jueves, 29 de marzo de 2012

El estanque (2ª parte)

Días después la prensa dio la noticia que tras una exhaustiva investigación por parte de la policía, los sospechosos ya estaban controlados, solo había que esperar el momento oportuno y las pruebas aclaratorias suficientes para detenerlos.
Un día en que la niebla espesa y pertinaz que hacía que la visibilidad fuera casi nula, una mujer del pueblo alta y fuerte y con cara de pocos amigos nos reúne en la puerta del colegio a mí y mis hermanos. Nos lleva a su casa permaneciendo allí tres días en régimen de cuartel.
Aquella mujer no hablaba con nosotros. Nunca decía nada. Sólo nos ponía la comida en la mesa y desaparecía para volver a recoger el servicio. Fueron tres días interminables y sin saber el porqué estábamos allí. Mi madre nos había dejado con una mujer extraña, desconocida para nosotros y además era antipática. Mi hermano el mayor nos miraba al resto de hermanos con temor en sus ojos de niño pero nunca nos dijo nada.
Mientras, mi casa se llenaba de policías y ambulancias. En el estanque de la finca habían aparecido dos cadáveres, uno de ellos era el de mi padre el otro de un desconocido. Más tarde se supo que era el cuerpo del delincuente que buscaban y que a su vez vigilaba a mi padre. Este hombre había presenciado la pelea del tren y sospechaba que mi padre conocía el escondite de la caja.
Ocurrió que mi padre estaba esa mañana drenando el fondo del estanque cuando un hombre se le acercó sigilosamente y le apuntó con una pistola para intimidarle. Mi padre perdió el equilibrio y cayó al agua. Y así es como se ahogó en las cenagosas aguas sin tener acción de defenderse.
Mi abuelo presenció todo desde la ventana del salón. Allí se encontraba revisando las cuentas de la finca en su mesa de despacho y vio como mi padre estaba de pie, de espaldas a un extraño y en un instante cayó al agua empujado. Después coge una enorme estaca y hunde el cuerpo con rabia hasta que lo ahoga.
Mi abuelo asustado e impotente, fue a por su rifle y con un tiro certero abatió al desconocido. Intentó sacar a su hijo pero el cuerpo inerte flotaba como un corcho a la deriva. Permaneció unos minutos en la orilla al lado de los dos cadáveres, con la mente en blanco. Luego reaccionó y llamó a la comandancia de la policía.
Después de contar lo sucedido, no creyeron su relato de los hechos y lo acusaron de las dos muertes. Por eso nunca más salio de la cárcel. Mientras, su hija (mi madre) guardaba con celo que rayaba a la locura el objeto por el cual había muerto mi padre.
Ahora lo tengo en mis manos y me quema. Me quema tanto porque sé que aquel objeto es el culpable de las desgracias de mi familia, que mi infancia y adolescencia podrían haber sido como las de cualquiera y no esa oscuridad y tristeza permanente en la que viví. Me dirijo con paso firme hacia este odioso y maloliente estanque porque quiero tirarla al fondo de las turbias aguas que fueron la tumba de mi padre. Pero mientras caminaba pensé que sepultar la piedra tampoco me haría olvidarla, así que decidí llamar a mis hermanos para saber qué hacer con la piedra.
Me dieron la callada por respuesta y entonces pensé ir a un perista. Ahora tenía la oportunidad que siempre soñé, irme lejos de esta odiosa casa y empezar una nueva etapa.
