, cuando se presenta ante ellos un gendarme que se disculpa por la tardanza.
Salen de la casa y son conducidos ante el lugar de los hechos.
Después de ver el cadáver hacen las pertinentes diligencias.
Entran en una casa adosada a la casa principal, dentro está Eufrasio, primer capataz de la finca, manigero y encargado de buscar a los amos de la finca los braceros necesarios para la recogida y, una vez contratados, dar a cada uno de ellos una manija (una especie de guante de cuero para proteger las manos de los pinchazos de las aristas o filamentos del fruto). Por ahora es el principal sospechoso aunque no hay evidencias por el momento que lo demuestren. Éste ve cómo el secretario escribe ante él en un cuaderno de pastas negras, con un lápiz cuya mina humedece con saliva, todo lo que allí se habla.
En medio de la habitación, en una mesa, había un trozo de pan y media cebolla con aspecto lánguido. Y el secretario anota; día de autos siete de septiembre, martes, a las diecisiete horas, es efectuado el levantamiento de un cadáver.
Sexo varón, de complexión fuerte, cabello castaño claro, identidad aún desconocida. Sí se sabe el alias, (el leonés).
El resultado, por las primeras indagaciones del forense, es muerte por causa desconocidas. Por la rigidez del cuerpo la muerte se produjo aproximadamente hacía ocho horas y hay que resaltar que alguien le dio antes de matarlo una paliza. Las muñecas tienen hematomas como consecuencia de haber sido maniatado.
No hay más anotaciones hasta los nuevos análisis del forense.
Fuertes escalofríos sacuden el delgado cuerpo de Eufrasio que a veces y durante los minutos del interrogatorio pierde la conciencia.
El médico forense, que está presente, después de reconocerlo con el fonendoscopio y tomarle las pulsaciones, no detesta patología alguna, sólo se atreve a diagnosticar ansiedad producida por los hechos, acontecidos y por la situación de encontrarse como primer sospechoso del caso en cuestión.
De repente, la cabeza del presunto acusado que descansa sobre su pecho, se levanta como un rayo.
La enfermedad de Eufrasio desaparece fugaz ante los ojos atónitos del médico forense.
Eufrasio, después de un insólito salto de la silla en la que se encuentra sentado, se lamenta por lo sucedido trágicamente y en voz alta.
Un silencio cortante se hace notar en la habitación, dos hombres están sentados sobre una cama pegada a la pared, con sábanas grises por donde asomaba un mugriento colchón. Estos callan, sólo sus manos se mueven nerviosas mientras ven cómo acusan a su patrón.
De repente entran dos agentes que en voz baja, hablan con el regidor mientras le presentan unos documentos comprometedores para Eufrasio hallados escondidos bajo la cónica piedra en desuso del molino.
Con lágrimas en los ojos Eufrasio se lamenta de nuevo por lo sucedido y con voz firme reclama su inocencia. Mientras, las nubes flotan en el aire de última tarde con el blanco teñido de arrebol por el ocaso y las aves planean graznando sobre las peñas y los árboles.
Los policías salen de la habitación junto al regidor, un policía les informa que tienen una habitación dispuesta para deliberar sobre el hallazgo de los nuevos documentos.
Después de leer con detenimiento el documento el regidor, se dirigen de nuevo a la habitación en donde se encuentra el presunto acusado, lee textualmente y con voz clara, que en 1940 a las diecinueve horas del día cinco del mes de Marzo y estando la tarde de autos Eufrasio López Gutiérrez en compañía de Trinitario Delgado Santoña. Fue brutalmente apuñalado por la espalda, falleciendo a los dos días del suceso.
Eufrasio fue sospechoso por ser el único que lo acompañaba y por no haber ningún testigo de los hechos.
Una semana después fue declarado inocente al de aparecer el culpable que arrepentido, confesó su delito.
