jueves, 19 de julio de 2012

La coleccionista de arte

Casi toda la vida de Magdalena Contreras se prestó a ser envuelta por la luz de su leyenda. Era una mujer joven, rica y atractiva, enamorada  coleccionista del arte hindú. Aunque su residencia la tenía en la ciudad de Cáceres, ella frecuentaba los más altos y exquisitos ambientes de Madrid, siendo siempre una importante invitada en las recepciones ofrecidas  por la embajada de la India en España. En una de estas reuniones, al pasar por un grupo de caballeros oyó que preparaban una  expedición por las Indias Orientales. Magdalena escuchó hasta el final de la conversación disimulando mirar unos de los cuadros colgados en la pared que estaba junto a ellos. Mientras, se entusiasmaba con la idea de poder ir a la tierra que siempre la fascinó.
Y puso inmediatamente en movimiento el mecanismo de amistades influyentes  para poder ser incluida en la expedición. Poco tiempo después, complacida, recibe la carta de admisión en la expedición. Y en apenas dos semanas emprendió el viaje que resulto  a pesar de sus dudas, placentero y lleno de anécdotas agradables por los compañeros de la expedición.
Emprendió un viaje en tren entre numerosas tormentas de primavera. Los rayos hacían que se iluminase el vagón una y otra vez. Abundantes gotas de agua se deslizaban por los cristales de las ventanillas en precipitado tropel, haciendo un velo semejante a una tela de araña distorsionando el paisaje.
Días después llegan al estado de Maharashtra. Al día siguiente de su llegada y para su sorpresa el conserje del hotel le entregó en mano un sobre que contenía una invitación para asistir a una cacería de tigres.  Ella no era partidaria de ese mal llamado deporte pero aceptó para así poder escudriñar de cerca los lugares que para ella tanto misterio guardaban en sus entrañas.
Al amanecer, la expedición se dirigió a Ajanta en el distrito de Aurangabad, localidad célebre mundialmente por sus grutas artificiales, pintadas y esculpidas por el culto budista.
 En la cacería hace amistad con un joven porteador. Magdalena le cuenta sus inquietudes por saber los misterios de esa tierra, y con astucia lo  sobornó para que la apartase de la partida sin ser vista y así poder recorrer los parajes más pintorescos de la región. El muchacho complacido acepta la propina y una vez solos se dirigen a un lugar donde desde un promontorio se podía divisar una amplia garganta en forma de herradura.
Después de caminar  un largo trecho, cansada, decide descansar, pero al apartar con sus manos unas ramas que tapaban una pequeña roca para sentarse, de repente ve que tras unos matorrales había una gigantesca estatua de Buda, tallada en un gran risco que parecía mirarla fijamente con sus grandes ojos de color topacio que parecían sorprendidos al verse descubierto. Las manos del Buda empezaron a moverse con el gesto de estar impartiendo una muda bendición.
Impresionada, llamó al muchacho pero éste no la escuchó. Un gran tigre de Bengala se encontraba vigilante en lo alto del promontorio y la miraba fijamente mientras un color inundaba el espacio, un azul denso, resplandeciente, rutilante,  que hacía empequeñecer el cielo de la mañana.
En el silencio se oyó un disparo dirigido al tigre que al errar hizo huir a la fiera. La intensa  emoción que sintió Magdalena hizo que su pecho se inflamara por la agitación de su respiración.
De nuevo llama al muchacho con voz trémula y acude ente ella disculpándose por no haber podido abatir al animal y protegerla. Recuperada de las emociones, observa que junto al Buda había parcialmente tapada  una oscura entrada que penetraba en las entrañas de la montaña.
 Magdalena ayudada por el muchacho, aparta las ramas secas de la entrada de la cueva y entran con sumo cuidado,  Los primeros pasos son por un lecho de hojas secas que crujían a cada paso que daban. Dos antorchas ancladas en la pared parecen esperar que las enciendan. Una vez encendidas proyectaban en la oscuridad un trémulo resplandor rojizo.
Caminan unos cuantos metros y  el estrecho pasillo se ensancha, el tronco de un árbol carcomido les impide el paso hacia la amplia estancia que aparece ante ellos. Todo era tan bello y a la vez tan extraño que los dos vibraron de emoción.