Para mi sorpresa, el perista y después de múltiples pruebas, pesajes, mediciones y exhaustiva observación, tasó la piedra en un millón de euros. Quise hacer partícipes a mis hermanos pero no quisieron saber nada o no me creyeron.
Hago las maletas y sin pensarlo compro por internet un pasaje para Nueva York, quiero que mi vida empiece de nuevo sin mirar hacia atrás.
Cuando ruedo por la carretera de Extremadura camino hacia Madrid, al aeropuerto de Barajas, mi cabeza calenturienta se desborda pensando en los últimos acontecimientos.
Y embarco en un avión de las líneas aéreas norteamericanas y me dirijo a Nueva York. Tenía muchas horas por delante para pensar qué hacer con mi vida. Después de una travesía con altibajos anímicos, aterrizo en la ciudad de los rascacielos en el aeropuerto J F K y de nuevo me embarco en una línea aérea regular. Que me lleva a las Vegas, en el estado de Nevada.
Apenas bajé del avión pude escuchar el ruido de las máquinas tragaperras en la terminal del aeropuerto. Más tarde comprobé atónito como las maquinas se prodigaban en los kioscos, supermercados lavanderías, bares, toda una locura para el jugador.
Cuando voy camino del hotel, todo me deslumbra, es una explosión de luces y colores, hay gente de todas las razas. Grandes limusinas prodigan por las avenidas, deslumbrantes mujeres cargadas de joyas pasean con sus guardaespaldas. Casi no puedo creer lo que estoy viviendo y pienso, (quizás como pensó mi madre) que el dinero lo puede todo.
Después de admirar la ciudad desde mi taxi y acomodarme en el hotel me dirijo al casino más importante. Mi intención es disfrutar de todo lo que me estaba ofreciendo la ciudad. Entro por la puerta principal del casino y un portero uniformado me cede la entrada con suma cortesía. Observo cómo un salón enorme y grandioso emerge ante mis deslumbrados ojos, enormes lámparas penden del techo, mullidas alfombras hunden mis cansados pies en un bienestar que conforta mi espíritu.
Alguien se acerca a mí ofreciéndome ver el espectáculo de “Las Vegas Strip” panorámica nocturna de los hoteles situados en Las Vegas Boulevard. Me maravilla el increíble espectáculo de extravagancia y brillo que allí se prodiga. Me sobrecoge agradablemente la inmensa pirámide de vidrio parecido a un enorme castillo multicolor, de igual manera replicas de los rascacielos de Nueva York lucen con descaro provocador incluyendo en el despilfarro de lujo. También está la Estatua de la Libertad, en un recodo casi escondido como a propósito una bahía de tamaño real que me hace soñar despierto. A su lado un volcán que escupe fuego embobando mi capacidad emocional También elegante y erguida un modelo a escala de la Torre Eiffel.
Miles de carteles fosforescentes se mezclan con millones de luces de colores y todo en una pequeña distancia. Mis sentidos se bloquean con tanto lujo y fantasía.
Ya en la calle Freemont un jovencito me ofrece entradas para un espectáculo de topless y de bailarinas desnudas, pero en esos momentos solo quería admirar el entorno que tenía ante mí deleitándome con su bullicio multicolor.
Las calles estaban repletas de gente guapa que se ignora, esto me sobrecoge dándome la impresión que es un mundo imaginario.