Sintió un roce de viento muy frío en su cuerpo cuando se abrió la puerta y entró un nuevo policía. Eufrasio es de nuevo interrogado por sus más hondas emociones.
Desde que la policía ahondara en su pasado sus labios quedaron sellados y levantó firmes muros para guardar su intimidad, siente el corazón como si nunca hubiera estado abierto, ahora lo ahoga y lo oprime una atmósfera que no le deja respirar.
Algo en su interior le dice que puede que sea el chivo expiatorio de la tragedia.

lunes, 7 de febrero de 2011

El Linaje

En Abril, las mañanas de Extremadura son alegres, luminosas y muy especiales para pasear dado su clima cálido y su sol transparente.
Ahora me encuentro en Cáceres, donde nací y viví mi niñez junto a mi numerosa familia.
Hoy paseo por el parque de Canovas evocando tiempos pasados, respirando el aroma floral de sus jardines. A los pies de la estatua del insigne poeta Salmantino-Extremeño de adopción Gabriel y Galán, un joven dormita tendido en el suelo, en el mullido césped. Va vestido a la última moda juvenil, con media cabeza rapada y la otra media enredada en tirabuzones enmarañados, como cuerdas deshilachadas, exhibiendo su ropa interior estampada como si fuera un cinturón de piel.
Después del placentero paseo matinal me dirijo a mi casa. Paso por el Arco de la Estrella, una de las entradas principales de la Ciudad Monumental del Cáceres antiguo. Atravieso la plaza de Santa María y desde allí miro mi casa con arrobo como si acabara de descubrirla y me quedo extasiado ante su maravillosa fachada de estilo plateresco, rematada en su corona con una espectacular puntilla.
Mi casa- palacio fue herencia de mis antepasados, hombres Hidalgos.
Miro hacia el norte y luce con orgullo su matacan como si esperara algún ataque Almohade. Esta misma fachada exhibe múltiples balcones que hacen de la calle a la que se asoman un cansino ascenso lleno de hermosura.
Empujo la pesada puerta de mi casa señorial, la de más antiguo abolengo en la época de Isabel La Católica. Atravieso el zaguán y abro con suavidad la enrejada puerta de hierro que guarda el patio, entro y miro sus enormes arcos de estilo Peristilo. En el centro, un pozo duerme el sueño de los justos quedando solo para dar frescor al recién llegado en las tardes calurosas de hastío. Está rodeado de grandes macetones con plantas de pilastras, es un conjunto muy acogedor.
Subo las escaleras de piedra de granito hasta el primer piso. Es un precioso claustro decorado con ricos muebles antiguos y bellos tapices en las paredes.
Entro en la habitación de mi anciana madre y observo la tela de raso estampada con rosas de color carmesí que cubre la pared de su aposento y los numerosos cuadros de la época claro-oscuro. En una pequeña mesa de ébano está una fotografía de mis padres del día de su boda.
Unas pisadas se acercan a la puerta y una doncella entra y deposita junto a mi madre un frasco de píldoras y un vaso de agua. Después de hablar con mi madre unos minutos, le doy un beso en la frente y la dejo seguir observando desde su mirador la sierra de La Mosca, donde se encuentra el Santuario de la patrona la Virgen de la Montaña.
Me dirijo a mi habitación y la miro como si fuera la primera vez. Nunca había reparado en las cosas que tenía y que había atesorado en mi niñez.
Cojo un pequeño cochecito de madera y estaño y una lágrima se escapa de mis ojos resbalando hasta mojar el juguete. En la pared un armario empotrado con puertas de acristaladas a cuarterones guarda todos los juguetes que tanta ilusión dieron a mi vida.
La orla de estudiante universitaria está colgada de la pared con matrícula de honor. Siempre pensé que la facultad de medicina había reconocido mi esfuerzo premiándome con matrícula de honor, el mayor galardón que se puede dar a un estudiante. Me miro las manos y me tiemblan.
Me tumbo encima de la cama y repaso mi vida cuando aún cuento cuarenta años.