Abigarrados frisos  de personajes se mostraban en la pared, radiantes de belleza. Deslumbrados, admiran dos inmensos elefantes que esculpidos en la roca en posición de alerta flanqueaban la fachada. Un asombroso júbilo apareció en la cara de Magdalena, había encontrado un tesoro oculto. Se adentran y ante sus ojos aparece un océano de columnas que hacían de pasillo hacia un altar donde solemne. Sentado, estaba representado un Buda.
Las paredes pintadas contaban episodios de la vida de Buda y de sus ”játakas” o reencarnaciones. También quietos, estáticos, estaban los llamados ”compasivos” o ”bobhisattvas”, que son los que alcanzan la iluminación. Esculpidas en el suelo, figuras de “apsaras” o bailarinas celestiales que con el movimiento de sus cuerpos parecían querer alcanzar el cielo. En la contemplación de tanta belleza a Magdalena  le invadió una suave calma.
Las columnas también  se mostraban pintadas con figuras de gran realismo y riqueza cromática, todas ellas expresaban una espiritualidad destinada a despertar la devoción de todo aquel que lo contemplaba. De repente, de las columnas empezaron a desprender luces blancas como estrellas de plata que quedaron eclipsadas ante la iluminación que empezó a irradiar de la figura de Buda, de un azul intenso cristalino, perfecto, como un cielo iluminado que se difundía por toda  la estancia. El joven ante tanta manifestación de luces se trastornó y dando alaridos llenos de pavor, salió de la cueva desapareciendo.
Magdalena confusa, no conocía, ni siquiera recordaba el haber alcanzado semejante grado de percepción, porque dudaba si lo que estaba viviendo era real o simplemente se había convertido en una sustancia pensante, inmaterial. Se sentía en esos momentos suspendida en el vacío de un vasto universo.
Asustada sale precipitadamente del Santuario llamando a gritos al muchacho, pero el joven no está, se encontraba sola, perdida ante un impresionante paisaje boscoso. Desorientada, caminó sin rumbo. El terror empezaba a dominarla porque pronto la noche tendería su manto negro. De repente, creyó escuchar un torrente, tenía que tener cuidado, estaba anocheciendo y cerca de los torrentes siempre  suele haber un considerable desnivel de terreno. El murmullo del agua estaba cada vez más cerca y a unos metros ante ella aparecen unas cuantas cascadas, que el agua, en su caída, se difumina proyectando miles de maravillosos colores.
Abajo y desde el valle, apenas logra ver los contornos irregulares de una superficie rugosa y de color gris- Asombrada  ve que sobre las abruptas paredes de la hondonada hay grutas escalonadas que se entrecruzan partiendo desde el fondo de la roca.
Con la voz quebrada por la emoción de pensar que las cuevas podían estar habitadas, llama una y otra vez,  pero nadie se asoma a la balconada que atraviesa  la roca de lado a lado.
Decide subir en algún sitio  porque tenía que pasar la noche. De repente, una esperanza renació en ella.
 ¡Tenía que haber algún habitante!
¿Y si no hay nadie?, se preguntaba para darse ánimos. Mientras, pensaba en la posibilidad de que alguien tenía que haber que la ayudara. Dentro de la cueva una figura de hombre, se  movía sigilosamente. Llena de terror, al saber que se encontraba sola, escaló la pared por unos peldaños esculpidos en la roca, mientras era bañada por el vapor que desprendían las cascadas, y la neblina la envolvía en el ascenso.
Al entrar en una de las cuevas, todo era oscuridad, por un extraño ventanuco entraba un foco de claridad lunar. Afuera un paisaje sobrecogedor hace sonreír a la luna. Allí todo es silencio solo roto por el ruido del agua al precipitarse al vacío. Entra en una estancia  y esta le parece como una sala de reuniones, en las paredes esculpidas hay dos hileras de escaleras, el zócalo está pintado con figuras adorando a Buda.
Magdalena, sale de la gran sala para adentrarse por un estrecho corredor donde tiene la esperanza de encontrar a alguien, observa las paredes están llenas de huecos o nichos escavados en la roca, de nuevo da  voces para consolarse,  pero está sola nadie la oye. Decide pasar la noche en una de las oquedades del siniestro pasillo, el ruido del agua  de las cascadas al caer, no la deja dormir ni descansar.
 Un rumor de voces coordinadas la alerta, ¿había habitantes?
