jueves, 14 de junio de 2012

La dehesa

No tenía dudas. En cuanto vio la fachada principal definida con tres arcos de medio punto, la cubierta de la casa de teja árabe y la puerta principal flanqueada por dos palmeras a punto de secarse, Casilda, dirigiéndose a Jerónimo, su marido, dijo: “todo la define, este es nuestro refugio definitivo. Aquí quiero vivir y proyectar todos mis sueños”.
Y miró de nuevo aquella casa de campo que  habían encontrado fortuitamente escondida en una vaguada entre la maleza, cuando paseaban por el valle.
 A Casilda le pareció majestuosa aunque estuviera medio derruida y desde ese momento fue algo especial para ella.
Y después de indagar por el entorno sobre quien podía ser el propietario, lo encontraron en una pequeña cantina cercana a la carretera.  Era un hombre de aspecto descuidado y ojos profundos que delataban tristeza.
No hizo falta mucha negociación, el hombre aceptó el precio que Casilda y su marido le ofrecieron.
 Compraron la pequeña dehesa de cincuenta hectáreas. Tenía suficiente espacio para albergar unas cuantas encinas y olivos. El pequeño jardín estaba muy deteriorado pero ofrecía muchas posibilidades.
Casilda enseguida pensó en darle un aire silvestre que lo hiciera más atractivo.
La casa se rehabilitó después de una laboriosa restauración fiel a su arquitectura.
Una vez instalados, el largo zaguán de la casa se alargaba luciendo su techo de bóveda de cañón hasta llegar a una gran puerta ojival que daba acceso a un amplio patio que se ornamentó con numerosas macetas dispuestas en fila encima de un murete de piedra. Las plantas de romero y lavanda se entremezclaron con las hortensias y azaleas que inundaban el ambiente de aroma y color muy salvajes. En el centro una vieja fuente de piedra emitía un relajante murmullo. La casa, ya decorada, lucía algunos muebles que allí se encontraron y restauraron con acierto.
A Casilda y Jerónimo les pareció vivir un sueño.
Una noche Casilda decide ir temprano a descansar, está agotada por las emociones de vivir en la casa de sus sueños. Mientras, Jerónimo conduce sus pasos hacia la pequeña biblioteca repleta de libros con sus autores preferidos.
La luna, como un disco de plata, alumbra el campo haciendo que los olivos y las encinas se proyecten en sombras fantasmales.
Un ruido seco hace levantar la cabeza a Jerónimo. Confuso se va hacia la puerta y ve en el pasillo como una sombra alargada entra en la alcoba de invitados.
Después de la excitación por la sorpresa, le invade una suave calma, cierra el libro y va a acostarse. Más tarde el sueño le rinde y queda profundamente dormido.
Por la mañana al despertarse se da cuenta de la ausencia de su esposa. La llama con ansiedad y en su búsqueda la encuentra sentada en el suelo del jardín mirando como las flores que la noche anterior estaban lozanas y que ahora lucían marchitas.
De la fuente, con su caño de agua perpetua, fluye de color carmesí.
Jerónimo se acercó a su mujer, la miró a los ojos y vio como su espíritu salía de su cuerpo.
Poco después cavó una fosa en un parterre del jardín y la depositó murmurando una oración, miraba la luna, que vergonzosa se ocultaba tras una pequeña nube y besó a Casilda con cariño.
Cuando despertó de su tenebrosa pesadilla, la luna ya se había puesto y el tiempo para él dejó de existir.

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