lunes, 22 de octubre de 2012

Sueños inquietantes (1ª parte)

El principio de una identidad unida al pensamiento racional afirma que toda identidad es igual a sí misma.
Adriana se encontraba aquella mañana en la terraza de su casa, en soledad, una soledad que a veces la transportaba sin que ella lo deseara a sentir como se separaba la mente de su cuerpo. Llegaba a ser poseída por una fuerza extraña que se metía dentro de sus secretos mentales más hondos y que nadie, ni tan siquiera ella, era capaz de comprender.
Adriana, de mirada serena profunda y porte elegante, recordaba inconscientemente que una vez leyó una dedicatoria en un libro, una frase que le llamó la atención: “A todos los seres humanos de buena fe que dedicaron sus vidas a desvelar la espinosa y cruel verdad”.
El libro que reposaba en su regazo cayó al suelo sin haber tenido la oportunidad de haber sido abierto. A la vez, una hoja rebelde era sacudida por la brisa.
El ánimo de Adriana, desde hacía un tiempo, era depresivo a pesar de disfrutar esa mañana de un tiempo espléndido, donde solo una pequeña nube de suave algodón perturbaba el transparente cielo azul.
 Al atardecer salió a la terraza de nuevo, pero una fresca brisa enfrió el ambiente, haciendo que se  refugiara en el salón. Sentada ante la ventana, apuró un café caliente descafeinado de un trago mientras sus pensamientos se volvían turbulentos, alterando sus nervios cuando estos parecían querer hurgar en su pasado. Eran tan extraños que la llenaban de incertidumbre y en su cara asomaba un rictus amargo.
No quería recordar aquel pasado lejano donde había disfrutado de un esplendido amanecer en la isla de Creta. Se encontraba junto a su esposo para pasar su luna de miel atraídos por el símbolo del Hedonismo, doctrina filosófica que consideraba el placer como fin último deseable en la vida. Ese fue el motivo de elegir la isla del Minotauro. Eran un par de jóvenes enamorados.
Ella se encontraba tan feliz en esa isla junto a su esposo, que cada minuto que paseaba por la orilla de la playa creía poder alcanzar el cielo con la punta de sus dedos. La isla y su alrededor le parecían a Adriana tan familiar que le invitaba a la ensoñación, dejándose envolver en un aura mística cuando el aire se impregnaba de una música a ritmo de Sirtaki.
Aquel día y sin saber cómo, apareció ante ellos un hombre de alta estatura que le hacia sombra al sol. Su rostro estaba curtido por pasar infinitas horas en la playa. El hombre al acercarse les habló de una forma muy especial, pues se creía poseedor de un singular sentido de la vida y la muerte. Después desapareció en unos minutos y dejó a Adriana confusa.
A la hora crepuscular, Adriana y su esposo paseaban de nuevo por la playa, cuando Teodoro decide zambullirse en el mar. Ella observa desde la orilla como sumerge su atlético cuerpo entre las miles de partículas de estrellas plateadas que como cada noche bajan para jugar con las olas.
Adriana después de una hora de espera, empezó a notar su ausencia. Miró a su alrededor y por primera vez en su vida, sintió la soledad entre las sombras de un cielo que estriaba bandas anaranjadas que parecían respirar una belleza y paz que en esos momentos ella no sentía. Pero a pesar de su desasosiego, siguió mirando el horizonte buscando a su esposo y a lo lejos, y en la oscuridad de la noche, le pareció ver difuminada por la lejanía una enorme figura, que la asemejó al Minotauro.
