lunes, 26 de noviembre de 2012

Ambición


 A veces me pregunto, cuándo vuelo de una ciudad a otra y siento como tiembla mi cuerpo al oír el rugido atronador de los motores, si perderé por unos minutos mi perfecta audición. Me infunde terror el pensar con qué sorpresa nos podríamos  encontrar cuando un inmenso pájaro de acero surca los cielos a 10.000 metros de altura  a una temperatura de 50º bajo cero.
Y el individuo, con total independencia, se sienta como un autómata en el número asignado previamente por su agencia de viajes. Está solo, desprotegido ante cualquier peligro. Y no hablo de accidentes fortuitos, sino de otras formas y maneras extrañas, como por ejemplo “desaparecer”.
Este vuelo de Madrid-Tenerife, desde que fue concebido por mi esposo y por mí quisimos que fuera especialmente placentero, con lo cual planificamos todos y cada uno de los detalles minuciosamente, teniendo previsto que su duración fuera de dos semanas.
Media hora después del despegue, la voz metálica del piloto nos desea a los pasajeros un feliz viaje. Unos minutos después mi esposo se desabrocha el cinturón y me dice que va al aseo. Yo acomodo la cabeza hacia atrás y cierro los ojos esperando que el vuelo parezca más corto y una suave calma me invade quedándome dormida.
Después de no saber cuánto tiempo estuve sumida en el letargo, abro los ojos y miro, aún confusa por la duermevela y veo sorprendida que el asiento de mi esposo aun está vacío.
¡No ha llegado del aseo! ¿Pero si el aseo se encuentra en el fondo? No podía haber ido a ninguna otra parte.
Abajo, el océano Atlántico se muestra furioso, con unas olas inmensas que intentan con ahínco tragarse un pequeño islote del archipiélago canario. De nuevo, la voz del piloto nos aconseja abrocharnos de nuevo los cinturones, pues estamos atravesando una pequeña turbulencia. Se apodera de mí un tremendo desasosiego.
Un brusco descenso de la nave me hace sentir un ligero mareo, el estomago se desplaza y parece estar en mi garganta. Pienso en mi esposo ¿Dónde estará? ¿Qué le puede haber sucedido?
Me levanto de mi asiento a pesar de las advertencias de las azafatas y con paso vacilante me dirijo hacia el aseo pero no hay nadie. Voy hacia la clase Vip y corro las cortinas que los separa del resto de los pasajeros con decisión, todos al oír abrir la cortina con ímpetu, vuelven sus miradas hacia mí. En el espacioso habitáculo todos pudieron ver en mí una mirada febril, pero nadie dijo nada, solo reinaba un silencio aterrador.
Agotada por el esfuerzo mental que suponía para mí el no encontrar a mi esposo y desalentada, me apoyo en uno de los respaldos de una butaca y no puedo creer lo que estoy viendo. Todos tenían las cabezas planas por el cráneo pareciendo pequeñas terrazas. ¡Estaba soñando! ¡No eran de este mundo!
Mi cabeza empezó a dar vueltas como una noria desvencijada y más tarde y sin saber cómo de nuevo me encuentro sentada en mi butaca, sigo estando sola. El joven que ocupa el otro asiento, levanta su mirada hacia mí por primera vez desde que comenzó el viaje y sus ojos me parecen como dos ascuas encendidas llenas de misterio.
Me siento tan asustada como un pájaro en una jaula. Cierro los ojos, el avión desciende, desciende… Un viento terrible bambolea la nave que en medio del ataque  parece una mariposa a punto de perder sus alas.
Allí dentro todo es silencio. El Teide símbolo tinerfeño, ruge de repente y empieza a vomitar fuego como un inmenso dragón que despierta al ser molestado por intrusos. Miro por la pequeña ventana y veo un inmenso mar bravío, no veo más que agua, ya no existe ninguna isla, todas han desaparecido. Los pájaros habían dejado de volar en el cielo, ya no sonaban sus trinos, no tenían ramas donde posarse, tan solo un pedazo de tierra se podía divisar a lo lejos. El Teide, por su parte norte parece brillar como una inmensa plataforma de acero que despide destellos acrescentes que dañan mis ojos.
