jueves, 31 de mayo de 2012

La convención (2ª parte)

Me siento encima de la cama y abro el sobre donde me dan las instrucciones a seguir. Leo que mi misión es hacer de intérprete para una delegación de importantes químicos y farmacéuticos de varios laboratorios internacionales. Éstos acababan de terminar una investigación sobre un virus llamado "Escorpión". Solo faltaba la firma del ministerio de sanidad para empezar su comercialización.
Todo se tenía que hacer en el más absoluto secreto. Por lo tanto, cuando salí de mi habitación, en recepción me confiscaron el teléfono móvil y el ordenador personal portátil que hasta ese momento nunca se había separado de mí.
Comprendí algo en ese instante y tuve una repentina y atormentadora visión en la que me vi así mismo como un idiota, al saber que habían elegido a un novato que desconocía el ámbito farmacológico. Se trataba de algo que no tenía que ver con la legalidad.
Me sentí, como si hubiera caído en una encerrona, alejándome sin previo aviso y aislado del mundanal ruido, que tanto me había gustado siempre.
Al caer la tarde y cuando el sol tímido se oculta tras la colina aparece el primer delegado. El hombre era gordo, con una ligera cojera en el pie derecho, hablando en francés. Con disimulada corrección me dirijo a él, le saludo en su idioma y  le hago pasar a una sala destinada para ser recibidos con un vino de bienvenida. Con aire de prepotencia entra en el salón sin mirarme a la cara, balanceando su obeso cuerpo y analizando su alrededor hace un gesto de desagrado al ser el primero en llegar.
Así fueron llegando uno a uno con su corte correspondiente de chóferes y secretarios. El último hizo su entrada en el hotel a la doce de la noche. Su cara era  redonda con unos ojos pequeños, la nariz afilada y luciendo una gran calvicie. Mientras, yo seguía en mi puesto, a pie de escalera, recibiendo a un grupo de hombres la mayoría presuntuosos que creían tener la salud del mundo en sus manos.
Miro mi agenda, y veo con satisfacción que todos los que tenían que llegar estaban, sin faltar ninguno.
Por la mañana del día siguiente y cuando me disponía a tomar un merecido café, se presenta ente mí un hombre menudo y desaliñado con lentes de miope hablándome acaloradamente en japonés, solicitando la entrada en la sala de congresos. Le pido sus referencias mientras miro la agenda donde leo los nombres de los participantes y le comunico que no está en la lista de invitados a la convención a la que él se refería. Pero él no está de acuerdo, y se dirige hacia el tablero informativo que se encuentra en el vestíbulo, dando voces como un poseso.
 Y después de leer el tablero, se va directamente a la sala de conferencias, abre la puerta de par en par con una sonora patada e interrumpe la disertación de un químico francés, que en esos momentos tenía la palabra. La voz del japonés sonó tan potente que no parecía pertenecer a un hombre tan pequeño.
- Esa fórmula –dijo- aún no se puede comercializar, todavía no ha sido perfeccionada, y menos sin mi permiso, lo confirmo porque soy su descubridor.
Todos los allí presentes lo miraron con asombro.
De inmediato, todas las miradas se posaron en el químico alemán alto con tipo atlético y con cara de haber pertenecido a las juventudes hitlerianas. Al saber  descubierto su fraude, se levanta de su asiento y sin más explicaciones le invita a salir de la sala. Con palabras displacientes y la cara roja de ira, mientras el bajito japonés le acusa a gritos de ladrón, por haber copiado su fórmula.
Los asistentes no podían salir de su asombro, todos habían expuesto un sustancioso capital con garantías aseguradas de su comercialización y ahora parecía ser todo un fraude.
Un farmacéutico italiano enjuto y con cara de palo, intenta calmar los ánimos mientras se crea un revuelo producto de la polémica y la incertidumbre.
Acuden de inmediato los agentes de seguridad del hotel al oír las voces para poner orden, reduciendo inmediatamente al bajito japonés. Minutos después el oriental desaparece del hotel. La atmósfera de la sala se vuelve tensa, donde antes solo había colegas y amigos, ahora reinaba la desconfianza entre ellos.