Entro en otro casino y recorro con la vista el enorme salón. Decido jugar para probar suerte y después de observar el mecanismo del juego tomo asiento y pongo dos mil dólares al trece rojo. Todos se acercan curiosos, la ruleta gira y el crupier con voz seria canta trece y rojo y me arrojan un montón de fichas que abrazo con sorpresa. Me emociono y vuelvo a jugar una y otra baza, la avaricia me hacia sentir un hombre afortunado.
Pero la suerte después de una hora jugando ya no es la misma y estoy perdiendo casi todo, ya sólo me quedan mil dólares. Me retiro de la ruleta embriagado por la locura del juego. Me voy a otra mesa que sin saber que juego era y pongo los mil dólares a una sola carta. Para mi sorpresa sale premiado con el bote y sigo jugando en un estado de frenesí y sin saber cómo, desbanco la caja.
Dos empleados del casino se acercan solícitos para que el dinero lo ingrese en su banco. Yo acepto encantado y en ese instante decido quedarme en las Vegas. Pensé estar y vivir en Las Vegas es como haber sido transportado a una fantasía galáctica en algún otro mundo imaginario.
Me compro un apartamento de lujo en la avenida principal. Mientras ceno en un lujoso restaurante exclusivo conozco a una bellísima mujer coreana llamada Linda.
Nace entre los dos una gran amistad y desde entonces, los días discurren en su compañía con alegría. Desde las Vegas viajamos a Nueva York y por primera vez en mi vida veo en la ciudad de los rascacielos un extraordinario espectáculo de ballet clásico en el Metropolitas Opera House. A los pocos días presencio con el mismo entusiasmo que la anterior una representación de la orquesta filarmónica de Nueva York. Su acústica era tan fantástica que se podía sentir como el mismo cielo se estremecía al oír los acordes de Toscanini.
Siempre acompañado por Linda la bella coreana fuimos para ver el divertido musical Mamma Mía al City Music Hall, el teatro más grande de los Estados Unidos que por su lujo y dimensiones nos cautivó. Prometimos volver para la gran fiesta que daban en Navidad.
Un sábado decidimos Linda y yo descubrir nuevos horizontes por Las Vegas y nos fuimos a Lower East Side, la segunda avenida más grande y famosa por su variedad de restaurantes. Entramos en un tibetano, con su suelo de cristal por donde transcurría el agua repleta de peces de colores, el techo cubierto de guirnaldas de cristal lucían como estrellas en el firmamento, todo lo que veíamos y vivíamos nos parecía maravilloso. El amor que estaba surgiendo entre nosotros hacía que todo se magnificase.
Por la noche y en la penumbra de mi alcoba pensaba que nunca hubiera podido imaginar que un desierto fuera un oasis repleto de litros de agua convertidas en champaña y ríos de luces de neón para convertir la noche en día.
Después de un tiempo entre lujos y despilfarros, la añoranza me hace decidir volver a mi casa, sin despedirme de Linda, no quería presenciar sus lágrimas.
De nuevo ya en España me encuentro caminando por el angosto camino rural que me lleva a mi casa. Pensativo y goloso cojo una rica mora que reluce bajo los rayos del sol. Su sabor me trae muchas evocaciones, mi abuela solía hacer pastel de mora cada vez que alguno de nosotros cumplíamos años.
Sigo con mi pensamiento saboreando los olores de mi tierra y el claxon de un automóvil me despierta de mi ensoñación.