La nave empieza a dar vueltas a la montaña donde se encuentra El Teide. El avión  va deshaciéndose de sus alas transformándose en un moderno cohete hasta aterrizar en la rampa donde se encuentra la plataforma. Allí, plantado en medio de la rampa un hermoso drago -planta respetada por los Guanches, los primitivos pobladores de estas islas- despliega  sus ramas como tentáculos que abrazan  una silla regia. A su lado un enorme escudo desde donde se podían leer los ocho nombres de los reyes Guanches.
Ya han bajado todos de la nave y yo no me atrevo a bajar,  no puedo moverme del asiento, es todo tan confuso…
Se acerca un hombre a mí e insiste para que baje de la nave. Lo miro a la cara y en sus ojos veo algo muy familiar, eran los ojos verdes de mi esposo. Quedo ensimismada, perpleja, en esos momentos creo que mi vida pende de un débil hilo que está a punto de quebrarse. Con un ademan característico en él me indica que salga. En el cielo lucía una hermosa luna llena que ya no tenía montañas donde esconderse para dejar que  los enamorados se arrullasen, ahora estaba sola y se veía arrastrada a merced de las nubes que la vapuleaban con desgana en la brisa de la noche.
Piso la reluciente plataforma y siento en ese instante como todo mi ser se transforma. No soy la misma, me encuentro como si hubiera entrado en una fase de metamorfosis extraña, fuera del mundo real en el que yo vivía. Ahora soy, o quizás me siento, como un gran águila, poderosa, vigilante…
 Cuando me acerco a la silla regia siento mi cuerpo temblar. El mundo, mi mundo, había desaparecido y sólo subsistimos los que nos encontramos en esa plataforma. De repente una nube blanca como el algodón nos cubre y nos traslada a otro mundo.
Este mundo que parecíamos dejar atrás ahora ya era sólo para esos ambiciosos que entran en la política para medrar haciendo que la justicia no sea igual para todos. Los ciudadanos, en ese entramado de acontecimientos, son meros figurantes mudos, sin derechos a protestar. Pero yo, ¿qué hago en todo este movimiento, convertida en un ave? Mientras me lo pregunto, unas ondas llenas de energía, me transmiten que con mi imaginación podía elevarme hasta la estratosfera.
Aún así, y desde mi altura de águila veo asustada que en el mundo ya no había nada. Las ciudades se habían evaporado como un simple humo se pierde en el horizonte, ahora sólo reinaba la desolación. Ese mundo que los llamados poderosos tuvieron en sus manos, y en el que no supieron administrar unos bienes que,  sin razón creyeron eran suyos. Crearon una avaricia tan desmedida que cometieron el gran error de no pensar que el patrimonio de la humanidad era de todos, que nunca fue suyo. Ellos, con su desmedida ambición, no tuvieron en cuenta el precio que teníamos que pagar los demás.
Sobre la nube  blanca donde me encontraba, se podía ver como irrumpían las aguas feroces donde antes estaban ubicadas sus grandes mansiones. Ahora ya no eran esos hombres llamados los poderosos y triunfadores. Ya de nada les había servido el extorsionar al más débil. Ahora eran ellos los perjudicados y el mar bravío se encontraba repleto de yates, muebles lujosos, joyas, que ya nadie podría lucir. Sólo el inmenso y poderoso mar las balanceaba entre las turbulentas olas a la deriva sin encontrar donde ubicarlas. Ya no había bosques con árboles de ricas maderas porque se talaron sin piedad. Tampoco estaban las montañas erosionadas por las piquetas para arrancar de sus entrañas esos minerales llamados ”piedras preciosas” donde muchos niños perdieron su vida por arrancarlas y todo eso solo por embellecer lo que nunca será bello, como el amor al prójimo. Mi cuerpo tembló al pensar que literalmente el ser humano, él solo, puede transformar el mundo.
Como dijo Cicerón: Somos millones de hombres sobre la tierra los que conformamos un pueblo, y un sólo hombre puede destruirlo tan sólo con su estupidez.
Pero me gusta pensar que después de un día de niebla, la luz del sol vuelve  a brillar.