Un escalofrío recorrió su cuerpo al ver como se adentraba en el verde y sinuoso laberinto, con la silueta erguida de triunfador, como la del animal que se siente satisfecho después de haber devorado a su presa.
Ante la visión, Adriana se confundió en el tiempo y corría enloquecida por la playa sospechando una tragedia. Se adentró en la bahía de Chania, y oteó de nuevo el horizonte, pero allí solo hay viejos desdentados repartidos por las puertas de los cafés, bebiendo licor y fumando, mientras sus cansados ojos se entretenían en avistar los barcos que llegan de Europa.
Siguió su carrera que ya era desenfrenada, quería gritar al mundo que el Minotauro estaba suelto peligrando la seguridad de los ciudadanos pero la garganta la tiene seca y no la deja omitir ningún sonido. Desorientada y con la mente confusa, remontó una de las callejuelas de Chania. Ya no era noche cerrada, en el horizonte asomaba la claridad de la Aurora, las ventanas de las casas del pueblo empezaban a abrirse mientras los pescadores ablandaban el pulpo recién pescado golpeándolo contra las rocas. Un campesino ignorante de su tragedia pasa por su lado cargado con una cesta repleta de tomates, pepinos y aceitunas.
Una mujer joven y obesa viste una blusa con generoso escote que apoyada en el quicio de la puerta bebe con descaro un trago de Raki de una botella.
Mientras, Adriana callejeaba sin rumbo fijo, sin saber que pasaba por su mente.
En su confusión recordó una frase que un día escuchó: “Si entiendes algo, eso te perderá”. Por esa razón ella ya no quería entender nada, ni tan siquiera quería saber dónde encontrar a su esposo, ahora solo se encontraba huyendo de un animal destructor que cree perseguirla. Más tarde llega a una plaza donde en un rótulo reza “plaza 1866”, fue lo único que pudo ver, pues la plaza se encontraba plagada de palomas que se encontraban por todas partes zureando con sus buches llenos, mientras se acercaban para picotear su cuerpo. Sintió un acoso insoportable y salió de la plaza precipitadamente con la sensación de ser observada. Casi sin mirar hacia atrás llegó a un paseo marítimo donde se encuentraban ante las ruinas Minóicas pero no se detiene para admirarlas, sigue caminando. Oye unas fuertes pisadas que parecen seguirla y atraviesa un puente que está parapetado por un fino espigón con faro, el pavimento es de madera vieja que cruje dolorida bajo la presión de sus pisadas.
En el faro creyó encontrar su salvación pero se encontraba desierto y abandonado. De repente, empieza a sentir un fuerte dolor de cabeza, está cansada. Aparece  ante ella el rotulo de un barrio llamado Kastillí y asciende hasta él. La cuesta se le hace fatigosa y  ya en la cima encuentra restos de casas desvencijadas por el paso del tiempo. Se adentra en un jardín que se encuentra solitario donde el silencio lo envuelve todo y  hace tétrico el paisaje y al filo de la decadencia, posee el hechizo de poder imaginar un pasado para ella lejano y tortuoso que sólo es perturbado por el ruido de las hojas secas que al chocar entre ellas impulsadas por el viento hacen que el lugar parezca una pesadilla.