Continuará...

viernes, 23 de marzo de 2012

El estanque (1ª parte)

Dejo mi Suzuki todo terreno aparcado en un recodo del camino y subo a pie por la pedregosa vereda cubierta de retamas y zarzales repletos de jugosas moras.
Todo está en estado salvaje y solitario desde que mis hermanos y yo dejamos la casa paterna para ir a estudiar a un internado de Cáceres, ahora al volver el entorno se me antoja desolador.
Las paredes de piedra que confinan el camino aparecen en estado lamentable y están casi derruidas, pero a pesar de todo, yo sigo mi camino ansioso de llegar a mi casa tantos años añorada.
Un perro con aspecto cansado y solitario acompaña mis pasos y camina junto a mí. Ni siquiera ladra, sólo me mira de vez en cuando.
Se divisa la casa, está estática, sin vida, vacía. No muy lejos, el estanque cenagoso y solitario me recuerda las tardes de verano cuando con mis hermanos solía bañarme.
De esto hace ya más de veinte años y ahora, frente a la casa, todo me parece diferente, más pequeño que en mis recuerdos. Los viñedos a los pies de la casa hacen filas como los soldados en un cuartel y los olivos coronan un montículo desde donde se divisa el pueblo. Allí mi padre hizo construir un mirador que le llamábamos “el mirador del cielo” porque mi madre decía que si alargabas los brazos lo podías tocar.
Separo las hojas secas que taponan el umbral de la casa y abro con decisión pero con respeto porque mi corazón se desboca. Observo la escalera empinada y sus peldaños desiguales. Por un instante no me parece mi escalera, el zaguán aparentaba haber menguado y todo me parecía muy extraño.
Subo a la alcoba que ocupaban mis padres y todo está igual. La chimenea a un lado de la habitación mantiene, en su repisa de madera, los mismos adornos de siempre, aquellos que a mí nunca me dejaron tocar.
Entre ellos estaba la cajita de color rojo que mi madre cerraba celosa con una llave que llevaba colgada del cuello.
Salgo del dormitorio y me invade la curiosidad morbosa que siempre tuve por saber qué es lo que puede haber dentro de la misteriosa caja roja que mi madre guardaba con tanto celo.
Me voy a la cocina cierro los ojos por unos instantes y mis sentidos recuerdan el olor a pan recién horneado que solía hacer mi abuela, y de el frite de cordero que tanto le gustaba a mi padre, también imagino el chisporreteo que hace la carne en el sofrito.
Sigo mi ruta por las estancias de la casa como si fuera un turista ávido de descubrir cosas nuevas.
Entro en la habitación de mi hermano mayor. Está igual que siempre. Todo en orden. El barco con que jugábamos en el estanque, aunque lleno de polvo, parecía estar esperando que lo utilizasen. Allí también están el balón, los patines, la raqueta de tenis con la que jugábamos a veces con pequeñas piedras haciendo el gamberro.
Miro por la ventana el campo empapado de sol, donde emerge fina, tenue, una cadena de colinas donde se transforman al mirarlas en un día limpio de otoño.
La visión de la panorámica me sobrecoge haciéndome estremecer.
Entro en mi cuarto donde he vivido antes de salir huyendo. En las estanterías están los libros de aventuras que solía traer mi padre de sus viajes a la ciudad, inculcándonos así el hábito de la lectura.
Todos los leía con voluntad y buen deseo. Cuando empecé a comprar los libros con mi dinero empecé a elegir los autores modernos que más me gustaban aunque algunos no los adquirí muy honradamente. Eran prestados y yo no los devolví porque no quería privarme del placer de tenerlos en mi biblioteca, que ahora miro con nostalgia.
Tomo uno de los libros en mis manos y lo ojeo intentando leer. Pero lo echo a un lado. Dentro hay pasajes señalados con lápiz. Las lágrimas acuden a mis ojos.
Hay cuadernos donde en la tapa garabateada se puede leer con dificultad mi nombre y los recuerdos se van juntando. Hojas, cuadernos, cartas. Ahí estaba toda mi niñez en una habitación desde cuya ventana se podía ver el infinito.
Al anochecer veo como las sombras corren como espectros de tronco en tronco de los castaños estáticos recoloreándolos hasta recorrer todo el campo y morir en el horizonte.
Recuerdo que de pequeño siempre me perdía en el juego de matices suaves de sombras transparentes hasta el punto de no oír nada más que el pálpito de mi corazón.
Mi vida ha viajado tiempo atrás porque todo lo veo con extraordinaria nitidez, salgo a la calle y me siento en el poyete que precede a la puerta de la casa.
Y otra vez la dichosa cajita roja que tanto me obsesionaba cobra de nuevo mi interés, saber que había dentro. Subo la escalera decidido y busco algo con lo que pueda abrirla y encuentro en un cajón del cuarto de baño una lima metálica, hago palanca y abro lo que tanto me obsesiono cuando era niño.