En la facultad de medicina de Salamanca siempre fui un alumno de los más destacados, mi porvenir estaba asegurado como cirujano y además era el primer miembro de mi familia que estudiaba una carrera. Yo me sentía orgulloso por ello. Mis hermanos estaban acostumbrados a vivir de las rentas.
Todo en la facultad para mi fue fantástico. Conocí a una joven gaditana, alta graciosa y tremendamente bella que era tan brillante como yo pero en matemáticas. Primero nos tratamos como amigos formando parte de una intelectual pandilla. Más tarde nos hicimos novios, siendo nuestro amor dulce y sosegado como una melodía. Eloisa era la mujer perfecta para un médico.
Llegó el día soñado en el que terminamos las carreras y decidimos irnos a Nueva York para especializarnos en nuestras respectivas materias.
El comienzo no pudo ser mejor aunque cada uno vivía en su apartamento por la lejanía de nuestros trabajos.
Nos veíamos siempre que nuestra apretada agenda nos lo permitía, hablábamos por teléfono cada hora, así fue como aceptamos nuestra nueva forma de amarnos.
Yo empecé a trabajar en el hospital Monte Sinaí y ella en la universidad de Columbia.
Yo, Diego de Obando Zuluaga y Caleros de la Sierra me especialicé en cardiología y solo recibía felicitaciones de mis compañeros y profesores. Fui el único alumno que pudo, durante unas prácticas, diagnosticar una arteriopatía cerebral autosómica dominante con infartos subcorticales y arteriosclerosis. Fue para mí un éxito. Logré que el enfermo viviera unos meses más, lo suficiente para ver y conocer a su primer nieto.
Fui el primero en operar con la técnica de mínima invasión, de modo que los pacientes se recuperan antes. Maneje con agilidad el bisturí observando las imágenes del videendoscopio que se reproduce en la pantalla.
Más tarde di conferencias y ya me consideraban en mi profesión como un fuera de serie.
Eloisa mi novia empezó a cosechar éxitos muy pronto y daba numerosas conferencias. La llamaban cariñosamente Eudicles, por el descubridor de las matemáticas. Sus clases en la Universidad de Columbia eran amenas, ágiles y actas, por lo tanto más constructivas y aprovechaba con naturalidad la potencia que la tecnología informática le brindaba.
Una preciosa mañana cuando iba paseando por la calle cincuenta y seis bajo el exultante cielo azul y con una temperatura agradable, vi aterrorizado como un coche de lujo negro con los cristales tintados abatía sin piedad a una mujer que llevaba un bebe en sus brazos. El terror me paralizó, las piernas me temblaban hasta el punto de tener que apoyarme en una sucia y desconchada farola. Cuando reaccioné fui hacia la herida y poniéndole mis dedos temblorosos sobre la carótida me di cuenta que estaba muerta. Una bala le había partido la vena femoral en dos, en unos instantes se había desangrado. El bebe que llevaba en sus brazos tenía sus grandes ojos negros abiertos. No emitía ningún sonido.
La gente pasaba de largo por la calle y miraba el espectáculo de soslayo. Fueron momentos en que la razón desapareció de mi mente y no sabía que hacer. Estaba solo ante una mujer desconocida abatida a tiros y había un bebe que me pedía que lo protegiera con su inocente mirada.
En un impulso, arrebate al bebe de los brazos inertes de la mujer y se aferró a mi cuello con todas sus escasas fuerzas.
Me dirigí al hospital y pedí a una residente pediatra hiciera un reconocimiento al bebé. Estaba bien. Y cuando de nuevo lo tuve en mis brazos como nadie me pedía explicaciones, me lo lleve consigo a mi apartamento.
Aquella noche no pude dormir porque la terrible escena aparecía una y otra vez en mi pensamiento martirizándome. Ahora tenía a un recién nacido desconocido bajo mi protección.