                                         





lunes, 19 de noviembre de 2012

Queridos lectores:
Con el final de "viajera de lugares salvajes" espero que os haya gustado el relato de Irene.
La próxima semana, otro relato de viajes, que se desarrolla en Tenerife, una de nuestras más bellas Islas Canarias.

La viajera de lugares salvajes (final)

Empecé a correr sin medida y me adentré en el bosque seguida por mi fiel caballo como si me persiguiera la mismísima muerte. En mi desenfreno, no percibí que un terremoto, hacía temblar la tierra. Mi caballo enloquecido enganchó sus bridas en un matorral y al verse atrapado, se encabritó e intentó soltarse dando coces. No muy lejos, los guijarros se precipitaban por la ladera de la montaña haciendo un tapón en la única vereda existente. El caballo relinchaba sin parar como si fuera una animación de circo. Recordé de nuevo que la misiva decía textualmente:
“Aunque te escondas bajo tierra te encontraré”.
No llevaba firma pero para mí,  la firma no tenía importancia, sabía de sobra de quien se trataba.
Cuando todo volvió a la normalidad, subí con mi caballo hasta la cima de una colina donde tuve que salvar toda clase de obstáculos. De repente, vi cómo unos aldeanos corrían aterrados y sin control hacia una vaguada que se encontraba al fondo de un enorme precipicio. Algo les tenía que haber asustado.
Miré al cielo y asombrada percibí como una enorme sombra tapaba mi cuerpo. No huían del terremoto, lo que les asustaba era un enorme reptil volador llamado Pterosauro. Asustada no supe que pensar ya que ese reptil se había extinguido hacía más de sesenta millones de años. Podría ser cierta la leyenda que contaba que aún se podían ver por algunos lugares, donde pasaban rasando en los poblados para llevarse todos los animales que se encontraban.
 Mi cámara captaba  todo lo que mis ojos veían y seguí mí camino. Una noche cuando intentaba dormir en una oquedad de la montaña junto a mi fiel compañero el insomnio me hizo mirar hacia fuera y atónita pude ver pasar a una bandada de pájaros que en su vuelo relucían como luciérnagas en la oscuridad de la noche.
Aquel mismo día tomé un transbordador de mercancías rumbo a Siberia sin mirar atrás. Era verano cuando llegué, pero el clima ya era húmedo y frío que casi me hizo perder la salud. Mientras mi cuerpo ardía por la fiebre soñaba que cien jinetes me atacaban blandiendo sus espadas, pero cuando estaban a punto de llegar a donde yo me encontraba, una enorme serpiente pitón aparecía en medio del camino, que  asustó a sus caballos e hizo rodar las monturas por la dura nieve del suelo. Así estuve cada noche soñando que me atacaban. Por causa de mi salud, conviví unos meses con los siberianos hasta que llegó mi recuperación. Allí aprendí que al entrar en las tiendas donde viven los nómadas, las mujeres debían dejar fuera un hilo de su ropa para indicar con ese gesto que dejaban en la puerta toda influencia diabólica. También aprendí a cabalgar por las laderas de las montañas sin causar avalanchas de nieve.
Una mañana, cuando cabalgaba por una escarpada montaña, me sobresaltó un enorme rugido. Era una avalancha de nieve que estoy segura no provoqué.  Se precipitaba  ladera abajo a unos metros de donde me encontraba y un alarido de auxilio me hizo volver la cabeza. Cuando llegué al sitio de donde provenía la voz, no había nadie y no dudé en buscar entre la nieve por si alguien se encontraba sepultado.
Pero de nuevo esa voz detrás de mí me hizo gritar de terror. Sin pensar en las consecuencias me volví y empujé con todas mis fuerzas al dueño de esa siniestra voz.
Lo cogí desprevenido y su cuerpo rodó tambaleándose sin control por la ladera. De repente, como algo prodigioso, se desplomó un alud de nieve encima de mi  perseguidor. La nieve había ejercido de juez.
Sin mirar atrás seguí mi camino embarcando de nuevo hacia un lugar más cálido, hasta la costa de Sudáfrica. Una vez allí y aún sin encontrar ser viviente, tuve que atravesar un río de apariencia tranquilo pero muy peligroso. Se estaba haciendo de noche, pero no podía quedarme en ese lugar, tenía que pasar a la otra orilla. Un viento silbante rasgó el silencio empujándome a cruzar, mientras las siluetas de los árboles se asemejaban a hombres suicidas indecisos, que en el contraluz de la luna creciente y amarilla se mecían como espectros.
 El terror, de nuevo intentaba apoderarse de mí y mi indecisión de pasar el río se basaba en aprovechar la marea baja, pues el mar se encontraba  cerca del río. Si cruzaba en ese momento, el agua con su poder podía tragarme como una aspiradora absorbe una mota de polvo. Después de unos momentos de dudas, al fin  decidí  y me adentré con el caballo.
 Pero el problema estaba siendo muy difícil de solucionar pues la marea estaba subiendo, y cuando estuviera alta, los tiburones podían llegar libremente hasta el río para devorar todo lo que encontraba en movimiento a su alrededor. Me veía  indefensa y confusa, mi cabeza necesitaba un minuto para pensar mientras la penumbra me acuciaba amenazadora.
Pero tenía que hacerlo aún a pesar del peligro que suponía atravesarlo con la marea baja,  era la única solución entonces y atravesé el río por el sitio en que aún se podía ver la profundidad. El paisaje era siniestro, la humedad del río tan próximo al mar hizo crear una niebla que cada minuto parecía espesarse más y más. Los remolinos de agua empezaron a surgir entre las patas del caballo, que asustado no podía ni relinchar. En la travesía caímos dos veces en la trampa de las traicioneras pocetas, de donde salimos ilesos de milagro. Una vez alcanzada la otra orilla, tuve que descansar.
Cuando exhausta por el esfuerzo me estaba quedando dormida, una agitación extraña se produjo en el agua. Pude  ver tres aletas de tiburón acercarse a la orilla con sigilo.
Mi caballo, al notar una presencia extraña, empezó a relinchar. El batir de las aguas lo había puesto nervioso. Reaccioné, y mi caballo y yo salimos de allí con tanta prisa que nos adentramos por el camino equivocado, un bosque donde las  ramas de los árboles se encontraban llenas de monos que al vernos empezaron a gritar enloquecidos.
Aquel ruido era insoportable y tuve que coger la fusta y dar golpes al aire mientras gritaba con más fuerza que ellos, para evitar que nos mordieran.
Me abracé a la grupa de mi fiel compañero, cerré los ojos y me dejé llevar.
Puede que muchas gentes piensen que en el mundo ya no hay muchas cosas por descubrir, pero el mundo está lleno de sitios y lugares donde no hay  carreteras pero donde, aún así,  la maldad acecha disfrazada con piel de cordero.

