Llego a la
Plaze de France y bajo por la Rué de la Liberte , me acerco al hotel de Minzah, con su
aire de mal imitador de la arquitectura andaluza. El portero me recibe vestido
con zaragüelles, su Chechenia y sus babuchas, y unos mozos corren al verme para
servirme en lo que deseara. Resulta agradable después de una huida sin motivo
que a alguien, aunque sea remunerado, le dé gusto servirte.
Después de pedir
por teléfono que me llevaran el equipaje a mi nuevo alojamiento, me inscribo en
el hotel, siempre con la esperanza de encontrar seguridad hasta ver la forma de
poder llegar a Cáceres. No sólo tiene vistas
al mar, sino que sólo una estrecha franja de agua me separa de España y la
nostalgia se apodera de mis huesos.
Ya en mi habitación, lleno la bañera de porcelana
pensando cómo pude meterme en este lío. Mientras miro el mar, me parece que mi
alma se ensancha contagiada por el espacio que se pierde en las preguntas… su
destino y del que busca el hombre ante todo lo que sufre y vive. Aquella noche,
descanso plácidamente.
A las ocho de la mañana, me despierto al oír los
bramidos repetidos de un ferri que se acerca a puerto, abro la ventana y el
paisaje de la bahía me ciega ante los deslumbrantes rayos de sol. A lo largo
hay nubes de agua de las de color plomo, que son atropelladas y empujadas por
el viento hacia España, que parecen engancharse en la escarpada del promontorio
de Algeciras, a lo lejos parecen fumatas
de reflejos perlados. Mientras entre las dos costas, las aguas del
estrecho, los dos océanos, se disputan
su liderazgo y en su lucha las olas se encrespan haciendo difícil la
navegación.
En la calle aprieta el calor, cierro la ventana y
veo como millares de partículas de polvo flotan entre la ventana y el cristal.
Por la mañana salgo a pasear y siento como si
estuviera paseando por una andaluza
calle española, sus fachadas encaladas adornadas con vistosos azulejos,
quedaban patentes la holgura económica de una época que suscitó una vida de
despilfarro, basada en el juego de las apariencias.
En el hotel me informo que la alta sociedad la
componen los que trabajan en las embajadas y consulados siendo un compendio de
nacionalidades. Mi deseo en esos momentos no era otro que encontrar trabajo en
la embajada española para poder conseguir un pasaporte.
Tánger en estos momentos no podía pensar en nada,
estaba empapada de esplendor económico hasta convertirse en una bella perla que
todo el mundo quería poseer, pero ella ajena a toda avaricia sigue flotando en
el estrecho sin que nadie se atreva a tocarla.
Todos los días en mi ociosidad observo como las mujeres
árabes se dirigen al mercado con sus caftanes de seda y sus velos oscuros.
Mientras, los mercaderes se distinguen de los demás con su atuendo de chilaba,
fez rojo y babuchas que a su vez son árabes bereberes y también europeos de
diferentes nacionalidades donde todos
dejan huellas diferentes pero ricas en matices, que es la señal de
identidad permanente en Tánger.
Me encuentro en el Zoco Chino donde se puede
comprobar la heterogeneidad de
razas culturas religiones y
arquitectura. De repente, una voz hace el silencio, el muecín llama a la
oración desde los minaretes.
Muy cerca del Zoco Chino está el cine Vox donde sólo
se proyectan, para mi sorpresa,
reproducciones egipcias como el célebre Un Kalsun. Las gentes se aglomeran en las puertas de las taquillas para comprar
su entrada. Dentro es como estar en Hollywood, las películas son en blanco y
negro pero los decorados son suntuosos y el vestuarios de ensueño.
Me siento en el patio de butacas, cuando la sala aún proyecta la película. Una
mano se desliza tras mi espalda dejando
caer sobre mi hombro con mucha habilidad
un paquete que yo recojo y guardo en el
bolso sin razón alguna. Espero hasta la terminación de la película y creo que
me estoy volviendo loca.