Todos participaban como actores en el espectáculo de la depredación y la zancadilla y todo habría llegado a buen puerto si no hubiera llegado a tiempo el japonés para dilucidar la verdad sobre el descubrimiento científico.
Desde ese momento en que fueron interrumpidos en el simposium, la fatalidad empezó a acecharles con saña, llegando a sospechar unos de otros hasta pensar en el mismísimo asesinato.
A los dos días de la inoportuna entrada en el salón de actos del japonés, una pareja de policías, hace preguntas sobre un hombre oriental que se le había visto por el hotel. El director le informa que hacia dos días que no lo veía  y no tenía ficha de cliente. Omitió todo lo sucedido en la sala de conferencias.
El policía informa al director del hotel que un joven montañero, cuando regresaba a su casa después de una escalada, y cuando las estrellas fugitivas iluminan los caminos, vio un cuerpo en un barranco entre luces y sombras un hombre tendido en el suelo bajo una vieja encina en el fondo del barranco, como un espectro donde una pareja de cuervos negros, gordos y relucientes intentaban darse un festín.
Después de recibir el impacto de una piedra que les tiró el montañero, estos levantaron el vuelo, no sin perder de vista su presa.
 Tal fue su susto que al ver que se trataba de un hombre nos avisó de inmediato.
Una vez levantado el cadáver, el forense tuvo que hacer las pruebas necesarias para saber su identidad y qué le había provocado la muerte.
Los exámenes post morten o la versión oficial de su fallecimiento, no se dio a conocer perteneciendo al secreto del sumario, dando pábulo sin freno a un carrusel de especulaciones que a lo largo de la semana se hicieron entre los congresistas al no ser estas reveladas por la policía. El nerviosismo y la incertidumbre se apodero de todos ellos, un infortunio que iría germinando con la rapidez de las maldiciones sobre ellos.
Un día y en la soledad de la madrugada, el recepcionista que hace guardia, ve en la penumbra de la noche subir las escaleras a un hombre tullido con el cuerpo emplumado, se tambaleaba con esa ebriedad aturdida que tienen los enfermos al levantarse de la cama después de un sueño profundo y cuando, lleno de estupor, quiso reaccionar ya había desaparecido la visión sin dejar rastro.
El terror lo dejo mudo por unos instantes.
Alguien da el chivatazo y por la mañana el hotel se llena de periodistas sensacionalistas, intentando conseguir la información que desean.
Los más sagaces, solo saben que el astuto japonés, cuando se inscribió en el hotel dio un nombre falso.
La noticia fue filtrada a la prensa, al día siguiente sin poder remediarlo la policía. Salio en primera página en el diario de la mañana con una fotografía del fallecido. Yo al verlo, quedé perplejo, era sin duda el japonés bajito, el que había formado el revuelo.
Yo, hasta ese momento, no había conseguido información de lo sucedido, para mí era todo un secreto, siendo testigo de pequeños incidentes incomprensibles para mí. Mientras, veía el ir y venir de los agentes de policía con preocupación. y no dejaron de llegar más para hacer averiguaciones que eran exhaustivas, y rigurosamente dirigidas a los congresistas, por tratarse de un colega que días antes les había hecho una visita poco apropiada.
Todos ellos fueron retenidos en el hotel hasta una nueva orden del juez instructor del caso.
Pasaron dos días del hallazgo del cadáver del japonés, y los ánimos seguían encrespados.
Eran las diez de la noche tres días después del suceso, cuando en la habitación número diecisiete, un componente del grupo farmacéutico francés se dispone a descansar después de ingerir para calmar su sed una limonada que cogió del frigorífico de su habitación. Empezó a encontrarse mal y un fuerte dolor de estómago lo dejó inconsciente no pudiendo llamar a recepción para que le mandaran un médico. Después (según el forense) de dos horas en soledad debatiéndose entre la vida y la muerte fallece en el cuarto de baño arrodillado ante el inodoro, donde se suponía fue a vomitar.