Irene había terminado y yo la miraba, mientras en sus dedos sostenía un cigarrillo que avivó con una bocanada que veló por un instante sus ojos claros.
Un periódico se arrugaba entre sus manos nerviosas.  En la contraportada, una escueta nota decía:
“Un hombre ha sido hallado en Siberia devorado por un oso,..”
¿Por un oso...?
Yo, no me lo creí.
 “…El hombre es de raza caucásica y después de la autopsia se puede decir que podría tener unos sesenta años, nadie ha reclamado el cadáver…”
Irene sonreía, mientras me decía:
- La verdad es que con un solo ejercicio mental de la imaginación se puede revivir pero también olvidar lo vivido.
Una suave calma la invadió después del relato, quedándose por unos minutos dormida. Soplaba una brisa agradable que la hizo sonreír y volver a la realidad.




lunes, 12 de noviembre de 2012

La viajera de lugares salvajes

Irene recibió como regalo de cumpleaños un bonito poni, y a sus cinco años, no podía imaginar que ése regalo le haría cambiar su vida. Cuando cumplió los veinte, supo que tenía que salir del hogar paterno inducida por las historias que su abuela, infatigable viajera, le había inculcado. Y convencida de que no le asustaban los peligros que el mundo le podía acechar emprendió su aventura.
Pero lo que nunca sospechó fue que el mayor peligro lo tenía muy cerca, tanto, como dentro de su casa. Un amigo de su padre llamado Federico, solía frecuentar su hogar. Su padre nunca le dio la importancia al hecho de que a su amigo le gustara tanto ir a su casa para leer los libros de su bien nutrida biblioteca.
La madre de Irene, mujer inteligente, notaba en Federico desde hacía algún tiempo una actitud algo extraña, pues cada día pasaba más tiempo en la casa. Un día en que Irene se sentía indispuesta, decidió no asistir a una de sus clases matinales en la facultad.
Su madre ignoraba que su hija se encontraba en la casa y decidió salir a pasear. Cuando bajaba las escaleras del piso superior a la planta baja, donde se encontraba la biblioteca, fue sorprendida por Federico, que al verla se abalanzó sobre ella mascullando palabras ininteligibles mientras intentaba besarla.
Cuando su madre forcejeaba con el hombre, Irene oyó el alboroto desde su habitación y salió apresurada, asomó cabeza por la barandilla de las escaleras, y vio horrorizada como su madre intentaba defenderse del ataque del “amigo” de su padre que la tenía fuertemente agarraba por el cuello con una mano y con la otra intentaba levantarle la falda.
Un grito de Irene, desde lo alto de las escaleras, hizo mirar al hombre, que sorprendido de verla soltó con gesto despreciativo a su madre mientras la miraba con ojos de búho. La madre, al verse libre de las ataduras a la que la tenía sometido el “amigo” de su esposo, cayó hacia atrás y se golpeo la cabeza con el duro borde de las escaleras.
Al instante, la madre de Irene perdió la vida.
Irene, ante la terrible escena, intentó correr pero sus piernas no le responden. Federico, al verse involucrado en la fatalidad de la muerte, la miraba mientras gritaba más que decía:
-         Nunca me hizo caso, se lo merecía, ha sido un accidente- intentaba convencerse a sí mismo.
Y dirigiéndose con voz imperativa a Irene le dijo:
-     Y tú nunca olvides que siempre te estaré vigilando, estés donde estés, hasta que consiga someterte a mis caprichos.
El mismo día que fue enterrada su madre salió de la ciudad con la idea de no volver a encontrarse a ese hombre.
 Y como era una experta amazona, eligió como forma de huir su caballo, porque su huida no iba a ser por carreteras asfaltadas, ni por ciudades con luces de neón. Ella solo quería estar lo más lejos posible de una civilización que había arruinado su vida.
En esos momentos una preocupación le martilleaba el cerebro y era su principal desasosiego: Estos criminales son egoístas y no se sienten mal cuando dañan a otros, manipulan sin pudor sus actos haciendo sentir a las victimas un terror inimaginable. Mientras, esperan que una justicia lenta los juzgue.
 Por eso pensó que tenía que explorar mundos diferentes en los que no existiera la maldad. Viajaría a pueblos remotos, estudiaría las culturas ancestrales olvidadas, visitaría lugares donde aún no se conocía la electricidad, porque en la mente de Irene, sólo estaba el olvidarse de este mundo “civilizado” que solo sabe de maldades. Con su fiel caballo, empezó a recorrer todos los sitios que hacía tiempo llevaba metidos en su cabeza.