Al salir, como la calle estaba repleta de cines,
muchos espectadores se aglomeran en las puertas para ver películas españolas y
americanas.
Con el paquete en mi bolso aturdida por mi
comportamiento irregular y sin saber qué hacer por tanto acontecimiento vivido,
me voy a descansar para calmar mis nervios Ya en la habitación no quiero abrir
el paquete y lo deposito encima de una mesita y lo observo, como quien observa
los movimientos del enemigo a punto de atacar (sólo pude leer en el remite: Entregar
en el teatro Cervantes).
Al día siguiente entro en el Cervantes con mi
encargo. Éste es un pequeño teatro con ménsulas doradas, butacas tapizadas en
terciopelo rojo, techos pintados de azul y al derredor del escenario grandes
carteles con los nombres de las representaciones próximas a proyectar.
Allí estaba el rifeño, quieto, sombrío, en la puerta
de la sala de proyección esperando, para mi sorpresa, que le diera su paquete,
mientras miraba distraídamente una película de Buñuel. Me puse tras él.
Dos soldados marines norteamericanos, altos,
fornidos, me siguen con la mirada. Vuelvo sobre mis pasos después de hacer el
encargo. Nerviosa salgo a la calle y de nuevo me pierdo entre las laberínticas
calles de la medina que parecen retorcerse, doblarse, hasta parecer que ha
desaparecido la salida. Todo es confusión ante mi vista.
La desesperación empieza a hacer mella en mí cuando
oigo una voz detrás de mí que me parece amable. Es un joven de mirada tibia, de
acentuado perfil griego y su serenidad me infunde valor a pesar de que las
calles estaban desiertas por el intenso calor. Mi corazón empezó a bombear tan
fuerte que las sienes se hincharon hasta
parecer querer estallar. Lo miro de frente
con desconfianza y mis ojos
delataron mi estado de ánimo al anegarse en llanto. Y en ese mismo
instante pienso que los infortunios y las
tragedias humanas aparecen inexplicablemente, siendo estos motivos de enigmas y
de escepticismo.
El joven sin
identificarse, me tiende la mano y se ofrece a sacarme del laberinto de
Dédalo en el que creí haberme metido.
Mientras, un hombre de los allí llamados
contemplativos en la calle se encuentra sentado a los pies de una farola y
parece estar en éxtasis, su inmovilidad
es absoluta, en el momento que lo miro pienso que quizás su estómago este
repleto de Kif. En esos momentos para mí todo podía ser posible.
Salimos de las calles que son como arabescos de una
caligrafía olvidada y llegamos a una plaza concurrida, donde la animación es
constante. El joven misterioso, me invita a entrar a un casino que se encuentra
frente a nosotros, la puerta ancha tachonada está abierta de par en par, dando
paso a otra de cristal transparente
desde donde se puede apreciar la antesala del casino.
Después de ser presentada como si fuera una vieja
amiga a sus amistades, jugué a la ruleta
como nunca antes lo había hecho.
Por la mañana al despertar ya empezaba a amanecer,
entrando por mi ventana una luz convaleciente,
pálida que lamia con timidez los cristales. Más tarde los rayos de sol se hicieron fuertes, bravos,
empezando a jugar en las fachadas, tomando diversos colores, como siena, azul marino, verde mar y
rosado que parecen querer jugar con su paleta de colores.
A lo lejos se divisa la costa española que parece
envuelta en una suave neblina. Son las dos del mediodía cuando la radio, la Voz de América y radio Tánger
Internacional dan las noticias. En esos momentos estoy viviendo las vicisitudes
de una guerra mundial, donde todo lo imposible puede hacerse fácil.
Salgo a la calle y me dirijo a una típica casa de
comidas, donde almuerzo unas aceitunas con pan y alcachofas. El viento
embravecido soplaba sin cesar en el
estrecho. Me siento feliz cada minuto
que paso en Tánger entre esta sociedad tan variopinta en donde casi todo vale.
Foto: Telva viajes.com
Foto: Viento del sur. wordpress
Continuará...