Corre hacia el ventanuco que había visto en la sala que ella llamo de reuniones. La noche y el horror que sentía habían caído sobre ella, el crepitar de la madera carcomida al paso de la comitiva, una  hilera de antorchas que acompañados de cánticos litúrgicos caminaban por el tétrico corredor que comunicaba las cuevas de la fachada. Todos se dirigen hacia la sala  donde ella se encontraba. Aterrada se mete de nuevo en una oquedad del pasillo.
Cuando la comitiva se acerca de donde ella se encuentra,  agazapada y amparada por la oscuridad, se da cuenta  de que son incorpóreos, la cabeza la tenían rapada, los párpados entornados sobre las hundidas órbitas, y sus cuerpos flotaban embutidos en mantos harapientos de color azafrán.
Durante unos instantes creyó  ser vista porque,  por unos minutos permanecieron inmóviles parpadeando como si fueran grandes pájaros nocturnos deslumbrados por la luz del día.
La magia que vivió en esos momentos hizo que le embargara una fuerza que la hizo trascender a las leyes de la naturaleza y del entendimiento humano. Aterrorizada, permaneció encogida como una niña asustada y con el corazón apunto de salírsele por la boca, sin ni siquiera atreverse a respirar.
No podía llorar, el miedo que sentía era visceral, tan potente como no lo había sentido nunca, ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Quiénes  eran esos extraños seres musitando salmos religiosos por los pasillos?
Tenía que salir de su escondrijo como fuera, aunque fuera reptando como una serpiente hasta las escaleras del acantilado, antes que de dieran cuenta de su presencia. De pronto una mano enorme se posó en su hombro, sintiendo como la garganta se le estrangulaba del pavor que sintió perdiendo el sentido.
Nunca supo de quién fue esa mano, pero minutos después, un grito de agonía retumbó en el acantilado, mientras un hombre caía al vacío. Los monjes en esos momentos cambiaron los salmos por cánticos de gloria.
 Fuera y con el murmullo de las cascadas los rastreadores que vieron caer al hombre, la llamaron de nuevo pero ella ya no podía oír se había desmayado,  la procesión de los monjes se había parado ante ella, entre ellos estaba el tigre de Bengala, como un líder militar.
Por la mañana, al despertar, se encuentra en el hotel donde estaba hospedada. A su lado un médico le sonrió, quedando abrumada por las emociones contradictorias, como si cada parte de su cuerpo y de su mente hubiera quedado fundida en la imagen que le había quedado grabada de ese lugar, llenando el vacío con absoluta naturalidad.
En su mano, un pequeño Buda se aferraba a ella. Días más tarde y ya en su finca a diez kilómetros de Cáceres, desde un promontorio donde tiene ubicada su casa, recuerda lo que vivió, saboreando el espectáculo de ver planear una magnifica ave rapaz por el espeso bosque que rodea su casa.
Escribió sus memorias, unas memorias que muchos creyeron que fueron fantasías  de una mujer que se creía una iluminada. Pero en la vitrina de su salón y entre su colección de arte hindú, destacaba una sola pieza  que por sí sola resplandecía sobre las demás.
Era un pequeño Buda que parecía sonreír.                  

jueves, 12 de julio de 2012

El mito de Gilgamesh

Uruk, fue una antigua ciudad de Mesopotamia, situada al lado del río Éufrates, denominada Ereh (actual Irak). Esta ciudad era considerada la más antigua del mundo y donde fue el comienzo de la vida urbana.
Por aquel tiempo, la ciudadanía se encontraba revuelta, y desde hacía  un año se reunían a orillas del río Éufrates, bajo el cielo estrellado en la estación primaveral, para contar leyendas sobre un rey que no fue querido por sus súbditos.
El pueblo de Uruk se sentía, en esos momentos oprimido y maltratado por el pésimo gobierno de su rey. Un día de calor insoportable, caldeó los ánimos del pueblo que cansado de tanto totalitarismo y cargados de la amarga sensación de impotencia, en una de esas reuniones, y por unanimidad, deciden pedir ayuda a los dioses.
La petición la hicieron con tanto fervor que los dioses, compasivos, le enviaron a un personaje llamado Enkidu, para que luchara contra el tirano Gilgamesh y lo venciera para hacer feliz a su pueblo. Desde ese momento todos esperaban con ansiedad a este personaje que se convirtió en la esperanza de Uruk.
En un amanecer, y después de una noche de insomnio,  el rey se asoma  a su ventana. Cuando el sol aparecía tímido en el horizonte, vio a lo lejos a un jinete acercarse  a la robusta puerta de entrada a Uruk. En su cara el extranjero lucía una fina red de arrugas producto de duras cabalgadas por recorridos sinuosos y de hacer diferentes servicios para los dioses.