 Desde ese momento y utilizando los medios de transportes adecuados para transportar a su caballo, atravesó desiertos, vadeó ríos peligrosos repletos de pulidos guijarros por las corrientes. Durmió en cuevas y  en los montes rodeada de ganado para que le dieran calor en las noches heladas. Mientras, en la oscuridad, escondidos entre la maleza, le acechaban los más terribles peligros.
Un día, al despertar después de haber dormido en una cueva, y cuando tímida asomaba la claridad del día, y la luna llena se resistía a desaparecer, entre las luces y las sombras del amanecer vio pasar entre los árboles una procesión de seres extraños.
¡Eran zombies! En su rostro, apareció una mueca de extraña simetría. Un golpe de viento, duro como la madera seca, la tumbó boca bajo mientras el terror le abrasaba las entrañas. Podía ser una pesadilla pensó, mientras se ponía a la grupa de su caballo para salir de allí como una exhalación.
Siguió cabalgando, con su montura y pudo llegar hasta sitios insospechados donde ningún vehículo de automoción pudo jamás llegar. Viajaba sin prisas por senderos que la llevaban a pueblos aislados de toda civilización. Pero un torrente de preguntas torturaban su mente y las escuchaba por las noches en esos silencios interminables, que tan solo eran rotos por el roce de los animales con la hojarasca.
Yo, Casilda un día coincidí con ella en un hotel de Gran Canaria. Habíamos sido compañeras de colegio y  yo me encontraba en la isla para asistir a unas conferencias sobre la fauna y flora autóctona de la isla.
Irene, al acercarse, me abrazó. Parecía encantada de volver a verme. Desde que dejamos el colegio, no habíamos vuelto a coincidir. Paseamos por la playa mientras recordábamos nuestra adolescencia. Y cuando el sol del medio día arreciaba, nos sentamos las dos bajo un parasol mientras la espuma de las olas lamía nuestros pies.
Después de unos minutos de charla insulsa, Irene empezó a contarme sus aventuras como exploradora ignorando que yo sabía  de todos sus viajes. Cuando la mire, vi en ella un cuerpo frágil que aún irradiaba energía. Estaba tal y como yo la recordaba, una mujer delgada pero  fuerte que ni el sol ni el viento de los caminos la hicieron desistir de su sueño, quedando las fatigas grabadas en su rostro y en sus manos huesudas, pero firmes que movía con elegancia a pesar de los años. También supe que aprendió de sus viajes que en la vida, lo superfluo no es nada comparado con la sencillez y la bondad. Por esa razón toda su aventura la hizo vestida de hombre para así evitar los peligros, no ambientales, sino humanos.
Yo la escuché con un profundo respeto:
- En un atardecer y cuando el sol iluminaba el campo inundándolo misteriosamente de un color intenso mandarina, cuando las sombras de los arbustos empiezan a alargarse, llegué a Papúa Nueva Guinea (el caballo se portaba bien en los transportes por mar) y nada más llegar, seguí, como siempre, por caminos polvorientos y acompañada de soledades. Cuando el agotamiento hizo mella en mi cuerpo abandonándome las fuerzas, a lo lejos divisé un poblado metido en la selva, donde al verme llegar y sin esfuerzos, me vi mezclada con las familias nativas que me acogieron como uno de ellos. En aquella ocasión tuve que vestirse de mujer para que el trato fuera más amable.
Allí, permanecí durante tres meses donde me enseñaron sus costumbres.
Hizo un paréntesis en su relato, mientras sus ojos claros se iluminaban.
Aquella noche hubo fuertes vientos cruzados que hicieron temblar la integridad de la choza. Por la mañana a la luz del alba me levanto, mis ojos aún no se habían acostumbrados a los rayos luminosos y cegadores que invadían el horizonte.
Salí de la choza y extrañada  vi que la hoguera no ha sido encendida. No había rastro de fuego y esto me intranquilizó. En el terrible silencio, un silencio pétreo, me pareció escuchar algo que se agitaba entre las luces y las sombras del amanecer, un papel en el suelo envuelto en una piedra. Para mi sorpresa era un hallazgo extraño en aquel remoto lugar y ello me puso más nerviosa aún de lo que estaba.  Lo cogí con recelo y leo la misiva, que estaba dirigida a mí.
Continuará...

