jueves, 29 de marzo de 2012

El estanque (2ª parte)

Días después la prensa dio la noticia que tras una exhaustiva investigación por parte de la policía, los sospechosos ya estaban controlados, solo había que esperar el momento oportuno y las pruebas aclaratorias suficientes para detenerlos.
Un día en que la niebla espesa y pertinaz que hacía que la visibilidad fuera casi nula, una mujer del pueblo alta y fuerte y con cara de pocos amigos nos reúne en la puerta del colegio a mí y mis hermanos. Nos lleva a su casa permaneciendo allí tres días en régimen de cuartel.
Aquella mujer no hablaba con nosotros. Nunca decía nada. Sólo nos ponía la comida en la mesa y desaparecía para volver a recoger el servicio. Fueron tres días interminables y sin saber el porqué estábamos allí. Mi madre nos había dejado con una mujer extraña, desconocida para nosotros y además era antipática. Mi hermano el mayor nos miraba al resto de hermanos con temor en sus ojos de niño pero nunca nos dijo nada.
Mientras, mi casa se llenaba de policías y ambulancias. En el estanque de la finca habían aparecido dos cadáveres, uno de ellos era el de mi padre el otro de un desconocido. Más tarde se supo que era el cuerpo del delincuente que buscaban y que a su vez vigilaba a mi padre. Este hombre había presenciado la pelea del tren y sospechaba que mi padre conocía el escondite de la caja.
Ocurrió que mi padre estaba esa mañana drenando el fondo del estanque cuando un hombre se le acercó sigilosamente y le apuntó con una pistola para intimidarle. Mi padre perdió el equilibrio y cayó al agua. Y así es como se ahogó en las cenagosas aguas sin tener acción de defenderse.
Mi abuelo presenció todo desde la ventana del salón. Allí se encontraba revisando las cuentas de la finca en su mesa de despacho y vio como mi padre estaba de pie, de espaldas a un extraño y en un instante cayó al agua empujado. Después coge una enorme estaca y hunde el cuerpo con rabia hasta que lo ahoga.
Mi abuelo asustado e impotente, fue a por su rifle y con un tiro certero abatió al desconocido. Intentó sacar a su hijo pero el cuerpo inerte flotaba como un corcho a la deriva. Permaneció unos minutos en la orilla al lado de los dos cadáveres, con la mente en blanco. Luego reaccionó y llamó a la comandancia de la policía.
Después de contar lo sucedido, no creyeron su relato de los hechos y lo acusaron de las dos muertes. Por eso nunca más salio de la cárcel. Mientras, su hija (mi madre) guardaba con celo que rayaba a la locura el objeto por el cual había muerto mi padre.
Ahora lo tengo en mis manos y me quema. Me quema tanto porque sé que aquel objeto es el culpable de las desgracias de mi familia, que mi infancia y adolescencia podrían haber sido como las de cualquiera y no esa oscuridad y tristeza permanente en la que viví. Me dirijo con paso firme hacia este odioso y maloliente estanque porque quiero tirarla al fondo de las turbias aguas que fueron la tumba de mi padre. Pero mientras caminaba pensé que sepultar la piedra tampoco me haría olvidarla, así que decidí llamar a mis hermanos para saber qué hacer con la piedra.
Me dieron la callada por respuesta y entonces pensé ir a un perista. Ahora tenía la oportunidad que siempre soñé, irme lejos de esta odiosa casa y empezar una nueva etapa.
Para mi sorpresa, el perista y después de múltiples pruebas, pesajes, mediciones y exhaustiva observación, tasó la piedra en un millón de euros. Quise hacer partícipes a mis hermanos pero no quisieron saber nada o no me creyeron.
Hago las maletas y sin pensarlo compro por internet un pasaje para Nueva York, quiero que mi vida empiece de nuevo sin mirar hacia atrás.
Cuando ruedo por la carretera de Extremadura camino hacia Madrid, al aeropuerto de Barajas, mi cabeza calenturienta se desborda pensando en los últimos acontecimientos.
Y embarco en un avión de las líneas aéreas norteamericanas y me dirijo a Nueva York. Tenía muchas horas por delante para pensar qué hacer con mi vida. Después de una travesía con altibajos anímicos, aterrizo en la ciudad de los rascacielos en el aeropuerto J F K y de nuevo me embarco en una línea aérea regular. Que me lleva a las Vegas, en el estado de Nevada.
Apenas bajé del avión pude escuchar el ruido de las máquinas tragaperras en la terminal del aeropuerto. Más tarde comprobé atónito como las maquinas se prodigaban en los kioscos, supermercados lavanderías, bares, toda una locura para el jugador.
Cuando voy camino del hotel, todo me deslumbra, es una explosión de luces y colores, hay gente de todas las razas. Grandes limusinas prodigan por las avenidas, deslumbrantes mujeres cargadas de joyas pasean con sus guardaespaldas. Casi no puedo creer lo que estoy viviendo y pienso, (quizás como pensó mi madre) que el dinero lo puede todo.