El rey al ver al guerrero, monta su caballo para ir a su encuentro y los dos se encuentran frente a frente. Enkidu le cuenta al rey su misión y después del relato, el rey, indignado, lo lleva con engaños hacia un llano cerca del río, donde pretende ahogarlo.
Comenzó una gran lucha entre los dos que se hizo interminable al ser muy igualada. Cuando el agotamiento de los dos hombres se hizo notable y el coraje que sentían no les permitía aceptar a ninguno su derrota, decidieron ser amigos para poder realizar sus más íntimos deseos, que era conseguir la inmortalidad de los dioses.
Planearon un viaje de aventuras y cuando cabalgaban entre las sombras  y sorteaban los troncos de los altos álamos, una lluvia, empezó a caer sobre ellos mientras avanzaban por sinuosos caminos rodeados de precipicios, cuyo único acceso para seguir caminando era un serpenteante sendero. Enkidu detiene su caballo, un ruido extraño entra por sus oídos, seguido de una suave calma que precede a un silbido agudo, este parecía cortarse con el filo de una daga, era penetrante, casi insoportable, mientras la maleza se estremecía.
Gilgamesh, mira con recelo de donde proviene  el ruido. De repente ante la visión sus ojos  parecen querer salirse de sus órbitas, frente a ellos, aparece un enorme cuerpo gigantesco con cabeza de serpiente, que intenta lamerlos con su lengua bífida. Enkidu queda petrificado. Ninguno de los dos creían en el poder del destino, ni siquiera aquel día en que decidieron salir juntos para recorrer su aventura, Enkidu, al mirar cómo se mecían las copas de los árboles que al rozar  sus hojas hacían resonar en el silencio un murmullo de espectros, en su cuerpo tembloroso, sintió una energía misteriosa y una visión, que le hizo ver como se movía el universo e intuir que a su alrededor se podía estar urdiendo acontecimientos que podían determinar el futuro de Uruk. Notó  que en aquel momento los duendes  del infortunio se estaban confabulando para colocarles un obstáculo infranqueable, sus ojos se hundieron haciendo brillar sus transparentes pupilas.
¡El pueblo se encontraba solo y en peligro!
 Cuando reaccionan, Gilgamesh, saca su daga del cinto y Enkidu lo imita. Empezando los tres una lucha encarnizada, pero cuando estaban a punto de ser abatidos por el monstruo, un golpe certero de Gilgamesh en uno de los ojos del animal, le hace retroceder unos pasos  haciéndolo caer por  el precipicio de un profundo  acantilado. En esos momentos aparece ante ellos una enorme águila que con sus alas desplegadas, tapa la poca claridad que penetraba en el bosque y ven con asombro como hace un giro en su rumbo y  con la velocidad de un rayo persigue en la caída libre al gigante por el acantilado, picándole el otro ojo y dejándole vacía la cuenca. Los dos guerreros se miran y sus ojos parecían salpicados de negros presagios, mientras emprenden la huida, consternados y temblorosos.
Sedientos, se acercan a un estrecho regato donde fluía el agua apacible. Cuando sus cabezas se inclinaron para beber, ven atónitos en el espejo del río flotar un ojo enorme, sanguinolento, que clava su siniestra mirada en ellos. Las hierbas de la ribera bajo su turbia mirada empezaron a crecer hasta ocultar el río y sobrepasar sus cabezas, los caballos asustados empezaron a relinchar hasta quedar libre de las ataduras, empezando a galopar sin control.
Los dos en medio de la maleza sienten como sus corazones se aceleran a la velocidad del sonido. Algo en ellos se les escapaba a la capacidad de entendimiento, Enkidu cierra los ojos y así estuvo mucho tiempo, necesitaba pensar en lo que había visto. Poco después y mientras caminan aparece ante ellos un escarpado sendero donde no se ve la salida.