lunes, 5 de noviembre de 2012

Queridos lectores:
Con el final de Sueños inquietantes y el microrelato Vivencias finalizo mi recopilación llamada "Relatos Miniatura II". La semana que viene podréis leer ya los últimos relatos registrados como "Relatos Miniatura III". Espero que os gusten.
Teresa.

Vivencias

Recuerdo cuando aún era pequeña que mi madre solía hacer dulces por Navidad, elaborando deliciosas roscas, que con su aroma inundaban la casa despertando nuestra gula. Mi madre, también hacía polvorones. Aquella tarde y después de terminar mi madre la deliciosa tarea de hornear los dulces y poner, como era costumbre cada año, la bandeja de estos dulces en lo alto del aparador del comedor, en un descuido de mi madre, mi hermano mayor, entró sigilosamente como un cazador furtivo en pos de su presa y yo, como siempre, detrás de él. Vi como se encaramaba encima de una silla y como si de un ciego se tratara, palpaba con la punta de sus dedos el techo del mueble hasta conseguir el motivo de su deseo. De repente, una ahogada respiración me sobresaltó, porque mi hermano, mi querido hermano, al intentar comerse el polvorón entero, empezó a cabecear con la boca abierta mientras su mirada tenía una fijeza casi fósil.
Mi madre, al oír mis gritos acudió presta y al ver lo que estaba sucediendo, lo solucionó con un simple vaso de agua.
Mi querido hermano no volvió a comer polvorones.