La policía aún no había abandonado el hotel cuando hacía presencia en la habitación numero diecisiete.
De nuevo se ven todos involucrados, siendo requeridos por el comisario de policía para declarar por separado todos los movimientos que se hicieron en ese día y así demostrar su inocencia.
Un murmullo sórdido lleno de temor se adueñó de la sala en la que se encontraban.
Desde que fui informado de lo sucedido fueron días de vértigo para mí, no tenía tiempo para descansar, la policía requería mis servicios constantemente como intérprete.
Después de veinticuatro horas de vigilia todo parecía calmado y con ilusión pensé que muy pronto podría dormir al menos dos días seguidos para descansar.
Eran las diez de la mañana, cuando la mayoría de los sospechosos, que ya éramos todos, desayunábamos y de la habitación once se oyó un grito aterrador que salió de la garganta de la limpiadora. Cuando entró en la habitación después de llamar y no tener respuesta, se dispuso a abrir la habitación con la llave maestra. Se encontraba con la terrible visión de ver al químico ingles tumbado en la cama con las piernas cercenadas y colocadas a ambos lados del cuerpo.
El revuelo que se formó fue tremendo y a todos los allí presentes nos invadió una terrible incertidumbre por lo que estaba aconteciendo.
Es difícil y desazonante contemplar como cada día o cada noche puede morir un hombre en extrañas circunstancias.
La policía empezaba a desconcertarse ya no abandona ninguno de ellos el hotel en ningún momento, los interrogatorios se intensifican siendo cada vez más minucioso.
Aquel fatídico día del asesinato no había salido ni entrado nadie del hotel ni tampoco en la habitación del asesinado, el pánico no nos salía del cuerpo a ninguno de los allí presentes, parecía que pasaban cosas paranormales.
Por orden de la policía no se podían entrar ni salir del hotel, tanpoco los abastecedores habituales, bajo ningún pretexto.
Estábamos viviendo un ámbito de realidad con ese asesinato inexplicable.
Nos reunieron en a todos juntos en una sala decorada con ricas pinturas al fresco alusivas al Nuevo Mundo, tenia ese aire expoliado y mustio de los salones que se hacen añejos sin haberlos usados, todo parecía irreal, invitando a admirar el arte puro del siglo XV  pero ninguno de nosotros estábamos para admirar nada por muy bonito que fuera.
A las diez de la noche cerrada y ventosa en donde las nubes grises corren por el cielo sin rumbo, todos estábamos en el comedor ante una cena improvisada, el silencio era palpable.
Al terminar, y sin ningún comentario, nos dirigimos cada uno a nuestras habitaciones, y cuando me dispongo a entrar la llave en la cerradura de mi habitación siento que me da en la cara una ráfaga de viento helador que me desconcierta, miro con la rapidez de un felino hacia atrás y veo como el ocupante de la habitación de al lado, que se disponía a abrir su puerta, cae al suelo fulminado como por un rayo. El terror se apodero de todos los que nos encontrábamos en esos momentos en el pasillo donde están las habitaciones.
Como una estampida de elefantes todos bajamos las escaleras del primer piso hasta el vestíbulo. Media hora después, de nuevo el forense hace su trabajo, examina el nuevo cadáver y con preocupación diagnostica estrangulamiento.
Un murmullo de gargantas asfixiadas por el pánico se apodero de la sala en la que estábamos.
Es horrible pensar que te puedes tropezar con un asesino al cruzar el pasillo.
Desde ese momento nadie quería estar solo y el hotel tuvo que habilitar como improvisada alcoba una sala, que llenó de colchones para que pasáramos todos allí la noche, pareciendo que estábamos de acampada.
Nadie pego el ojo esa noche, ni las noches siguientes.
Al amanecer y cuando la aurora tímida asoma por el horizonte una sombra nos sobrecoge. Un cuerpo se balancea pendido de una lámpara de nuevo, un murmullo colectivo recorrió el salón, era el químico alemán.
Mi respiración apenas audible, adquirió en el silencio una resonancia que hacía fluctuar la realidad.


Continuará...

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