lunes, 26 de noviembre de 2012

Ambición


 A veces me pregunto, cuándo vuelo de una ciudad a otra y siento como tiembla mi cuerpo al oír el rugido atronador de los motores, si perderé por unos minutos mi perfecta audición. Me infunde terror el pensar con qué sorpresa nos podríamos  encontrar cuando un inmenso pájaro de acero surca los cielos a 10.000 metros de altura  a una temperatura de 50º bajo cero.
Y el individuo, con total independencia, se sienta como un autómata en el número asignado previamente por su agencia de viajes. Está solo, desprotegido ante cualquier peligro. Y no hablo de accidentes fortuitos, sino de otras formas y maneras extrañas, como por ejemplo “desaparecer”.
Este vuelo de Madrid-Tenerife, desde que fue concebido por mi esposo y por mí quisimos que fuera especialmente placentero, con lo cual planificamos todos y cada uno de los detalles minuciosamente, teniendo previsto que su duración fuera de dos semanas.
Media hora después del despegue, la voz metálica del piloto nos desea a los pasajeros un feliz viaje. Unos minutos después mi esposo se desabrocha el cinturón y me dice que va al aseo. Yo acomodo la cabeza hacia atrás y cierro los ojos esperando que el vuelo parezca más corto y una suave calma me invade quedándome dormida.
Después de no saber cuánto tiempo estuve sumida en el letargo, abro los ojos y miro, aún confusa por la duermevela y veo sorprendida que el asiento de mi esposo aun está vacío.
¡No ha llegado del aseo! ¿Pero si el aseo se encuentra en el fondo? No podía haber ido a ninguna otra parte.
Abajo, el océano Atlántico se muestra furioso, con unas olas inmensas que intentan con ahínco tragarse un pequeño islote del archipiélago canario. De nuevo, la voz del piloto nos aconseja abrocharnos de nuevo los cinturones, pues estamos atravesando una pequeña turbulencia. Se apodera de mí un tremendo desasosiego.
Un brusco descenso de la nave me hace sentir un ligero mareo, el estomago se desplaza y parece estar en mi garganta. Pienso en mi esposo ¿Dónde estará? ¿Qué le puede haber sucedido?
Me levanto de mi asiento a pesar de las advertencias de las azafatas y con paso vacilante me dirijo hacia el aseo pero no hay nadie. Voy hacia la clase Vip y corro las cortinas que los separa del resto de los pasajeros con decisión, todos al oír abrir la cortina con ímpetu, vuelven sus miradas hacia mí. En el espacioso habitáculo todos pudieron ver en mí una mirada febril, pero nadie dijo nada, solo reinaba un silencio aterrador.
Agotada por el esfuerzo mental que suponía para mí el no encontrar a mi esposo y desalentada, me apoyo en uno de los respaldos de una butaca y no puedo creer lo que estoy viendo. Todos tenían las cabezas planas por el cráneo pareciendo pequeñas terrazas. ¡Estaba soñando! ¡No eran de este mundo!
Mi cabeza empezó a dar vueltas como una noria desvencijada y más tarde y sin saber cómo de nuevo me encuentro sentada en mi butaca, sigo estando sola. El joven que ocupa el otro asiento, levanta su mirada hacia mí por primera vez desde que comenzó el viaje y sus ojos me parecen como dos ascuas encendidas llenas de misterio.
Me siento tan asustada como un pájaro en una jaula. Cierro los ojos, el avión desciende, desciende… Un viento terrible bambolea la nave que en medio del ataque  parece una mariposa a punto de perder sus alas.
Allí dentro todo es silencio. El Teide símbolo tinerfeño, ruge de repente y empieza a vomitar fuego como un inmenso dragón que despierta al ser molestado por intrusos. Miro por la pequeña ventana y veo un inmenso mar bravío, no veo más que agua, ya no existe ninguna isla, todas han desaparecido. Los pájaros habían dejado de volar en el cielo, ya no sonaban sus trinos, no tenían ramas donde posarse, tan solo un pedazo de tierra se podía divisar a lo lejos. El Teide, por su parte norte parece brillar como una inmensa plataforma de acero que despide destellos acrescentes que dañan mis ojos.