continuará...

lunes, 15 de octubre de 2012

Siempre hay un culpable (final)

Era un halcón solitario, que al penetrar en el patio de la casa rozó la reja de mi ventana cuando entró planeando para posarse sobre el brocal del pozo.
Nadie más que yo vio al halcón escudriñar como un sabueso en su profunda oscuridad.
Cuando por la mañana los componentes de la expedición se agruparon en torno al pozo para coger el agua de su aseo, lo vi allí, parado, como el día en que mi marido desapareció. Aquel día, ese hombre se encontraba en medio del pasillo de la comisaría intentando encender un cigarrillo.
Ahora llevaba gafas con montura al aire y una toalla sobre los hombros. No dejé que me viera, y me metí en mi habitación para pensar cómo salir de lo que me parecía una encrucijada.
Aquel día puse una excusa para no acompañar a Carey a las excavaciones y me quedé sola en aquella fortaleza que se me antojaba una prisión. De repente sentí un fuerte olor a amoniaco, hacía tiempo que no tenía esa sensación, y mi cerebro tuvo una dolorosa regresión a mi pasado. Desde el día en que llegué al desierto los miedos volvieron a mí, los mismos que sentí en vida de mi marido y estos pensamientos me llegaron a paralizar las piernas.
Mientras alguien se movía por el laboratorio, envuelto en la oscura clandestinidad.
En unos minutos, la figura de Laura se perfilo cerca de mi ventana, me miró con una sonrisa que me pareció tan cortante como la punta de un agudo estilete.
¿Quien, era esa mujer?, me preguntaba desconcertada.
Un tumulto de gentes y voces me avisa que se había terminado la jornada en el campamento.
Uno de los muchachos más jóvenes del grupo se fotografiaba con un trozo de una antigua ánfora y una serpiente muerta enroscada al cuello.
Laura en silencio salió del patio y yo sin moverme la seguí con la vista mientras se dirigía a la sala de estar. Más tarde, con paso firme, me dirigí hacia la sala de estar y lo que vi y oí allí fue sorprendente.
Ellos eran los que habían tramado la desaparición de mi esposo y ella,  Laura, era la que enamoro a mi estúpido esposo con ficticias zalamerías de mujer astuta.
Y ahora veía con claridad como los dos, Carey y ella urdieron la trama para sonsacar a mi esposo todo aquello que a ellos les interesaba.
¿Pero, donde está encuentra mi esposo? ¿Qué es lo que quieren de mí? Un ligero mareo hizo que mi cuerpo se apoyara en la puerta que al chirrear quejumbrosa, llamó la atención de carey.  Volvió la cabeza y al verme, su voz sonó áspera y odiosa mientras decía:
- Siempre confié en que te llegaría el final sin saber la verdad.
No pude articular palabra, mi cuerpo se encontraba paralizado, solo mi corazón latía desenfrenado.
Una vez recuperé el control, me dirigí a Carey, y le miré a la cara fijamente. Tuve una repentina y tormentosa visión de lo sucedido en Londres. Me vi como una idiota al confiar en una amistad que solo perseguía un fin macabro, convencer a mi esposo para que le confiara los secretos de un paciente que después de arduos estudios descubrió donde se encontraba el primero de los edificios llamados Zigurat, donde se guardaron los primeros mandamientos escritos en tablillas de barro.
Y grité más que hablar.
-¿De qué te sorprendes Elisa?
-Tú me has traído aquí- le respondí-¿o es que piensas enterrarme en uno de tus famosos hoyos?, ¿o quizás lo que más te ha molestado es que no me creyeran culpable de la desaparición de mi esposo?
-Lo último que has dicho es completamente cierto -dijo Carey.
Pero yo indignada le contesté:
-Ignoras que antes de acudir a tu extraña llamada le hable de mi vida a varias personas con prestigio jurídico. Por cierto, muy conocidos por nosotros.
-¿Qué historia? - gritó con fiereza Carey.
Momentos después, el cuarto de estar, que era el punto de reunión, se lleno de alegre algarabía, algunos del grupo simulaban su optimismo, pues presagiaban que algo muy grave les amenazaba.
Salí de allí, inquieta y desolada, y me refugie en mi habitación. Aquella noche llovió como nunca. Cuando amaneció el sol era tan transparente que me cegaba, el campo tenia la frescura coloreada del arco iris.
Una mujer, llamo a mi puerta. Llevaba el rostro tatuado y el pelo teñido con henna. En voz baja me pidió que la siguiera. Antes de seguirla mire a mi alrededor y me sobresaltó el pensamiento de que algo se estaba tramando sobre mí. Pero yo nunca, nunca había sentido miedo, pero esto era diferente, no tenía salida, me encontraba en una encrucijada.
Cuando giré la mirada, el hombre de las gafas con montura al aire estaba frente a mí, nos quedamos mirándonos unos segundos, como si estuviéramos midiendo nuestra resistencia.
Mientras, Carey se encontraba en el laboratorio.  Estaba solo, y nadie sospecharía nunca lo que estaba haciendo.
Alguien desde una ventana llama a voz en grito a Carey. Un muchacho árabe que bajaba por las escaleras de la terraza contestó:
-Se encuentra en el laboratorio, yo lo he visto entrar.
A cada instante que pasaba la intranquilidad se apoderaba de mí por desconocer mi incierto destino. Subí como una autómata a un Buggy destartalado de color verde lechuga que parecía esperarme y cuando tomé asiento en la parte trasera del coche, sentado ante el volante, estaba de nuevo el hombre de gafas con montura al aire.
Me miró y de repente una terrible explosión se produjo en el laboratorio. Mi cuerpo tembló, sintiendo una terrible taquicardia.
- Gracias por su ayuda Eloísa.
Yo lo mire como cuando se mira algo inesperado y dije:
- ¿De qué me habla?
-Sin su ayuda nunca hubiéramos cogido al traficante más buscado de objetos milenarios, como las tablillas en escrituras sumerias, cuyos signos ya por si solos representan un valor fonético indescriptible para la humanidad.
 El silencio se apodero de mí.
- Y además, quiero que sepa que el Dr. Carey es también el asesino de su esposo, cuyo cuerpo ha sido hallado oculto en el pozo de la fortaleza. Todo ha salido a la perfección, gracias a su audacia y valentía.
Más tarde, ya en Londres:
- Creo- dijo el comisario de policía- que el nombre de Eloísa debe quedar en los anales de la historia como una de las mujeres más intrépidas y valientes, que contó su vida en una carta sin destinatario.