De repente a lo lejos se oye un eco de risas que invaden el extraño silencio del bosque, una siniestra mariposa negra aletea maléfica a su alrededor. En esos momentos algo extraño le estaba pasando a la horripilante mariposa, pues empezó en ella una metamorfosis que lentamente la iba transformando, sus ojos se acrecentaron… Gilgamesh, siente como su cuerpo tiembla ante la visión, se encuentra aterrado. Las risas que se oyen a lo lejos se acercaban cada vez más y de pronto aparecen dos niñas hermosas, de belleza incomparable con piernas de cabra y voz melodiosa que parecen querer parar el universo. Enkidu mira a las jóvenes niñas y se siente enamorado, les canta un poema que le sale del alma: “Niñas, con vuestra hermosura hacéis arder las lágrimas de mis ojos de ámbar,  haciéndome respirar el fresco incienso  en mi tortuoso olfato, elevando el alma de el que os ama hasta el infinito. Venid, acercaos, os esperamos con arrobo”.
Las jóvenes cantarinas se abrazan en esos momentos transformándose en un enorme pulpo con un ojo en cada tentáculo con en el que intentan atrapar a los guerreros. Gilgamesh, ante la situación sobrecogedora, recuerda que su cinturón es de latón dorado y lo dirige hacia un tenue y escuálido rayo de sol que se encontraba rezagado  en el ocaso, el cual,  al reflejarse en el metal hizo deslumbrar a las arpías. Al instante, cayeron cegadas por el rayo de luz a un pozo de aguas cenagosas de donde tardaron en salir, dándoles tiempo a los dos guerreros a huir  de la encrucijada en el que los habían metido.
Entre tanto, el pueblo de Uruk en la ausencia de Gilgamesh era protegido por la diosa Inanna que cuidó de la ciudad. Cuando los dos amigos caminaban por el bosque  entre la  niebla, la falta de luz daba al bosque un aspecto turbador y siniestro. Ven como  una criatura cubierta con una espesa capa de pelo se mueve entre los árboles y camina sobre sus dos patas largas, huesudas, que remataban en pezuñas redondas como si fueran dos grandes plataformas. Las hojas de los árboles, con el viento, al rozarse con la criatura aullaban como gatas en celo.
 Entonces deciden volver. No estaban satisfechos de las aventuras que habían vivido.
Y cuando llegan a Uruk, la diosa Inanna que había cuidado con celo la ciudad, le declara su amor  a Gilgamesh por considerarlo un héroe. Pero él la rechaza y provoca la ira de la diosa que en venganza le envía al Toro de las tempestades para destruir a los dos amigos y a la ciudad entera.
Gilgamesh y Enkidu después de una encarnizada lucha, matan al toro, pero los dioses se enfurecieron más y castigaron a Enkidu  con la muerte.
Gilgamesh, ante la muerte de su amigo, recurre a un sabio llamado Utnapishtim, un sumerio que junto a su esposa y por la gracia de los dioses goza de inmortalidad. Gilgamesh, le pide que le otorgue la vida eterna que hace tiempo buscaba. Utnapishtim, le contesta que el otorgamiento de la inmortalidad a un humano es un evento único que no volverá a repetirse desde el Diluvio Universal. Como consuelo de su viaje frustrado, el sabio le dice donde encontrar una planta que le devuelva la juventud (más no la vida eterna). Dicha planta se encuentra en lo más profundo del mar.
El guerrero, entusiasmado, decide ir en su busca y efectivamente, la encuentra  después de luchar con innumerables animales marinos. Pero de regreso a su pueblo decide tomarse un baño para refrescarse en un río de aguas transparentes,  afluente del Éufrates. Deja la planta en la orilla y una sigilosa serpiente se la roba. El héroe llega a la ciudad extenuado por el esfuerzo y triste por haber cometido tan grave error, no se perdona el haber abandonado la planta milagrosa en la orilla del río y desilusionado, días después, muere.
Desde ese mismo día de su muerte, Gilgamesh, mora en el templo de Eanna, buscando desesperadamente las tablillas de la inmortalidad entre las hornacinas del Zigurat donde se dice que están escritos los más hondos secretos de la vida. Inanna movía las tablillas  con sumo cuidado, al ser estas muy frágiles, ya que no se cocían, solo se secaban al sol. Así Gilgamesh siguió viviendo hasta el infinito, pero de otra manera y desde entonces se encuentra  en un mundo cósmico que es el nos acoge a  todo el Orbe.
Mientras, la caprichosa diosa Inanna adornaba su templo con conos de colores hechos de arcilla que recreaban motivos geométricos, para olvidar a su amado. Desde la cercana montaña se podía ver el templo impresionante, que rodeado por una capa de estuco y levantado sobre una sólida plataforma de adobe resultaba de una belleza tan singular, que llamo al templo zigurat.