La nave empieza a dar vueltas a la montaña donde se encuentra El Teide. El avión  va deshaciéndose de sus alas transformándose en un moderno cohete hasta aterrizar en la rampa donde se encuentra la plataforma. Allí, plantado en medio de la rampa un hermoso drago -planta respetada por los Guanches, los primitivos pobladores de estas islas- despliega  sus ramas como tentáculos que abrazan  una silla regia. A su lado un enorme escudo desde donde se podían leer los ocho nombres de los reyes Guanches.
Ya han bajado todos de la nave y yo no me atrevo a bajar,  no puedo moverme del asiento, es todo tan confuso…
Se acerca un hombre a mí e insiste para que baje de la nave. Lo miro a la cara y en sus ojos veo algo muy familiar, eran los ojos verdes de mi esposo. Quedo ensimismada, perpleja, en esos momentos creo que mi vida pende de un débil hilo que está a punto de quebrarse. Con un ademan característico en él me indica que salga. En el cielo lucía una hermosa luna llena que ya no tenía montañas donde esconderse para dejar que  los enamorados se arrullasen, ahora estaba sola y se veía arrastrada a merced de las nubes que la vapuleaban con desgana en la brisa de la noche.
Piso la reluciente plataforma y siento en ese instante como todo mi ser se transforma. No soy la misma, me encuentro como si hubiera entrado en una fase de metamorfosis extraña, fuera del mundo real en el que yo vivía. Ahora soy, o quizás me siento, como un gran águila, poderosa, vigilante…
 Cuando me acerco a la silla regia siento mi cuerpo temblar. El mundo, mi mundo, había desaparecido y sólo subsistimos los que nos encontramos en esa plataforma. De repente una nube blanca como el algodón nos cubre y nos traslada a otro mundo.
Este mundo que parecíamos dejar atrás ahora ya era sólo para esos ambiciosos que entran en la política para medrar haciendo que la justicia no sea igual para todos. Los ciudadanos, en ese entramado de acontecimientos, son meros figurantes mudos, sin derechos a protestar. Pero yo, ¿qué hago en todo este movimiento, convertida en un ave? Mientras me lo pregunto, unas ondas llenas de energía, me transmiten que con mi imaginación podía elevarme hasta la estratosfera.
Aún así, y desde mi altura de águila veo asustada que en el mundo ya no había nada. Las ciudades se habían evaporado como un simple humo se pierde en el horizonte, ahora sólo reinaba la desolación. Ese mundo que los llamados poderosos tuvieron en sus manos, y en el que no supieron administrar unos bienes que,  sin razón creyeron eran suyos. Crearon una avaricia tan desmedida que cometieron el gran error de no pensar que el patrimonio de la humanidad era de todos, que nunca fue suyo. Ellos, con su desmedida ambición, no tuvieron en cuenta el precio que teníamos que pagar los demás.
Sobre la nube  blanca donde me encontraba, se podía ver como irrumpían las aguas feroces donde antes estaban ubicadas sus grandes mansiones. Ahora ya no eran esos hombres llamados los poderosos y triunfadores. Ya de nada les había servido el extorsionar al más débil. Ahora eran ellos los perjudicados y el mar bravío se encontraba repleto de yates, muebles lujosos, joyas, que ya nadie podría lucir. Sólo el inmenso y poderoso mar las balanceaba entre las turbulentas olas a la deriva sin encontrar donde ubicarlas. Ya no había bosques con árboles de ricas maderas porque se talaron sin piedad. Tampoco estaban las montañas erosionadas por las piquetas para arrancar de sus entrañas esos minerales llamados ”piedras preciosas” donde muchos niños perdieron su vida por arrancarlas y todo eso solo por embellecer lo que nunca será bello, como el amor al prójimo. Mi cuerpo tembló al pensar que literalmente el ser humano, él solo, puede transformar el mundo.
Como dijo Cicerón: Somos millones de hombres sobre la tierra los que conformamos un pueblo, y un sólo hombre puede destruirlo tan sólo con su estupidez.
Pero me gusta pensar que después de un día de niebla, la luz del sol vuelve  a brillar.

                                         





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