lunes, 8 de octubre de 2012

Siempre hay un culpable (1ª parte)

En una reunión de periodistas, y cuando disfrutaba de uno de los descansos habituales, oí que en uno de los grupos se hablaba de una mujer llamada Elisa que viajó por medio mundo. Puse toda mi atención, y escuché una historia que confieso me fascinó. Y poco tiempo después busqué en las hemerotecas, encontrándola entre las mujeres viajeras más intrépidas del siglo XIX.
Elisa vivió una vida plena de disfrute, sacando de ella todo el jugo que le fue posible, hasta llegar a convertir el infortunio en algo provechoso. En una época difícil de su vida, y sumida en plena crisis existencial, se dedicó a hacer diversos viajes por tierras lejanas.
Cuando decidió dar por terminado el que fuera su último viaje, en la habitación del Hotel Tigris de Bagdad y mientras esperaba que recogieran su equipaje para regresar a Londres, Elisa escribe una carta. Su pluma corre veloz por el blanco papel.
Días después se encuentra de nuevo en su casa de Londres, en la calle Oxford Street y mira abstraída por su ventana el ir y venir de los atareados transeúntes que hacen sus compras por el centro comercial que siempre fue el más concurrido de la capital. Con la cabeza llena de recuerdos, se sienta ante su escritorio y se dispone a escribir una carta dirigida a una amiga imaginaria.
Querida amiga:
Mi vida cambio cuando mi esposo, un célebre psiquiatra, sin motivo aparente, me abandonó por una paciente rica y trastornada. Desapareció días después misteriosamente y recayeron sobre mí todas las sospechas de la policía.
 Como el cadáver, después de numerosas pesquisas, no aparecía, yo seguía vigilada por la policía a pesar de ser inocente. Un buen día, decidí dar a mi vida un giro de ciento ochenta grados para así poder realizar mis más profundos sueños y emprendí en solitario mil y unas aventuras. Quedé tan atrapada por ellas que llegué a olvidar mí verdadero motivo de  huida.
En el errar por el mundo, en una ocasión y para mi sorpresa, fui invitada por un arqueólogo, amigo de mi esposo a visitar las excavaciones que estaba realizando en Irak.
No entendí en esos momentos el interés que despertó en mí el visitar una excavación en un sitio lejano y enigmático como Irak, pero como era un reto más, acepté sin reparos.
Cuando llegue a Irak, y mientras esperaba ser recogida por mi anfitrión, recorrí con la vista las dos orillas del Río Tigris, pero ni su belleza mística consiguió apaciguar mi corazón que se consumía en mis propios enfrentamientos internos.
Un hombre vestido de árabe, se acercó a mí y pronunciando mi nombre en un pésimo inglés, me pidió que le siguiera. Mientras recoge mi equipaje se identifica como el asistente de Mr. Carey y su mirada me resulta desagradable y acerada. Llevaba una barba tan extraña que le colgaba como si fueran mocos. Y me sentí por primera vez desde que salí de Londres como se apoderaba de mí un extraño sentimiento de consternación.
Lo miré a la cara y a modo de saludo le dije:
-Mr. Carey ha sido muy amable al mandar que me recogiera - y mi voz sonó hueca de desolación.