Inanna, desde el día que fue rechazada por Gilgamesh, se encerró en su templo y nunca más volvió a salir de él.
Así se cuenta que la figura del héroe representa la  de un personaje que emprendió un camino  y que  a través de su recorrido, aprendió que el verdadero sentido de la vida no es el alcanzar la inmortalidad, sino entender que no estamos solos en el mundo, que para superarnos debemos caminar todos junto y así vernos complementados con los errores y los aciertos.
Y se cuenta que  las gentes de Uruk  lo llegaron a amar y lloraron amargamente al valiente héroe que había viajado a los confines del mundo, llegando a ser divino al cobijar en su mano la planta de la inmortalidad. La historia lo convirtió en el triste soberano de su nuevo reino del Más Allá.



domingo, 1 de julio de 2012

EL MISTERIO DEL DESIERTO

Un rayo de luz atravesaba las cortinas de la ventana, el reloj señalaba las siete de la tarde. El atardecer del otoño cacereño había despertado en mi imaginación un montón de desenfrenadas ilusiones.
Después meditarlo y de mucho pensar decidí embarcarme en la aventura, que más tarde llamaría “de mi vida”. Un mes después, me adentraba en el corazón del desierto de Siria, vestido con ropa de árabe. La ruta que me tracé no llegué a realizarla al desviarme para seguir la ruta de las caravanas que atravesaban el desierto de Sinaí, siempre acompañado por mi guía beduino.
 Recuerdo el día en que lo conocí. Se encontraba en su cabaña sentado en su camastro cuando fui a contratarlo para atravesar el desierto montañoso de Wadi Araba,  parecía estar inmerso en una suerte de trance, cabeceaba repetidas veces, mientras su mirada tenía una fijeza casi fósil. Al oír mi propuesta su semblante cambió tanto que hizo brotar de sus arrugados labios una tenue sonrisa.
 Por casualidad y después de mucho caminar,  llegamos hasta un lugar donde las arenas son de color rosadas, y se rompen contra las montañas escarpadas haciendo en su recorrido profundos desfiladeros.
El espectáculo que apareció ante mis ojos era grandioso. Seguí a mi guía beduino, y nos dirigimos hacia un camino que resultó ser largo y fatigoso. El calor se hacía cada vez más agobiante, pero me tranquilizó saber que aun teníamos agua suficiente para dos jornadas.
Poco después nos adentramos por uno de los desfiladeros cubierto de espesa vegetación, donde el camino juguetón serpenteaba entre dos altas y estrechas paredes de roca de un bello color tornasolado. Mi corazón latía con tal fuerza que tuve que beber agua para apaciguarlo.
Anduvimos  largo rato por aquella senda estrecha y profunda, desde la que costaba ver el cielo. A veces, cuando alzaba la mirada hacia él, solo conseguía ver una hebra de hilo de un color azul intenso.
De repente se interrumpe el silencio del desierto con un murmullo de voces y fuertes pisadas de camellos que hacían temblar la arena cálida del suelo. Parecían acercarse, el camino era tan estrecho que nos parecía  imposible refugiarnos al no haber ningún recodo.
El guía no dijo nada  pero la expresión de su cara pareció mezclarse con la agitación y el terror. De repente en una curva, aparecieron,  como fantasmas, cinco jinetes que galopan montados en sus camellos, entonces me di cuenta de que todo lo que estaba viviendo, no era un sueño, sino una realidad palpable.
Un grito ahogado me sobresaltó al hacer un extraño eco en el inmenso desierto. Cuando los jinetes llegaron a nuestra altura, se dirigieron a mi guía beduino. Eran hombres vestidos de negro al estilo Tuareg, con turbante que solo dejaban ver sus ojos de color azabache, dando a entender que yo no podía seguir por ese camino, porque era sagrado. Después de una intensa negociación por ambas partes, mi guía les convence de  que yo solo era un explorador, y nos dejaron pasar escoltados por los cinco hombres.
Así, anduvimos una hora bajo el sol abrasador, y ya en el último recodo del camino, ante mis atónitos ojos, apareció una visión extraordinaria e imborrable: Allí estaba esculpida en las masas de arenisca rosada una majestuosa fachada, sobrecogido ahogué en mi garganta una exclamación de asombro.