Por la mañana temprano me acerqué al quiosco de prensa más próximo a mi casa y para comprar el periódico. Lo leí detenidamente hasta encontrar la noticia: Una mujer de mediana edad había sido abatida en la calle cincuenta y seis en un ajuste de cuentas. Se buscaba a un hombre joven que había desaparecido con el bebe de la víctima, hijo de un importante capo de la droga colombiana.
Me entró un gran escalofrío y llamé al hospital diciendo que no me encontraba al cien por cien de mis facultades porque había tenido fiebre muy alta durante la noche, no podía operar.
Tumbado sobre la cama de mi dormitorio el bebe me sonreía y yo no sabía que hacer, después de leer la noticia en el periódico aumentaba más mi intranquilidad.
Las tardes de mayo son espléndidas en Nueva York. El sol lucía en todo su esplendor y decidí dar un paseo con el bebé por un parque cercano a mi apartamento. Pensaba que me confundiría con la gente, cuando vi a un hombre vestido de negro tras un robusto árbol. Llevaba unas enormes gafas oscuras tapando sus siniestros ojos que me observaban distraído tras un periódico.
Salí del parque precipitadamente con el niño en brazos y pedí un taxi a gritos.
En poco tiempo estaba dentro del vehículo pidiéndole que me llevara al hotel Excelsior en la Quinta Avenida. El recorrido no era muy largo pero le di un billete de 20 dólares al taxista sin darme cuenta que era demasiado. Salí rápidamente y entré directamente a la cafetería del hotel. Pedí un vaso de leche templada y el camarero me miró con desconfianza, brindándose a preparar un biberón con leche de lactante. Me estaba volviendo paranoico, todo me parecía sospechoso desde que vi al hombre de negro en el parque, sabía que no podía fiarme de nadie.
Pedí solo la leche y un refresco para mí. El bebé aproximadamente tendría once meses y se bebió la leche en un instante demostrando que tenía mucha hambre. Poco después se quedó dormido plácidamente en mis brazos.
Yo no llegué a probar el refresco.
Salí de nuevo a la calle para pedir otro taxi como si fuera un fugitivo y en la puerta giratoria del hotel se encontraba el individuo del parque, esta vez acompañado por otro hombre. Ellos no me vieron.
Me subí al taxi de un salto y le indiqué al taxista la dirección de mi novia Eloisa. Me distraje pensando en ella, una mujer atractiva y sin ganas de complicarse la vida, joven como yo y en un momento de pleno éxito en su profesión. No había un simposiun ni tertulia que no la llamaran pues en su materia era sin duda una gran experta. Las universidades empezaron a conocerla y aplicaban sus métodos docentes revolucionarios siendo la culpable de que las matemáticas fuera una de las asignaturas de moda
No oí al conductor hasta que subió la voz y me dijo que ya habíamos llegado.
Cuando estaba en el ascensor pensaba en la reacción de Eloisa, no me iba a creer, parecía todo tan extraño
Llamé al timbre y esperé impaciente que abriera la antigua puerta de color marfil. Se extrañó al verme con un bebé en brazos pero me invitó con premura a que le contara lo sucedido. Después de oir la extraña historia y con mucha frialdad me pidió que llevara al niño a la comisaría de policía. No me pareció buena idea. Era demasiado tarde, cómo les iba a explicar toda esa rocambolesca historia, no me creerían y me implicarían en el asesinato de su madre. Además, la mafia estaba revoloteando.
Yo necesitaba la ayuda de Eloisa pero no conseguí convencerla para que lo hiciera, se negó rotundamente.
Salí de su casa desolado y el estomago se me encogió como si quisiera estrangularme. Eloisa me había decepcionado.
Ya en mi casa, sentado en mi salón repasé la secuencia de hechos que me había llevado hasta ese punto sin retorno. Me invadió un gran desasosiego y pensé fríamente que me había metido en un callejón sin salida.
