martes, 17 de abril de 2012

Queridos lectores de Los relatos de Teresa:

Muchas gracias a todos los que habéis asistido al acto celebrado el pasado viernes en el Club Polideportivo el Encinar. Allí estuvimos Antonio Bueno (escritor de Turismo), Nuria Pérez (dramaturga) y una servidora además de Ana Bueno, una amiga y presentadora excepcional.
Después de un breve comentario sobre cómo empecé a escribir, leí un relato llamado "Los hijos de la noche", el cual vuelvo a colgar en este blog a continuación:












LOS HIJOS DE LA NOCHE

Lleva ya dos años perdida en la niebla después de una muerte adelantada. Los amigos dicen de ella que viajó sin boleto de vuelta y que se fue a ese diminuto pedazo de mapa que es Cáceres, porque a ella siempre le atrajo el escenario natural de esta ciudad, donde nacieron sus padres, que llenó su vida de ilusiones y vivencias, centrando en esta tierra sus ansias de volver a ella.
Adriana, siempre desde que la conocí, me pareció un ser de otro mundo, de un mundo en el que ella quería cambiarlo todo, arreglando las catástrofes sociales en las que muchas veces se vio envuelta. Era verdad, a los que la conocimos nos pareció que era diferente. Sus padres fueron grandes en el señorío cacereño y lo sumaba al poder de un talento joven.
Esto le hacía ser una líder donde quiera que se encontrara, siendo adorada por unos y odiada por otros con la misma intensidad. Cuando escribo esto, apelo a la descripción de Adriana y ahora busco, una parábola de algo que aludir a los que se encuentran en el más allá.
Siempre pensé que estar con ella era como moverse en un tablero de ajedrez, que te obliga a estar atento y mantener una actitud expectante en todo lo que decía, si no querías ser derribado.
Aquella tarde, cuando la vi pasear por la Gran Vía de Madrid, una nube de perfume caro que la acompañaba en su paseo me hizo volver la cabeza. Nos encontramos cara a cara, y como si fuera una cita concertada, entramos en una cafetería para merendar. Siempre fue una de mis alumnas preferidas en el colegio Mayor del Carmen, donde yo impartía clases de historia hispánica. Al salir de la cafetería un millón de finas gotas de agua se clavaron en nuestra piel.
La tarde empezó a oscurecerse de pronto. Un aire, grueso y pegajoso enrareció la atmosfera y el flujo eléctrico se cortó quedando la ciudad a oscuras. Tardó más de la cuenta en restablecerse.
 De repente, en menos de un segundo, un coche que sobrepasaba la velocidad permitida, se adentra en la acera con ímpetu y atropella a Adriana. Yo paso de no poder reaccionar ante la situación a perder el control por el pánico, sintiendo en esos momentos como si el cerebro se abriera al paso de la electricidad de los rayos. Y un escalofrío me recorrió cuando miré a Adriana, tendida, en el suelo, inerte. En mi cuerpo noté como si miles de agujas me pincharan los brazos y las piernas.
Cuando pude hablar, mi voz sonaba rara, sintética. Las sirenas de las ambulancias de la Cruz Roja batieron la atmósfera enrareciendo el lugar, haciendo temblar los cristales de los escaparates de las tiendas.
Pasó algún tiempo después del accidente y la inquietud de la escena vivida no había dejado de atenazarme. En Cáceres, y en una calle medieval, en un el edificio de estilo Gótico del siglo X V II bellamente construido de mampostería y sillería,  en el que en ese siglo, ejercía la hospitalidad a los peregrinos que iban hacia Compostela…
Por las noches en una de las ventanas de arco aquillado propio del Gótico tardío, una mujer joven se asoma cada noche para contemplar el cielo estrellado, parece esperar...
Nadie sabe quién es, la casa está deshabitada, pero cada día y puntual, en la penumbra del ocaso ha sido vista por algunos transeúntes ignorantes de lo que sucede en la casa.
En una de mis vacaciones, obsesionado por lo que contaba Adriana me dirigí hacia Cáceres, pues me decía que era una ciudad que por las noches estaba encantada.
Después de encontrar alojamiento en uno de los palacios que ahora es Parador Nacional, paseo por la Ciudad Monumental. Se estaba haciendo de noche, y sentí como mi sombra me perseguía amenazadora en cada recoveco de las estrechas callejuelas. De repente se acerca con sigilo, un tipo larguirucho, menudo, y de ojos saltones, que parándose ante mí, se ofrece para guiarme por las oscuras, misteriosas, y solitarias calles con paredes que al parecer respiran aún a pesar del tiempo, y que inspiran al rozarte con ellas, anhelos del pasado. Yo, confuso, acepto su ofrecimiento, no sin antes alertar mis sentidos.
La noche se volvió fría, negra y salpicada de grandes nubes azuladas.
Después de caminar por las calles empedradas y admirar los escudos nobiliarios que se prodigan, me ofrece entrar en uno de los palacios. Acepto la oferta y en el atrio me envuelve una niebla helada y brillante que se extendía hacia las escaleras, pareciendo una gran burbuja.
Mi ritmo cardíaco aumentaba más y más cada minuto hasta parecer dispararse. Cuando levanté la vista vi a Adriana en medio de la niebla. Mis pulmones aspiraron con ansiedad una dosis de aire tan frío y húmedo que me hizo toser. Caminé hacia las escaleras por un pavimento de piedra que retumbaba a cada paso bajo las suelas de mis zapatos.
Una vez junto a Adriana, la mire dócil e incrédulo por lo que me dejé llevar sin decir palabra, nos adentramos por un laberinto de pasillos, escaleras, habitaciones, que abrían sus puertas misteriosas a nuestro paso. Subimos por una estrecha escalera de piedra que terminaba en una pared donde una gatera era la única salida.