Salimos de la ciudad y cuando llevábamos rodado unos cien kilómetros, nos desviamos de la carretera para seguir por un camino de tierra llena de baches y rodadas de camiones.  Cuando el viaje se estaba haciendo insoportable por el polvo y el calor, el árabe me indica un montículo bastante elevado, hacia donde nos dirigíamos y que  estaba situado a la orilla de un río de escaso caudal. Yo distinguí a lo lejos unos puntitos negros que se movían en fila como si fueran hormigas, eran los obreros de las excavaciones.
El conductor, siempre en silencio, dobló una esquina poblada de palmeras, después de un largo tramo del camino, pasamos por una estrecha vereda, aparcando el vehículo en un oculto ensanche del camino.  Nos apeamos y dejamos el vehículo atrás teniendo que subir un trecho donde el polvo hacia dificultosa la respiración. Cuando alcé la vista divisé en lo más alto una construcción de adobe protegida por un muro. Me pareció una pequeña fortificación medieval.
Una vez dentro, en el centro de la edificación había un patio rectangular donde todas las habitaciones tenían acceso. De una esquina arrancaba una estrecha escalera encalada, sin protección, que daba paso a la azotea desde donde se podía observar a los trabajadores del campo de excavaciones.
Estaba mirando todo con curiosidad, cuando a mis espaldas oí  a alguien hablar en mi idioma:
- ¡Hola, hola! -exclamó Carey.
Volví la cara y estaba allí como un iluminado con su entorno difuminado por el intenso resplandor del sol del medio día.
- Perdona-dijo Carey-no pude ir a buscarte, surgió algo importante a última hora.        Y cogiéndome del brazo, hizo que me sintiera como una marioneta desvencijada.
Un hombre detrás de Carey, me miraba como si fuera una aparición, iba vestido con un mono blanco cubierto de polvo, su rostro estaba bronceado, sus ojos negros brillaban como dos luceros.
Tendiéndome su mano, se presenta. Era el Dr. Louse y al estrecharla sentí su mirada transparente que duró apenas un instante pero que me estremeció.
Hasta que llegó la hora de la cena todo lo que veía a mí alrededor me pareció tan grotesco que creí estar de espectadora en una enredosa obra de teatro.
Al anochecer nos fuimos todos a la casa que la Fundación Mesopotamia (y de la cual participaba ampliamente mi marido) ponía a disposición de los arqueólogos y científicos que allí se encontraban. Estaba a escasos 2 kilómetros de las excavaciones.
Ya era la hora de la cena y cuando todos los componentes de la expedición entraron al comedor me parecieron figurantes, como en el teatro, cada uno parecía tener su papel asignado hablando solo de sus logros conseguidos. Ya en los postres, la puerta se abrió y apareció como una diosa una mujer de aspecto desenvuelto y sus ojos como dos punzones se clavaron en mí. En un momento vi como se abrían con asombro y su rostro se revestía de un vivo desconcierto.
Acercó la silla a la mesa, y a modo de presentación, desde el otro extremo se dirigió a mí y alzando la voz más de la cuenta dijo:
- ¿Ya has llegado?, soy Laura, la experta en lengua hebrea.
¿…?
Cenó en silencio y salió la primera del comedor.
Yo no entendía, no llegaba a comprender que hacía yo entre esa gente.
Después de un rato de tertulia, de la cual desconocía su contenido, me disculpé y me retiré a mi habitación. A solas me sentí de nuevo asaltada por una agitación muy diferente.
Debían ser las tres de la madrugada, y padecía un sueño ligero igual que el que dicen tienen las enfermeras. Como no podía dormir, me senté al borde de la cama pero me sobresaltó un fuerte aleteo cerca de mi ventana.

Continuará...