Al día siguiente tenía que ir a trabajar. La excusa de la gripe no colaba por lo que tenía que encontrar a alguien de confianza que cuidara del bebé sin hacer preguntas. Llamé a la portera de mi edificio y se lo propuse. M e sorprendió que aceptara sin más y al día siguiente me fui a trabajar intranquilo.
Ya en el hospital no pude concentrarme y mis firmes manos temblaban sin poderlo evitar. Me tocaba supervisar desde el mirador del quirófano el trabajo de un colega, el Dr. Justin. Era una operación sencilla pero cuando al finalizarla me preguntó una duda, lo mire con cara de despiste. No había prestado atención a la operación y no supe qué responderle, estaba ido. El Doctor, con desaire, dio la media vuelta quedándome desconcertado.
Un prestigioso médico compatriota de Cangas de Onís, muy amigo mío, se acerco a mi visiblemente preocupado preguntándome qué me pasaba. Yo no supe qué decir. Mi cara desprendió una sonrisa vacía. Los demás médicos empezaron a susurrar a mis espaldas.
Al terminar la jornada laboral, me dirigí a casa con precipitación. La portera me esperaba para decirme que no podía quedarse ningún día más con el bebe. Le ofrecí el doble, le suplique pero ella no acepto diciéndome que no quería problemas.
Encontré una guardería para que lo cuidaran mientras yo preparaba mi próxima disertación pero tenía que darles la afiliación del bebé. Una angustia me estranguló la garganta hasta que oí que solo lo podía quedar unas horas.
Esa semana estaba siendo muy complicada, esa tarde tenía que dar una conferencia en el Ateneo sobre cardiología, que era mi especialidad. El auditorio estaba a rebosar, mi fama de cardiólogo había llegado más lejos de lo que yo pensaba. Cuando subí al estrado los asistentes se pusieron en pie aplaudiendo mi entrada a modo de bienvenida.
- El corazón como saben todos ustedes ya se puede operar con video endoscopio, una pequeña cámara de precisión y un bisturí conectados a un ordenador pueden realizar una operación con total exactitud
Después de mi disertación que resultó con gran éxito, mi principal preocupación era encontrar una nani que se quedará con el bebé. Ojeando en una prestigiosa revista de demandas de empleo la encontré, hispana de Colombia llamada Antonia que aceptó el trabajo de buen grado para cuidar a mi falso hijo. Todo marchaba sobre ruedas después de tanta angustia.
Una mañana al entrar en el hospital vi mucho revuelo. Las enfermeras y cirujanos se movían con rapidez por los pasillos, cerca de los quirófanos. Había una emergencia y por el movimiento del personal debía ser alguien muy especial.
Entré en la sala de vestuario para ponerme la bata y el segundo de cirugía se dirigió a mi para ponerme al corriente pues me esperaban con urgencia en el quirófano numero tres para una intervención.
Me vestí con rapidez y entré en la sala de desinfección mientras me daban el diagnóstico del paciente. Todos me miraban con cara de circunstancias y el anestesista ya había hecho su trabajo, sólo me esperaban a mí. Empecé la operación que duró cinco interminables horas. El paciente se encontraba muy mal y temí que no saliera bien pero mi mano como cirujano era la perfecta en estos casos. Decían que a veces hacía milagros.
Cuando finalizó la operación todo parecía haber sido un éxito. Mientras la enfermera de quirófano esperaba a que el paciente se recuperara de la anestesia, una crisis de convulsiones hizo sonar la alarma de nuevo. No pudimos hacer nada y falleció.
Todos los que intervinieron en la operación salieron asustados del quirófano.
Les pregunté desconcertado por saber de donde venía la intranquilidad y me quede atónito al saber el motivo; el enfermo era capo de la droga y había muerto en mis manos. Ahora la gran familia mafiosa me pediría explicaciones.
El corazón se me aceleró dejando mis brazos y piernas sin fuerzas. También supe en esos momentos que el fallecido era el padre del bebé que yo tenía en mi casa.
