lunes, 19 de noviembre de 2012

La viajera de lugares salvajes (final)

Empecé a correr sin medida y me adentré en el bosque seguida por mi fiel caballo como si me persiguiera la mismísima muerte. En mi desenfreno, no percibí que un terremoto, hacía temblar la tierra. Mi caballo enloquecido enganchó sus bridas en un matorral y al verse atrapado, se encabritó e intentó soltarse dando coces. No muy lejos, los guijarros se precipitaban por la ladera de la montaña haciendo un tapón en la única vereda existente. El caballo relinchaba sin parar como si fuera una animación de circo. Recordé de nuevo que la misiva decía textualmente:
“Aunque te escondas bajo tierra te encontraré”.
No llevaba firma pero para mí,  la firma no tenía importancia, sabía de sobra de quien se trataba.
Cuando todo volvió a la normalidad, subí con mi caballo hasta la cima de una colina donde tuve que salvar toda clase de obstáculos. De repente, vi cómo unos aldeanos corrían aterrados y sin control hacia una vaguada que se encontraba al fondo de un enorme precipicio. Algo les tenía que haber asustado.
Miré al cielo y asombrada percibí como una enorme sombra tapaba mi cuerpo. No huían del terremoto, lo que les asustaba era un enorme reptil volador llamado Pterosauro. Asustada no supe que pensar ya que ese reptil se había extinguido hacía más de sesenta millones de años. Podría ser cierta la leyenda que contaba que aún se podían ver por algunos lugares, donde pasaban rasando en los poblados para llevarse todos los animales que se encontraban.
 Mi cámara captaba  todo lo que mis ojos veían y seguí mí camino. Una noche cuando intentaba dormir en una oquedad de la montaña junto a mi fiel compañero el insomnio me hizo mirar hacia fuera y atónita pude ver pasar a una bandada de pájaros que en su vuelo relucían como luciérnagas en la oscuridad de la noche.
Aquel mismo día tomé un transbordador de mercancías rumbo a Siberia sin mirar atrás. Era verano cuando llegué, pero el clima ya era húmedo y frío que casi me hizo perder la salud. Mientras mi cuerpo ardía por la fiebre soñaba que cien jinetes me atacaban blandiendo sus espadas, pero cuando estaban a punto de llegar a donde yo me encontraba, una enorme serpiente pitón aparecía en medio del camino, que  asustó a sus caballos e hizo rodar las monturas por la dura nieve del suelo. Así estuve cada noche soñando que me atacaban. Por causa de mi salud, conviví unos meses con los siberianos hasta que llegó mi recuperación. Allí aprendí que al entrar en las tiendas donde viven los nómadas, las mujeres debían dejar fuera un hilo de su ropa para indicar con ese gesto que dejaban en la puerta toda influencia diabólica. También aprendí a cabalgar por las laderas de las montañas sin causar avalanchas de nieve.
Una mañana, cuando cabalgaba por una escarpada montaña, me sobresaltó un enorme rugido. Era una avalancha de nieve que estoy segura no provoqué.  Se precipitaba  ladera abajo a unos metros de donde me encontraba y un alarido de auxilio me hizo volver la cabeza. Cuando llegué al sitio de donde provenía la voz, no había nadie y no dudé en buscar entre la nieve por si alguien se encontraba sepultado.
Pero de nuevo esa voz detrás de mí me hizo gritar de terror. Sin pensar en las consecuencias me volví y empujé con todas mis fuerzas al dueño de esa siniestra voz.
Lo cogí desprevenido y su cuerpo rodó tambaleándose sin control por la ladera. De repente, como algo prodigioso, se desplomó un alud de nieve encima de mi  perseguidor. La nieve había ejercido de juez.
Sin mirar atrás seguí mi camino embarcando de nuevo hacia un lugar más cálido, hasta la costa de Sudáfrica. Una vez allí y aún sin encontrar ser viviente, tuve que atravesar un río de apariencia tranquilo pero muy peligroso. Se estaba haciendo de noche, pero no podía quedarme en ese lugar, tenía que pasar a la otra orilla. Un viento silbante rasgó el silencio empujándome a cruzar, mientras las siluetas de los árboles se asemejaban a hombres suicidas indecisos, que en el contraluz de la luna creciente y amarilla se mecían como espectros.
 El terror, de nuevo intentaba apoderarse de mí y mi indecisión de pasar el río se basaba en aprovechar la marea baja, pues el mar se encontraba  cerca del río. Si cruzaba en ese momento, el agua con su poder podía tragarme como una aspiradora absorbe una mota de polvo. Después de unos momentos de dudas, al fin  decidí  y me adentré con el caballo.
 Pero el problema estaba siendo muy difícil de solucionar pues la marea estaba subiendo, y cuando estuviera alta, los tiburones podían llegar libremente hasta el río para devorar todo lo que encontraba en movimiento a su alrededor. Me veía  indefensa y confusa, mi cabeza necesitaba un minuto para pensar mientras la penumbra me acuciaba amenazadora.
Pero tenía que hacerlo aún a pesar del peligro que suponía atravesarlo con la marea baja,  era la única solución entonces y atravesé el río por el sitio en que aún se podía ver la profundidad. El paisaje era siniestro, la humedad del río tan próximo al mar hizo crear una niebla que cada minuto parecía espesarse más y más. Los remolinos de agua empezaron a surgir entre las patas del caballo, que asustado no podía ni relinchar. En la travesía caímos dos veces en la trampa de las traicioneras pocetas, de donde salimos ilesos de milagro. Una vez alcanzada la otra orilla, tuve que descansar.
Cuando exhausta por el esfuerzo me estaba quedando dormida, una agitación extraña se produjo en el agua. Pude  ver tres aletas de tiburón acercarse a la orilla con sigilo.
Mi caballo, al notar una presencia extraña, empezó a relinchar. El batir de las aguas lo había puesto nervioso. Reaccioné, y mi caballo y yo salimos de allí con tanta prisa que nos adentramos por el camino equivocado, un bosque donde las  ramas de los árboles se encontraban llenas de monos que al vernos empezaron a gritar enloquecidos.
Aquel ruido era insoportable y tuve que coger la fusta y dar golpes al aire mientras gritaba con más fuerza que ellos, para evitar que nos mordieran.
Me abracé a la grupa de mi fiel compañero, cerré los ojos y me dejé llevar.
Puede que muchas gentes piensen que en el mundo ya no hay muchas cosas por descubrir, pero el mundo está lleno de sitios y lugares donde no hay  carreteras pero donde, aún así,  la maldad acecha disfrazada con piel de cordero.

Irene había terminado y yo la miraba, mientras en sus dedos sostenía un cigarrillo que avivó con una bocanada que veló por un instante sus ojos claros.
Un periódico se arrugaba entre sus manos nerviosas.  En la contraportada, una escueta nota decía:
“Un hombre ha sido hallado en Siberia devorado por un oso,..”
¿Por un oso...?
Yo, no me lo creí.
 “…El hombre es de raza caucásica y después de la autopsia se puede decir que podría tener unos sesenta años, nadie ha reclamado el cadáver…”
Irene sonreía, mientras me decía:
- La verdad es que con un solo ejercicio mental de la imaginación se puede revivir pero también olvidar lo vivido.
Una suave calma la invadió después del relato, quedándose por unos minutos dormida. Soplaba una brisa agradable que la hizo sonreír y volver a la realidad.




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