Dentro de la caja y en un pequeño saquito de terciopelo hay cerrado con una cinta de color verde una pequeña piedra que brillaba como una estrella en una clara noche de verano. Tan hermosa que mis pupilas se dilatan de emoción porque nunca mis ojos habían visto nada parecido
Recuerdo que mis padres, marcados con el hallazgo de la piedra, empezaron a distanciarse tanto que nunca antes habían discutido y desde entonces empezaron ha llevarse mal, sus diferencias se hacían cada vez más notables, discutían por todo. Así de la noche a la mañana cambió en el ambiente de la casa, mis progenitores llegaron a mirarse con odio cuando creían que nadie los veía. Mi madre prohibió las risas y a veces nos miraba como si fuéramos extraños a mis hermanos y a mí.
Mi abuelo tampoco escapó de la influencia de la piedra, parecía amargado y ya no jugaba con nosotros. La casa que siempre antes me pareció bonita ahora se me antojaba fea y desagradable desde los tormentosos momentos que viví en ella con desconsolada angustia infantil.
Fue todo desagradable, sin entender qué desencadenó la tragedia familiar y qué era lo que pasaba para que ningún miembro de la familia volviera a sonreír Yo cada día soñaba con escapar a un sitio lejano para nunca más volver.
En mi cabeza de niño nunca comprendí porque una tarde de otoño y cuando regresaba del colegio, unos señores con sombrero negro se llevaban a mi abuelo, subiéndolo a un coche y él ,con una sonrisa que más bien parecía una mueca, nos decía adiós.
Mi madre nunca nos habló de ello y cuando preguntábamos por él su respuesta era siempre la misma, que había tenido que ir de viaje al extranjero por un trabajo muy importante y que pronto regresaría. Pero eso no paso y nos empezamos a hacer mayores. Nunca jamás mis hermanos y yo volvimos a preguntar por él.
Ahora, con la piedra en la mano, me vienen muchos recuerdos escondidos en mi pequeña cabeza y mis piernas de hombre maduro se agitan como las hojas de un árbol en una brisa suave.
Mi madre siempre fue mujer altiva, y estaba poseída de tener una belleza excepcional, siempre le gusto el lujo, era la mujer más bonita y mejor vestida del pueblo cuando asistía a la misa dominical. Mi padre, nunca le quitaba ningún capricho y le gustaba exhibirla como un preciado trofeo. El abuelo que vivía con nosotros dejaba vivir.
Un día, mi padre viajaba en el tren camino de casa después de estar unas semanas en Barcelona. Había ido por asuntos de la finca y se sentía angustiado por que no le habían salido los negocios como el esperaba. La finca, en esos momentos, se encontraba con un déficit casi imposible de recuperación. Por eso tuvo que ir a Barcelona para que sus parientes catalanes le ayudaran a remontar la situación. La cosecha había sido mala, la aceituna escasa, la almendra casi toda se perdida por falta de riego… y así metido en sus pensamientos, no se dio cuenta que unos hombres se sentaban en el asiento frente a él.
De pronto, en el vagón en el que el viajaba se forma una trifulca en el que se ve envuelto sin querer. Las pistolas y las navajas aparecieron en manos de sus compañeros de viaje y mi padre atemorizado sin saber qué hacer, se esconde debajo de un asiento desde donde ve cómo un hombre herido de bala cae a su lado. Le alarga una mano manchada de sangre pidiéndole auxilio pero mi padre no pudo moverse paralizado por el miedo. La mirada de ese hombre nunca la pudo olvidar.
El terror que vivió mi padre hasta la parada de la próxima estación donde esperaba la policía, fue para él interminable, como si viajara en un carrusel desbocado y sin control. En la angustiosa espera agazapado bajo el asiento, algo le cayó en la cabeza y con temor lo cogió y lo guardó en su bolsillo sin saber que era ni porqué lo hacía. Más tarde, cuando llega a casa y le enseña a mi madre lo que ha encontrado ésta lo guarda con avaricia hasta que vinieran tiempos mejores. Desde entonces una ambición desmedida se apoderó de ella y eso hizo que mi padre por temor a su enojo no dijera nada a la policía. lo guardó bajo llave dentro de una cajita roja (la que ahora tengo en mis manos)y que me quema como si fuera un hierro incandescente.
A la mañana siguiente la prensa se hizo eco de un robo en la casa del Cónsul de Turquía en Cataluña y hubo un gran revuelo en una pequeña localidad del Ampurdán donde se buscaban los atracadores de la casa solariega.
Mi padre ajeno a todo lo que estaba pasando y sin querer enterarse de nada siguió con su trabajo sin apreciar que estaba siendo observado muy de cerca por un hombre desconocido y que a éste al mismo tiempo, le seguía la policía pisándole los talones.

