domingo, 24 de febrero de 2013

Los confiados (1ª parte)

Nadie quiere ser el que parece ser, sobre todo cuando uno se mira al espejo al levantarse de la cama. Porque en esos ojos soñolientos aún se puede ver la hipocresía que alimentamos con el disimulo, la ocultación, la trampa con la que a veces maquillamos nuestros rasgos hasta llegar a difuminarlos.
Pero como en todo hay excepciones,  está el grupo de los llamados ilusos, estos seres son los que aún no han aprendido el arte de disimular la cara de imbécil que se les pone cuando entran en un banco y les dicen que el dinero que han ahorrado en toda una vida de currante, el que creyeron haber invertido en “valor seguro” con una atractiva remuneración, se ha esfumado porque en la inversión cayó estrepitosamente por culpa del “parquet”.
-          Señorita-dijo a forma de chanza- pero si yo sólo tengo baldosas en mi casa.
La asesora que le atiende, lo mira con cara de no saber dar una explicación coherente al estar también ella metida en el juego del simulacro estudiado. El hombre mira a su alrededor y piensa: Es un banco como todos, suelos de brillante mármol, paredes de relucientes maderas…
¿Y ahí, en ese banco había estado guardado el dinero ahorrado de toda su vida? En esos momentos piensa en el individuo que lo convenció para que invirtiera.
Ya en la calle, se encuentra cabizbajo, airado y a la vez muy cabreado. Por la avenida una calma tensa se respira en el ambiente y presagia una tormenta. Entra en la primera tasca que se encuentra a su paso y allí ante la barra destaca un grupo de hombres, bien vestidos, con sendos portafolios que aprisionan bajo el brazo, de edades entre los treinta y cuarenta y pocos años. Todos hablaban al mismo tiempo ante una copa de Brandi y por sus gestos parecían querer tener toda la razón.
El hombre que acababa de salir del banco mira a su alrededor mientras acomoda sus brazos cansados en la pegajosa barra y pide al camarero que le sirva un vaso de vino. El grupo de hombres que discuten parece ignorarlo pues su aspecto es tan sólo el de un pobre hombre y juegan al juego de todos que no es otro que el de ser “otro”.
Uno de ellos, el más alto, apura su copa de un trago y se dirige al aseo. A su paso roza con su carpeta el brazo del hombre pero no se disculpa y al otro, al verlo tan cerca, siente como el vino que ha bebido se agria en sus venas.
El pasillo de camino al aseo es largo y estrecho, carece de luz, sólo un piloto sirve de orientación para saber dónde está la puerta del wáter. Ha pasado casi una hora de reloj y uno del grupo nota su ausencia, pregunta por él, todos se miran, su copa está vacía. El más gordo con cara de cerdito comenta:
-          ¡No se habrá ido este cabrón con todos los documentos! sería para matarlo, es muy serio, estamos todos implicados.
-          Ese fraude fue idea tuya- dijo el más calvo y cara de usurero.
-          Si ha desaparecido con todos los documentos estamos jodidos- dijo otro de ellos.
-          No nos pongamos nerviosos, estará en el wáter y su tardanza quizás se deba a que le ha sentado mal la copa, estoy seguro de que en unos minutos está de nuevo con nosotros.
El de mediana estatura,  de pelo rubio y con bigote, está nervioso y se pasa una y otra vez su dedo índice por su ridículo mostacho. Únicamente uno de ellos, el más enjuto y cara de palo, da la medida exacta de su apariencia, su mirada es fría, distante. Ninguno de los otros da esa sensación, más bien lo que demuestran es la impresión de estar ocultando lo más posible los pliegues de su conciencia para no desvelar como son en realidad sus almas.
           Pasan unos minutos y empiezan a intranquilizarse, uno de ellos vuelve a decir:
-            Para ir solo al wáter parece tardar mucho.
      El hombre que había ido al banco, observa que la conversación que habían mantenido entre ellos ya no existe, sólo se miran unos a otros intranquilos, hasta parecer seres errantes, perdidos. Habían roto el hilo de la conversación y ahora  se les oía decir palabras incoherentes, sin sentido, se habían terminados esos comentarios jocosos que hacían sobre su trabajo y sus incautos clientes.
De repente el camarero aparece tras la barra, blanco como la cera de una vela y dirigiéndose al grupo, les dice nervioso:
-          He visto a uno de vuestros amigos en el suelo del pasillo y no parece moverse. Todos acuden a lo que parecía una catástrofe y alguien con voz aflautada por el miedo dice:
-          Hay que llamar a la policía.
-          ¡No! dijo con voz contundente el del  bigote rubio, lo mejor es salir de aquí cuanto antes, diremos que nosotros no hemos visto nada.
Un golpe seco, hace temblar la puerta del aseo que se encuentra atascada por el cuerpo inerte de uno de ellos, la luz es escasa, un charco en el suelo de algo viscoso mancha la suela de los zapatos, es sangre. Pero ante la alarma de salir de allí cuanto antes, una voz se antepone:
-          De aquí no puede salir nadie vivo.
Uno de ellos llama angustiado por su nombre al rubio del bigote, Robert pero no recibe ninguna respuesta, asustado da un paso atrás y cae al suelo estrepitosamente. En la caída se da un golpe en la cabeza con uno de los zapatos de uno de sus amigos que yace en el suelo y siente que no puede levantarse, su cuerpo tiembla, el terror se apodera de él y pide que alguien le ayude.
Se oyen pasos en la oscuridad, ya se encontraban todos en el pasillo. El piloto rojo de orientación parece mostrar sus cuerpos inertes desnudos como una fotografía, que queriendo ir más lejos aún con su poder hace notar un parpadeo oscilante que lo desconcierta. De repente se apaga, dejando todo a merced de la terrible oscuridad, una oscuridad rojiza que al menos servía para saber que no estaban en el infierno.

Continuará...

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