Sueños inquietantes (final)

Toma asiento en un banco de piedra enmohecido por el tiempo y un viento inoportuno empieza a soplar con fuerza acanalándose por las veredas haciéndole sentir que le cortaba la cara. En la más absoluta soledad de nuevo oyó los mismos pasos firmes que la hicieron cruzar el puente aterrada pensando que estaba siendo perseguida. Un sudor frío le recorrió el cuerpo al palpar con la mano en el bolsillo de su falda un ovillo que recordaba haber hilado en uno de sus sueños.
Aquel viento desapacible en unos minutos desencadena una terrible tormenta. Un rayo luminoso rasga la oscuridad del cielo cuando ante ella aparece, envejecido y enjuto, una persona que fue muy querida para ella. Era Dédalo, nieto de Mition descendiente del dios artesano Hefesto. Dédalo era el mejor arquitecto conocido, el primero que se atrevió a esculpir estatuas de madera, por esa razón el rey Mimos le pidió que le construyera un laberinto para encerrar al sanguinario Minotauro que tanto le molestaba.
Dédalo desde que aceptó el encargo buscó a Ariadna porque nadie mejor que ella lo podía inspirar a construir una obra tan importante. Ariadna que era hija de Minos se alió con él y entre los dos construyeron el laberinto más complicado y existente, tanto que todo aquel que osaba entrar jamás salía de él.
Pero Teseo, el gran amor de Ariadna, tenía una gran curiosidad por saber cómo era el laberinto, y para que Teseo pudiera calmar su curiosidad, Ariadna ideo la forma de entrar en él sin peligro de perderse. Explicó su teoría a Dédalo, que consistía en atar un extremo del hilo de un ovillo a una de las columnas de la entrada. Al llevar consigo el ovillo al caminar este se iba soltando poco a poco a través de su recorrido, para así obtener una guía que le permitiera encontrar la salida.
 Dédalo, a su vez, quiso obsequiar a su hijo Ícaro con unas alas que diseñó para que pudiera admirar el laberinto desde el cielo, no sin antes advertirle que no se podía acercar al sol pues las alas estaban pegadas con cera.
Una tarde de verano Ícaro quiso experimentar el regalo de su padre y voló en libertad por el cielo olvidándose del consejo que su padre le dio. Voló tan alto y se acerco tanto al sol, que la cera de las alas no pudo resistir el intenso calor y se derritió, cayendo al mar donde se ahogó. Allí, miles de partículas de estrellas plateadas que bajan cada noche a jugar con las olas, envolvieron su cuerpo.
Una hora después Adriana despertó de su ensoñación y se encontraba sentada en el porche de su jardín. Para ella no deja de ser revelador el porqué en estos momentos tan confusos que estaba viviendo pudiera pensar en situaciones tan difíciles de definir. No acababa de comprender el porqué todo parecía tener que ver con lo inexplicable, como el declive ético que cada día iba en aumento, sintiéndose cada vez más desilusionada con el mundo en el cual se encontraba, intuyendo no sabe qué y convencida que esa no era  la que le corresponde vivir.
Se sentía frustrada con todo lo que le rodeaba, y le hacía creer en algunos momentos que se encontraba al borde de un abismo insalvable, porque nadie sabía darle respuestas a sus dudas existenciales, que la amenazan con desequilibrarla.
Por eso no creía en el dicho que dice: Sólo se vive una vez. Porque con solo un ejercicio mental de su imaginación puede volver a revivir el pasado, con emociones, sensaciones y situaciones que cree muy difíciles de definir y comprender, porque todo tiene que ver con lo inexplicable donde a veces el espejismo nubla el raciocinio,  relacionando su vida con el retorno al pasado que solo a ella le pertenece.
Un viento frío y helador empezó a encrespar los arbustos del jardín que se agitaban presagiando tempestades que solo se desenvuelven en los paisajes más recónditos del corazón.
Una hora más tarde, el jardinero, hombre alto, enjuto, de ojos hinchados y labio partido que hacía entrever unos dientes flojos y ennegrecidos, al verla sentada inmóvil en la butaca, meneó la cabeza con benevolencia. Se dirigió al teléfono e hizo una llamada de emergencia.
Momentos después llegó la ambulancia que se llevó el cuerpo inerte de Adriana. El hombre solo supo decir: Adriana solo intentó reflexionar a lo largo de su vida, sobre su relación con el mundo y sobre su incierto futuro. Se hacía preguntas…
¿Qué he sido? ¿A que he venido y a donde voy?, ¿qué es nacer y qué renacer?
 Y cerrando la verja  aquel hombre alto que un día en la playa hizo sombra al sol mascullo satisfecho: Este jardín no necesita más cuidados.