Continuará...

sábado, 10 de marzo de 2012

EL JARDIN

Estoy sentada en el ocaso de la tarde en mi pequeño jardín repleto de evocaciones. Miro el pino que una Navidad plantó mi padre en medio de un florido parterre para poder adornarlo en la Navidad del año siguiente. A su lado, También hay un platanero larguirucho presumiendo de sus hojas de plata.
Ese día lo recuerdo como un día muy divertido. Toda la familia colaboró en tan magno acontecimiento sobre todo para nosotros, los pequeños de la casa.
Un ruido extraño me hace estremecer, algo parece arrastrarse tras la tapia del jardín, miro pero no veo nada mi corazón se desboca, cuando me sereno, de nuevo empiezo a recordar, aquí había un árbol, ya no está…lo habrá abatido algún vendaval, hace tantos años…era una niña cuando empezamos a venir toda la familia a pasar las vacaciones.
Un silbido aterrador me hace volver la cabeza, una enorme serpiente encrespada me mira belicosamente, me quedo inmóvil casi no puedo respirar de la impresión, el temor se apodera de mi, cierro los ojos, y al volver a mirar ya no estaba, entro en la casa presa de una gran excitación y oigo un susurro, escucho expectante y al instante siento una grata sorpresa al saber que era la radio que emitía una lánguida melodía, con gesto impulsivo le doy al botón de apagado, pero enseguida me doy cuenta que no estaba conectada.
Mi corazón se aceleró y subo al piso superior de la casa y una luz tenue se escapa por la rendija de la puerta entreabierta del cuarto de baño, las piernas me flaquean salgo corriendo de nuevo al jardín la precipitación me hace difícil respirar porque sentí que el aire me faltaba. Ahora la copa del platanero sobresalía entre una incipiente niebla, como misteriosas formas surgidas de la nada. Donde antes creí ver un almendro, solo hay hierbajos que creciendo en desorden.
De repente el almendro, surge de nuevo ante mis ojos agitando sus ramas, haciendo un ruido tenebroso, estoy sola siento que algo me está ocurriendo, las ramas del almendro parecen querer abrazarme se mueven como si fueran brazos humanos. Ya es entrada la noche hay luna llena y con su luz mercurial ilumina el pequeño jardín haciéndolo mágico, las sombras que proyecta desde lo alto con su resplandor son fantasmagóricas siento que un miedo terrible se apodera de mi.
El ruido de un coche alivia mi pesar, al fin llega alguien a casa, atravieso el zaguán, y abro la puerta principal confiada, allí estaban mis hijos y mi marido con un complejo equipo electrónico, y me cuentan entusiasmados que lo habían probado haciendo figuras chinescas a las afueras del jardín y que parecían verse fantasmas. Dicen las niñas entusiasmadas
Aquella noche cene sin apetito todo lo ocurrido me sobrepasaba.
¡Y la radio encendida…y la luz del cuarto de baño!
Desde aquella noche nunca más pude dormir ni descansar en aquella casa.
Por la mañana, cuando entro en el salón había un libro encima de la mesa abierto, leo con curiosidad aterradora, y en él una nota que nunca olvidare, lo que me hicisteis tú y tus amigos cuando éramos unos adolescentes aun no se me ha olvidado. Firmado RR.

EL MUGIDO

Paseando cerca de mi cabaña miro el horizonte ensalzando mi espíritu.
Oigo voces juveniles y lleno de curiosidad los diviso por la estrecha vereda una pareja mirándose tiernamente.
Ella con sus zapatillas de esparto y él deportivas fosforescentes. De repente ella gritó ¡Oh!
Qué horror había pisado una moñiga de vaca que por allí proliferaban, después del sofocón, siguen caminando, cuando de repente una vaca los mira de frente en la estrecha calleja ocupando todo el espacio, el animal solo mugió.
No os podéis imaginar lo que ocurrió, los dos gritando se subieron a la rama de un árbol, la vaca tranquilamente se acomodó a la sombra de dicho árbol.
Encaramados esperaban la ocasión para bajar, pero una avispa atraída por el perfume de la chica se posó en su brazo y paso lo peor, le clavó el aguijón y la chica aterrada por el dolor se cayó de la rama posándose encima de la vaca que al verse molestada se levantó dando coces hasta derribar a la joven en un charco lodoso donde los cerdos les gusta asearse, la pobre chica al levantarse, y verse de esas guisas, corrió tanto que no reparo que un cerdo grande y mantecoso le seguía gorreando como si fuera su amada.