Al caminar por las calles, pude percibir un aire misterioso y al mismo tiempo silencioso, que el solo hecho de generar un sonido fuerte, podía ofender a sus callados moradores…
Estaba ante una ciudad en donde se encontraban finamente talladas en las rocas las tumbas de los Edomitas, que exhibían maravillosos capiteles, puertas, ventanas que flanqueando la masa arenisca del camino.
El sol con su luz ya empezaba a tomar suaves tonalidades, envolviendo el cielo con su manto dorado.
Yo, un cacereño, poseído en mi locura por explorar sitios místicos y milenarios, acababa de descubrir la misteriosa ciudad perdida de la que había oído hablar durante mis viajes por Oriente. Mi estupor se trucó en regocijo al adentrarme por aquellas milenarias y dormidas calles. Los cinco nabateos inexplicablemente nos detuvieron, dos días con sus dos noches en un lúgubre calabozo. Al tercer día de nuestro encierro, y cuando hacía una noche de calor insoportable, alguien se acercó al ventanuco, su altura parecía considerable,  nos llamó con voz queda, esa voz extraña pertenecía a una silueta de un hombre incorpóreo, nos acercamos aterrados y sin  articular ninguna palabra, nos ofrece la llave del calabozo para que huyésemos del lugar. En la huida, el pecho se me inflamaba  por la agitación, mojando mi cuerpo con un sudor frío
Ya en la calle buscamos con desesperación unos camellos para poder salir de allí, pero alguien de nuevo se acerca a nosotros con sigilo… sus facciones eran duras, sus ojos miraban con una dureza cual roca en medio de un río caudaloso. Una amarga sensación de impotencia me volvió a embargar en esos momentos y nos invitó a seguirlo.
Asombrados y temerosos, seguimos al hombre que nos condujo a una casa escavada en la cima de una roca, subimos hasta ella escalando por una cuerda preparada para el evento, una vez dentro de la casa, nos contó una leyenda que contribuía a dar un aura mágica a esta ciudad desconocida donde los colores de las rocas se mezclaban con amarillos claros, blancos, rosa, y rojos de distintas intensidades alternadas con azules. Todo era demasiado maravilloso para ser real, en el ambiente se respiraba algo extraño, algo que casi se podía tocar pero no se podía ver. Se contaba, que ese era el valle mágico de Moisés.
 Nos dijo que la tradición local situaba a la ciudad en el paraje bíblico en el que Moisés, hizo brotar agua de una roca tocándola con su bastón, y nos aseguró que ese milagro había sucedido en el angosto  desfiladero por donde habíamos pasado, la emoción me seco mi ardiente garganta. De repente un terrible rugido se apodera de la ciudad, mientras el viento se vuelve virulento levantando la arena dorada, los camellos salen en estampida, un siniestro movimiento sísmico hace temblar la tierra.
La noche se tornó negra, como una mancha de tinta, mientras por el ventanuco de la casa donde nos encontrábamos seguía filtrándose una claridad de otro mundo amarillenta y fluctuante.
Una voz ronca como de ultratumba nos llama lastimeramente, de nuevo alguien nos pide que le sigamos.  La roca donde está enclavada la casa empieza a desmoronarse como si fuera una torre de naipes, la arena  poderosa se hace dueña de la ciudad como queriendo engullirla, ya no se oyen los relinchos de los camellos, el dueño de la casa  nos mira con ojos negros y profundos.  Al instante  su cuerpo se transforma  en un pájaro enorme, negro, con grandes garras, que posándose en el alfeizar de la ventana emprende el vuelo en solitario, rozando con sus alas las muchas tumbas escavadas en las rocas, que a su paso  abren sus puertas, para que pudieran escapar del desastre  las almas benditas que siempre guardaron la ciudad.
Más tarde todo es silencio, ya no queda nada más que la soledad.,
En unos minutos la ciudad se quedó sin vida, dormida, esperando quizás la llegada de un hada buena que al darle un beso de amor le despertara.
Un halo de color blanco intenso salió de la tumba de Aarón (hermano de Moisés) era el ángel custodio que siempre cuidó de esta ciudad, con celo.
Yo, me quedé allí para la eternidad, fue mi destino y allí entre las arenas coloreadas por la naturaleza, esperé con ansiedad, que llegara el día de su despertar. Ahora veo desde mi espíritu, en el más allá, que la leyenda se cumplió, y que la ciudad perdida, llena de hermosura despertó de la mano de un explorador que al descubrirla la llamó simplemente  PETRA