viernes, 8 de febrero de 2013

La invitación (2ª parte)



Un hombre corpulento de mirada penetrante que se encontraba a su lado, al arrancar el tren, increpó al revisor:
-   ¡Aquí no se respeta el horario!
- ¿El horario?, ya no sirve de nada. Si el tren tiene otro retraso más, para mi puede ser muy perjudicial- mascullaba para sí el hombre que estaba sentado frente a ella y que sólo sabía mirar el reloj.
-  ¿Y si el que tiene que recogerme se ha cansado de esperar?- decía un viajero delgado y con bigote de aspecto nervioso.
- ­ Si llegamos con dos horas de retraso- otro viajero comenta en voz alta- no podré llegar a tiempo para coger el autobús  de vuelta.
En el transcurso del viaje había decidido no acudir a una cita (también había recibido una carta). Esa carta, desde la última vez que la  leyó, le dio malas vibraciones.
Cristina miraba con curiosidad como la mano con la que  se aferraba el hombre a la barra de la ventanilla, temblaba. Se dirigió a ella con voz entrecortada y le dijo:
-          ¿Para usted  es importante llegar a la hora?
-          ¡Oh sí!- contestó convencida. Tengo que llegar puntual, me están esperando.
Diez minutos después el tren se puso en marcha mientras su ansiedad seguía en aumento. Su mente le martilleaba sin piedad cada momento por el acontecimiento vivido, hacía poco más de nueve meses, cuando la señora de la casa donde trabajaba como institutriz, le confió su hijo mayor Carlos de diez años, para hacer un viaje corto por barco desde Skellig, hasta la isla turística de Killarney, donde se encontraba su abuela esperándolo. Recordaba cómo en el barco el niño daba muestras de nerviosismo por querer encontrarse cuanto antes con su abuela. Esa tarde en cubierta no había mucha gente y la mar se encontraba con marejada.  Los balanceos del barco se hacían molestos y sólo cuatro hombres se encontraban en cubierta fumando cigarrillos. En un descuido  el niño que se encontraba jugando cayó en uno de sus juegos por la borda y a pesar del grito de agonía, nadie pudo hacer nada, pues el frágil cuerpo fue engullido en un instante por el oleaje.
Cuando Cristina, con la mirada perdida buscó a Carlos, los hombres que habían presenciado la tragedia sólo la miraban compasivos mientras ella caía al suelo en estado de shock. Desde entonces, su mente se negaba a describir lo que en aquellos momentos sintió. Metida en sus pensamientos, no oyó al jefe de estación decir:
-          ¡El tren hace su última parada!
 En la estación de un pequeño pueblo pesquero llamado Kalina, en un lateral del andén un hombre de cabellos rizados moreno y barba poblada miraba a los pocos pasajeros que habían quedado en el tren.  Parpadeó y entornó los ojos sobre las hundidas órbitas, se acercó al grupo y les invitó a subir a un coche todo terreno familiar.  Todos se miraron y nadie se atrevió a decir nada, cada uno llevaba una carta en las manos  con la misma firma y una vez dentro del coche reinaba un mutismo absoluto. Por la ventanilla vieron como atravesaban el pueblo a gran velocidad por estrechas callejuelas y acentuadas pendientes hasta llegar a un pequeño embarcadero.
Un viejo marino tostado por el sol les esperaba con los ojos turbios. Mientras todos intentaban acomodarse, el barquero se echó hacia atrás en la barca,  estiró sus piernas y dejó que su mano acariciara el agua negra mientras entornaba  sus legañosos ojos.
El sol ya extendía el aura por el horizonte y en el punto más alto brillaba una media luna. A unos pasos de ellos, detrás y amparada al abrigo de una roca, una figura de mujer envuelta en la penumbra, veía como se dirigían a su destino, callada, inmóvil.
Minutos después de embarcar, el cielo se cubría de negros nubarrones y la mar empezaba a encresparse. Aún desconocían su destino, únicamente sabían que se encontraban en medio de una mar cada vez más embravecida y en la barca todo era silencio. Una hora después de haber subido a aquella endeble embarcación aparecía entre la neblina un cúmulo de tierra que al acercarse se dibujó  una blanca mansión como por arte de magia.
 Al llegar a su destino, el barquero les pidió que se apearan.  Se encontraban al pie de una pared vertical y todos protestaron por tener que subir por un peligroso precipicio, donde las escaleras eran peldaños esculpidos en la roca con el piso es resbaladizo por el continuo azote de las olas. La barca desapareció y  todos jadeaban  por el esfuerzo de la subida, sentían miedo por su integridad física.
Una vez en la cima, la casa se veía majestuosa.  Era de una sola planta cuadrangular,  estilo moderno y orientada al mediodía, que recibía la luz procedente unos grandes ventanales. Un ruido infernal reverberaba al chocar con fuerza las olas entre las rocas que circundaban la casa.
Cuando llegan a la casa, un hombre alto, delgado y bien vestido les abrió la puerta invitándoles a entrar. Aquel hombre tenía algo de felino en su mirada, su traza evocaba a una bestia depredadora pero atractiva a la vista.

Continuará... 


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