Los nervios me retorcieron las entrañas. Esa gente era muy peligrosa y ya tenían con seguridad mi nombre puesto en su lista negra.
Por la noche cuando llegué a mi casa estaba vacía y toda alborotada con los libros por el suelo y el ordenador roto. Se veía claramente que había habido un registro, pero ¿qué buscaban?
Llamé con ansiedad a Antonia pero nadie me contestó. Estaba solo y el bebé había desaparecido. Me invadió una tremenda angustia. ¿Qué sería de él?
Salí de la casa enloquecido y fui a casa de Eloisa. Su puerta esta abierta y con estupor comprobé que ella tampoco estaba en la casa. El apartamento estaba igual de revuelto que el mío. Ya no sabía lo que sentía, si terror o pánico porque todo era tan extraño.
Deambulé por las calles solitarias. Entré en una cafetería y cuando el olor de los sándwiches llegó hasta mí, me di cuenta que no había comido nada desde el desayuno de la mañana. Me senté en lo alto de un incómodo taburete y pedí un sándwich de carne. Cuando me estaba llevando el bocado a la boca vi por el espejo que había frente a mí al mismo hombre de negro del parque.
Intenté disimular que los había visto pero con los nervios el bocado se me atragantó. Antes de poder hacer un gesto para bajarme del taburete los dos hombres me pusieron sus manos en mis hombros quedándome paralizado.
– ¿Eres el médico que ha operado a Carlos?- mi voz tembló de terror y dije con un monosílabo:
– Sí – Y una sonrisa desagradable apareció en la cara del más alto que dándome una palmada en la espalda me dijo con sarcasmo:
– Has hecho un gran trabajo, nos has evitado muchos problemas
En medio de aquel modo de hablar y después del torbellino vivido sentí una terrible cólera y estuve a punto de decirles; iros a la mierda, hijos de puta.
Pero me limité a mirar con una falsa sonrisa, me terminé mi sándwich y salí de la cafetería. Mi cabeza me repetía una y otra vez que mi prestigio de médico desde ese momento estaría en entredicho. Y me entró una profunda tristeza.
Mientras bajaba las mugrientas escaleras de metro, mis pensamientos no dejaban de torturarme. No tenía donde ir y fui de nuevo al hospital.
Pensé dormir un rato en el aparcamiento vigilado donde dejé mi coche el día anterior. Cuándo me acercaba no podía creer lo que veían mis cansados ojos. Un hermoso lazo de color rojo lucía en el techo de mi coche. ¿Qué significaría?, sin duda era un mensaje de la mafia pero ¿cuál?
En ese instante descubrí como te puede cambiar la vida en unos segundos. De mi frente perlaban gotas de sudor, igual que resbalan por la mascarilla en una operación difícil.
Ya no podía pasar la noche allí y llamé a Eloisa pero no cogía el móvil. No sabía nada de ella desde el día que le pedí que me ayudara con el bebé. Estaba claro que ya no quería nada conmigo. Otro pilar de mi vida se derrumbaba.
Pasaron los días y mi vida regresó a una precaria realidad.
En el trabajo, el jefe de sección de cirugía empezó a preocuparse por mi comportamiento ante los pacientes. Mi carácter había cambiado por completo haciéndome un huraño insoportable y la eficacia de la que siempre había hecho gala parecía haber desaparecido. En una operación normal y de las que no surgen complicaciones, me sentí mal anímicamente y tuvo que terminar la intervención el cirujano adjunto. Finalmente, en el hospital me dieron una baja por no estar en condiciones de volver a operar.
El teléfono había dejado de sonar y ya nadie me llamaba para impartir conferencias. Me había convertido en un ser extraño.
Pensaba mucho en Eloisa y al no tenerla conmigo comprendí que era lo mejor que me había ocurrido en la vida.
Más tarde paseé sin rumbo por una calle repleta de gente.