martes, 6 de marzo de 2012

Homenaje a la Mujer

8 DE MARZO, DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER
Este domingo, y como viene siendo habitual en mí, después de la cena y cuando la casa se encuentra dormida y sumida en ese silencio donde solo se oye el crujir de los muebles que parecen tomar vida quejándose del ajetreo del día y haciéndome vivir momentos de misterio.
Me siento en mi sillón, para ojear el periódico del día. Sabiendo que a esas horas ya muy entrada la noche las noticias de la prensa se han vuelto viejas, pero aún así, leo con atención un artículo en la sección dominical de Yo Dona, este articulo habla de la primera mujer que leyó en una biblioteca “un libro”.
Teniendo que pasar más de un siglo desde que Felipe V abriera las puertas de la Biblioteca Nacional, que fue inaugurada en 1711. Por aquella época estaba vigente la Constitución de 1761, en la cual se decía prohibir la entrada a la biblioteca a gentes mal vestidas, o mendigos, poniendo especial énfasis que también se prohibía la entrada a las mujeres. Porque estas podían distraer a los hombres en horas de estudios. Después de varias protestas por parte de las féminas, se hizo una concesión que les permitiera la entrada solo los sábados pero solo de visita, no admitiéndolas como lectoras.
Pero la historia ha demostrado sobradamente que la mujer es valiente ante la adversidad (y que conste que no soy nada feminista). Un día se reunieron un grupo de mujeres intelectuales dispuestas a reivindicar sus derechos como ciudadanas, haciéndose oír para romper la exclusividad masculina.
Una de ellas rompiendo el protocolo solicitó un permiso a la entonces regenta María Cristina, obteniendo así la licencia para poder entrar en las bibliotecas, y así fue como esta mujer llamada Antonia Gutiérrez Bueno, consiguió ser la primera fémina que se sentó ante un pupitre en una biblioteca para leer un libro.
Logrando aquel día un triunfo muy significativo. Dando por hecho, que el hombre es igual a la mujer en inteligencia, y demostrar que además de parir y tejer jerséis al calor del hogar, sirve para muchas cosas más, como se ha demostrado en el siglo en que vivimos, como el de llegar a desempeñar un cargo militar, llevar un negocio, administrar su casa y además saber dar amor.
Y todo esto se lo debemos a una de las mujeres que fueron valientes que gastaron toda su energía y tesón en conseguir que a todas nosotras se nos abrieran las puertas de la cultura.
Y yo si no hubiera sido por este artículo que la noche del domingo leí por casualidad no hubiera conocido el nombre de esta mujer que lucho por todas nosotras. Por eso, yo desde aquí, quiero rendir mi humilde homenaje haciendo saber de su proeza, para que no quede en el olvido al menos por unos días.
Pero tampoco olvidemos que fueron muchas las mujeres que con su esfuerzo tejieron y seguirán tejiendo la historia con un suave olor a perfume.