Después de admirar la ciudad desde mi taxi y acomodarme en el hotel me dirijo al casino más importante. Mi intención es disfrutar de todo lo que me estaba ofreciendo la ciudad. Entro por la puerta principal del casino y un portero uniformado me cede la entrada con suma cortesía. Observo cómo un salón enorme y grandioso emerge ante mis deslumbrados ojos, enormes lámparas penden del techo, mullidas alfombras hunden mis cansados pies en un bienestar que conforta mi espíritu.
Alguien se acerca a mí ofreciéndome ver el espectáculo de “Las Vegas Strip” panorámica nocturna de los hoteles situados en Las Vegas Boulevard. Me maravilla el increíble espectáculo de extravagancia y brillo que allí se prodiga. Me sobrecoge agradablemente la inmensa pirámide de vidrio parecido a un enorme castillo multicolor, de igual manera replicas de los rascacielos de Nueva York lucen con descaro provocador incluyendo en el despilfarro de lujo. También está la Estatua de la Libertad, en un recodo casi escondido como a propósito una bahía de tamaño real que me hace soñar despierto. A su lado un volcán que escupe fuego embobando mi capacidad emocional También elegante y erguida un modelo a escala de la Torre Eiffel.
Miles de carteles fosforescentes se mezclan con millones de luces de colores y todo en una pequeña distancia. Mis sentidos se bloquean con tanto lujo y fantasía.
Ya en la calle Freemont un jovencito me ofrece entradas para un espectáculo de topless y de bailarinas desnudas, pero en esos momentos solo quería admirar el entorno que tenía ante mí deleitándome con su bullicio multicolor.
Las calles estaban repletas de gente guapa que se ignora, esto me sobrecoge dándome la impresión que es un mundo imaginario.
Entro en otro casino y recorro con la vista el enorme salón. Decido jugar para probar suerte y después de observar el mecanismo del juego tomo asiento y pongo dos mil dólares al trece rojo. Todos se acercan curiosos, la ruleta gira y el crupier con voz seria canta trece y rojo y me arrojan un montón de fichas que abrazo con sorpresa. Me emociono y vuelvo a jugar una y otra baza, la avaricia me hacia sentir un hombre afortunado.
Pero la suerte después de una hora jugando ya no es la misma y estoy perdiendo casi todo, ya sólo me quedan mil dólares. Me retiro de la ruleta embriagado por la locura del juego. Me voy a otra mesa que sin saber que juego era y pongo los mil dólares a una sola carta. Para mi sorpresa sale premiado con el bote y sigo jugando en un estado de frenesí y sin saber cómo, desbanco la caja.
Dos empleados del casino se acercan solícitos para que el dinero lo ingrese en su banco. Yo acepto encantado y en ese instante decido quedarme en las Vegas. Pensé estar y vivir en Las Vegas es como haber sido transportado a una fantasía galáctica en algún otro mundo imaginario.
Me compro un apartamento de lujo en la avenida principal. Mientras ceno en un lujoso restaurante exclusivo conozco a una bellísima mujer coreana llamada Linda.
Nace entre los dos una gran amistad y desde entonces, los días discurren en su compañía con alegría. Desde las Vegas viajamos a Nueva York y por primera vez en mi vida veo en la ciudad de los rascacielos un extraordinario espectáculo de ballet clásico en el Metropolitas Opera House. A los pocos días presencio con el mismo entusiasmo que la anterior una representación de la orquesta filarmónica de Nueva York. Su acústica era tan fantástica que se podía sentir como el mismo cielo se estremecía al oír los acordes de Toscanini.
Siempre acompañado por Linda la bella coreana fuimos para ver el divertido musical Mamma Mía al City Music Hall, el teatro más grande de los Estados Unidos que por su lujo y dimensiones nos cautivó. Prometimos volver para la gran fiesta que daban en Navidad.
Un sábado decidimos Linda y yo descubrir nuevos horizontes por Las Vegas y nos fuimos a Lower East Side, la segunda avenida más grande y famosa por su variedad de restaurantes. Entramos en un tibetano, con su suelo de cristal por donde transcurría el agua repleta de peces de colores, el techo cubierto de guirnaldas de cristal lucían como estrellas en el firmamento, todo lo que veíamos y vivíamos nos parecía maravilloso. El amor que estaba surgiendo entre nosotros hacía que todo se magnificase.
Por la noche y en la penumbra de mi alcoba pensaba que nunca hubiera podido imaginar que un desierto fuera un oasis repleto de litros de agua convertidas en champaña y ríos de luces de neón para convertir la noche en día.
Después de un tiempo entre lujos y despilfarros, la añoranza me hace decidir volver a mi casa, sin despedirme de Linda, no quería presenciar sus lágrimas.
De nuevo ya en España me encuentro caminando por el angosto camino rural que me lleva a mi casa. Pensativo y goloso cojo una rica mora que reluce bajo los rayos del sol. Su sabor me trae muchas evocaciones, mi abuela solía hacer pastel de mora cada vez que alguno de nosotros cumplíamos años.
Sigo con mi pensamiento saboreando los olores de mi tierra y el claxon de un automóvil me despierta de mi ensoñación.


Continuará...

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