En una cafetería de lujo y tras los cristales vi a Eloisa. Su cara desprendía felicidad. Quise llamarla cuando me di cuenta de que su acompañante tenía sus manos entrelazadas con las suyas. De la sorpresa me quedé extasiado durante unos minutos, sin reaccionar.
Cuando ella cruzó su mirada con la mía desaparecí a toda prisa calle abajo. Ya no me gustaba NuevaYork.
Una tarde estaba tumbado en el sofá de mi apartamento cuando sonó la puerta. Dudé en abrir pero con desgana la abrí.
Ante mi estaba una Antonia sonriente con el bebé en brazos. Yo abrí la boca como un pez en una pecera cogiendo oxígeno. Me lo dejó coger y emocionado besé su carita sonriente. Hablamos de lo sucedido días antes y Antonia agradecida me dio las gracias por haber salvado a su sobrino. Ese niño era el hijo de su hermana y gracias a mí el estaba vivo.
Cuando los despedí una hora después, apoyado en el quicio de la puerta y mientras los veo como se alejan hacia el ascensor, tomé la decisión de volver a mi casa de España.
Ahora, tumbado en la cama de la habitación de mi casa cacereña, sueño con las cosas que he vivido en este maravilloso palacio. Siendo un niño siempre me gustó descubrir nuevas habitaciones que para mi estaban vedadas.
Había una puerta que siempre me intrigó y hasta llegó a obsesionarme. Y ahora que soy responsable de mis actos decido explorarla. Está decorada con una tupida cortina de terciopelo color granate y de su pared principal pende un cuadro de tamaño considerable, de un hombre vestido de canónico con un enorme anillo en la mano derecha. Me llama la atención y lo toco por casualidad. La magia se hace realidad y una puerta se abre ante mis ojos, hay un largo corredor interior.
Entro con cuidado por la oscuridad y el pasaje me lleva a una estrecha escalera de caracol. En mi ansiedad por saber me fijo en detalles de mi recorrido; las paredes pintadas de color salmón están descascarilladas, el pasamanos de la escalera está cubierto por un espeso polvo, hay en el ambiente un denso olor a humedad.
Doblando a la derecha otra escalera aparece ante mí. Sigo avanzando y subo.
De repente me sobrecogen amenazantes golpes retóricos sobre mi cabeza. Es el reloj de la torre de la iglesia que suena. En ese mismo instante se me mezclan en el corazón círculos de sangre donde se cuajan los misterios de encuentros y desencuentros, de las vivencias de otras épocas.
Inmóvil me siento en la fría y sucia escalera hasta poner mis caóticas ideas en orden. La escalera sube más arriba, hasta la torre del homenaje. El panorama desde allí puede ser interesante pero no me atrevo a subir.
El corazón me aletea desesperado y el terror contrae mi estómago resecando mi garganta y haciendo temblar mis piernas. De pronto se abre ante mí una alta y ancha puerta de madera adornada con tachuelas oxidadas por el tiempo. La empujo y veo con sorpresa que estoy en otro palacio y lanzo un histérico grito.
Oigo pasos parecen acercarse, pero al instante desaparecen tras una puerta oculta tras un espejo rococó. Estoy asustado y apunto de perder la razón.
Dentro de esa habitación está mi padre vestido con uniforme del ejército dando órdenes tras una mesa de despacho a tres hombres también uniformados.
En la pared tras su sillón hay un retrato de mi padre con la reina Isabel La Católica.
Me pellizco los brazos y no estoy muerto. Mi padre vive
Juana, al oír los gritos ahogados que salían de mi garganta trémula entra en mi habitación y con complacencia me da una taza de chocolate caliente. Me repongo en unos minutos de las sensaciones vividas y veo como una sombra alargada recorre el breve trayecto que hay desde mi habitación hasta la biblioteca.
Una sonrisa forzada sale de la boca de Juana.
Lo complejo se vuelve simple cuando se puede ver o tocar.