En ese instante me invadió una desagradable sensación de mareo, y la impresión de que si miraba hacia atrás me podía caer por las escaleras en cualquier momento. Salimos por la gatera a duras penas, mientras Adriana sonreía y en la comisura de sus labios se aferraba una blanquecina saliva reseca.
El terror se apoderó de mí, casi me hace vomitar de angustia. De repente y sin motivo alguno sentí una calma que hizo que la respiración fuera más acompasada y mis músculos tensos empezaron a relajarse.
Mientras, una luna llena magníficamente plateada alumbraba los antiguos edificios de la Ciudad Monumental.
La esbelta torre de las Cigüeñas empezaba alargarse hacia la plazoleta como una lanza afilada al empezar el ocaso. La gatera, nos condujo, después de atravesar un largo pasadizo, a una habitación, donde no se apreciaban los enseres propios de una casa de esa categoría. Allí no había muebles, ni ropas, solo una habitación oscura donde parecían sucederse infinitos salones que parecían perderse en la nada. Alguien se acerca sigilosamente, enciende las velas de la lámpara que pende del techo y en la oscuridad, al encenderse titilaban con su resplandor de sombras irregulares haciendo del ambiente una terrible pesadilla.
Al fondo de la habitación, un tapiz de seda primorosamente pintado con alegorías de guerra cubre la espalda de una silla regia, desde donde una mujer de mediana edad me alarga su blanca y huesuda mano para ser besada, su corona reluce con destellos rojizos a la luz de las velas, (era Isabel la Católica el día en que llegó a Cáceres para poner orden entre los nobles de la ciudad).
Salgo extenuado del salón hacia un jardín seguido por una Adriana que sin palabras me decía ¿ves esto? Esto ha pasado en Cáceres. A cada momento siento como si mi mente estuviera, ausente, dormida. La casa que estaba al fondo del jardín, parecía haber sido sellada herméticamente, pero se podía apreciar a un lado de la pared lateral como se abría una pequeña puerta. Entramos y no se veía distribución alguna, solo una pared que resplandecía como la luz del sol y un escudo nobiliario de piedra con unas iniciales grabadas que solo eran visibles en la oscuridad. Mi corazón pareció pararse, fue una reacción propia de las circunstancias que estaba viviendo.
Miro asombrado esas iniciales. Me suenan, son familiares pero… me sereno y al instante recuerdo que las había visto en un retrato cuando era niño colgado en el salón de mis padres además de grabado en el anillo de mi abuelo.
Se abre una gran puerta frente a mí y aparecen todos los miembros de mi familia ausentes de este mundo, sonriendo, mirándome. Las luces de las velas se apagan en el salón del trono y todos, incluyendo a Adriana que me miraba emocionada,  empezaron a emitir de sus cuerpos pequeños destellos de luz, eran los llamados “hijos de la noche”.
El reloj daba las doce de la noche en el campanario de la iglesia de San Mateos.
Nunca fue un simple rumor, pues desde la calle y en la penumbra de las casas a veces se ven sombras que parecen habitar estos lugares. Todos los que las han visto no dudan de su veracidad, pero a veces esa simple visión  tiene que pagar un precio, que es el del silencio o que te digan que tienes alucinaciones.
Nunca supe cómo me quede con mi familia. Con ellos ante mí, experimente un agradable cosquilleo, y así con total normalidad, sin sobresaltos, descubrí algo esencial, tenía que estar con ellos en esos momentos cruciales.
Les habían usurpado su casa, una casa que sin yo saberlo era de los antepasados de Adriana y los míos. Mientras mi cuerpo empezaba a desprender destellos, justo en el instante en el que la casa era derribada por dentro para hacer un hotel de lujo.
La polémica del derribo hizo mella en muchos cacereños, pero las protestas de la ciudadanía por el patrinomio cacereño no llegaron a nada. Nadie supo que desde su ventana y cada noche me esperaba impaciente Adriana.
La casa de mi familia desapareció poco después ante los atónitos ojos de sus moradores,  y en su puesto se construyó un hotel con pretensiones de antiguo.
A pesar de todo el derribo, sus especiales y antiguos moradores no se resignaron, estaban acostumbrados a las rencillas y continuos escarceos belicosos por el poder del territorio que tuvieron  los nobles.
Por las noches y en los sótanos del nuevo hotel, hay reuniones, se escuchan conversaciones y se hacen proyectos de cómo llegar a la torre del homenaje del palacio de al lado. Quieren luchar contra los que les han quitado su habitat y  piensan en técnicas medievales ya en desuso como echarles aceite hirviendo desde la torre, pero… sin herir a nadie, podrían urdir una estrategia mucho más eficaz para poder volver a su casa.
 Todos juntos y en el subsuelo, se convocaron y compenetrados, hicieron un ruido perfecto, provocando que cada noche bombearan decibelios desde sus cerebros al campanario, el cual, al dar la hora de media noche, emitía notas agudas con consecuencias pavorosas. Su objetivo no era otro que al hacerse resonar y dar a conocer a todos los intrusos que no se habían ido.  Ellos podían acceder a los umbrales de la percepción donde no podía pasar ningún ser viviente, solo los llamados” hijos de la noche”.
Algunos creerán que no es verdad, pero yo los he visto asomados a la ventana, vigilantes, en las noches medievales del Cáceres antiguo.






No hay comentarios :

Publicar un comentario