martes, 2 de julio de 2013

Siberia (1ª parte)



El aumento de la temperatura que se estaba registrando en el Ártico no fue precisamente la excusa para que Eugenia se planteara el volver a Siberia y visitar la tribu de los Nenets que habitan en la gélida península de Yamal (Rusia) ni tampoco querer saber de primera mano y en primera fila cómo se reduce la gruesa capa de hielo del misterioso y solitario Ártico.
La tribu de los Nenets posee un terrible tesoro en el subsuelo de las tierras que ocupan -Eugenia leyó en una revista científica- allí había suficiente gas y petróleo para poder calentar al mundo durante cinco años. Los Nenets ignoran que una exploración de esas características podía dañar y contaminar la tundra que junto con los renos son el medio que tienen para subsistir en aquellas grandes planicies heladas.
Por unos instantes Eugenia reflexiona… sabía que no podía seguir en la situación en la que se encontraba personalmente desde hacía dos décadas, se sentía maniatada sin poder ni tan siquiera intentar escapar de aquella pesadilla que la estaba atormentando. Ahora había llegado el momento exacto para empezar a orientar su vida desechando el goteo lento de esperanzas y al mismo tiempo de desazones.
Antes de organizar el viaje, pensó que no debía precipitarse, tenía que estar segura de querer volver. Las heridas las creía ya cicatrizadas pero su corazón aún se revelaba cuando afloraba ese secreto que guardaba en su cabeza y que hacía que su vida fuera dolorosamente oscura amenazando su estabilidad emocional desde lo más profundo de su ser.
Una hora después de hacer esa reflexión se sintió fuerte, con una curiosidad casi morbosa que le hizo ser osada como lo fue en su juventud. Se miró los pies y sólo vio un grueso calcetín que los envolvía mostrando un muñón. Sus manos, parcialmente mutiladas donde algunos de los dedos habían dejado de pertenecer al conjunto de sus manos. Una lágrima furtiva se deslizó sin su consentimiento por sus mejillas.
Aquella noche no pudo dormir y al amanecer un haz de luz iluminó su alcoba en fragmentos minúsculos como si de un arco iris se tratara. Se levantó de la cama y aún sin desayunar se dirigió al armario de una de las habitaciones de la casa que desde hacía tiempo estaba en desuso. Decidida y con una sonrisa poco habitual en ella, se subió a la ancha y segura escalera hecha exclusivamente para ayudarla en su minusvalía.
En el altillo del armario se encontraba una caja que parecía olvidada, envuelta en papel rojo acharolado que al pasar Eugenia una bayeta para quitarle el polvo empezó a brillar para llamar la atención. Aquella caja más que guardar, escondía recuerdos, unos recuerdos que siempre estuvieron allí, vivos, silenciosos entre las dobleces de aquellas ropas que eran solo adecuadas para ser usadas en aquel clima siberiano y que ahora creía iba a usar de nuevo.
Por unos momentos y encaramada en la escalera contemplaba con mueca amarga su contenido y su corazón se impregnaba de zozobras que parecían querer quitarle la vida al acelerarse las palpitaciones.
Bajó de las escaleras con la caja en las manos. Ya abajo se sentó para serenarse ¿pero…qué es lo que me está sucediendo? ¡Sí tan solo quiero visitar de nuevo Yamal!
Le pasaron tantas cosas cuando se encontraba en aquella tribu donde vivió  cuatro meses…pero fueron tan intensos, tanto que cambiaron su vida. Mirando la caja su mirada se volvió triste y plomiza. Abrió la ventana, necesitaba que el aire de la mañana le despejara de sus pensamientos, una mañana templada, de aire suave y limpio, no muy lejos de un cerro sembrado de doradas espigas que relucían bajo un sol amable. Al instante esos recuerdos que tanto la atormentaban desaparecieron de su cabeza, lo había conseguido a base de una férrea disciplina mental que le hacía despejar su mente, con una frase que le salía del alma, justificando así lo que le había sucedido; “se lo había merecido”
 Siempre le importó lo que acaecía en Yamal, se informaba cada día por la prensa extranjera, no saliendo de su asombro de aquello que vivió y que parecía volver,  como si una ruleta estuviera trucada para pararse siempre en el mismo número.
De nuevo habían llegado los avances tecnológicos, esos avances que eran y fueron los culpables de sus pesadillas. Recordaba que una mañana un helicóptero se posó por sorpresa en la explanada que hacía de plaza en Yamal alertando al poblado y muy especialmente a Amadeo, su amado prometido y en breve esposo, un hombre que siempre creyó que era fiel a sus principios, nada ambicioso y cumplidor en su trabajo.
Eugenia y Amadeo se conocieron en la facultad de biológicas en la Complutense de Madrid cuando  investigaban los pueblos indígenas del Ártico, asignatura en la que los dos estaban especializándose.

Continuará...


                                                           Foto: www.socialdocumentary.net

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