viernes, 2 de marzo de 2012

El hombre que guardaba un misterio

Después de un húmedo otoño, los primeros días de invierno aparecieron amables y cálidos, como preludio a los fríos que estaban por llegar. Aquel día los vientos amainaron, y pude cabalgar por la escarpada montaña a lomo de mi fiel jaca Truhana.
Después de una hora de delicioso paseo, miro como siempre desde la cima de la montaña el precioso panorama que me brinda mi tierra extremeña, entre aquellos parajes solitarios y en plena naturaleza, una casona destaca entre la maleza, imponente, mudo testigo de un pasado de esplendor.
Siempre tuve curiosidad por verla de cerca, y aquel día decidí acercarme. Dejo atrás las retamas y zarzales que conviven al abrigo de los olivos, y me adentro por un camino bordeado de almendros y arbustos, cuando aparece ante mí la soberbia casona, ante su pétrea presencia me sentí confuso, al acercarme, la terraza de grandes dimensiones, está rodeada de una balaustrada de piedra que guarda con celo las escalinatas que dan a la puerta principal. Me acerco y en la puerta hay un anciano que en una vieja hamaca se mece sin cesar, con lentitud, con el ritmo monótono de las olas del mar cuando lamen la arena de la playa.
El anciano al verme, con un gesto me invita a apearme del caballo, y me ofrece una amplia sonrisa que deja al descubierto su boca desdentada de encías abultadas. Tomo siento a su lado justo en el último peldaño que da paso a la puerta principal.
El anciano me hace miles de preguntas, mientras observo cómo le tiemblan las manos, y me pareció que su estado era senil. Sin darme cuenta empieza a contarme la historia de aquella casa que hacía mucho tiempo guardaba en su frágil memoria.
Aquel día, comenzó su historia, toda la casa estaba iluminada. Empezaron a llegar los elegantes invitados de toda la comarca. Los anfitriones esperaban en lo alto de estas escaleras de la puerta de entrada para darles la bienvenida.
Los autos una vez vacios de sus lujosos pasajeros, se disputaban en los terrenos cercanos a la finca los lugares más llanos y de mejor accesibilidad para el vehículo, el tiempo de espera se presagiaba largo y monótono. Desde el alejamiento, se podían oír los sones de la orquesta.
Era un gran día para ellos, presentaban en sociedad a su única hija y heredera, Eloísa, el propósito de la fiesta no era otro que encontrarle marido a su bella hija, un marido que estuviera acorde con su categoría. A los sones de la música aparece Eloísa, radiante, con un vestido espectacular ensalzando su belleza, adornando su larga cabellera dorada con pequeñas flores, haciendo destacar sus ojos de color esmeralda.
Los criados, sigue contando el anciano, se disputaban las mejores rendijas de las puertas para ver a los invitados. Entre los invitados destaca un hombre que se hace llamar Duque de la Confederación, que ante el dueño de la casa finge, aparentar un entusiasmo de repentino enamoramiento nada más ver a Eloisa. El padre, convino en presentársela con gesto de conformidad. Cuando son presentados, ella nota en la cara de su padre que el Duque es de su agrado. El Duque un hombre de mediana edad, enjuto de mirada dura como gotas de asfalto, le sonríe con la hipocresía de una hiena. En esos momentos Eloísa no puede evitar sentir que la mirada de aquel semblante fiero y sagaz penetrara hasta lo más secretos y profundos de su ser.
Cuando la enlazó por la cintura para bailar, Eloisa sintió un estremecimiento, y vio como con los párpados cerrados, sus ojos bailaban la danza del que sueña ya por lo que ha conseguido.
Más tarde baila sin cesar con otros jóvenes encantadores, amigo de la familia, Eloísa mira hacia la terraza, lo ve, tímido y solitario, apoyado en la balaustrada con una copa de vino en la mano. Cuando termina la pieza, decidida se acerca a él con una suave sonrisa, se presentan. Eloísa, contesta tímido Eduardo, bailan y bailan sin hablar un vals en la solitaria terraza, que para ella fue lo más inolvidable de la noche. Más tarde, y pasados unos minutos, Eloísa lo busca y recorre con la mirada el salón, la terraza, pero él ya no está. Al cerrar los ojos recuerda con nostalgia los dulces ojos del joven llamado Eduardo, pensando con tristeza, qué impredecible es el destino, y que proclive a la tragedia es. Mientras se cuela por su mente, la mirada dura y la falsa sonrisa del Duque.
Desde el día de la fiesta el Duque se hizo asiduo de la casa, y siempre invitado por sus padres. La amistad llegó a ser tan estrecha que todas las decisiones de la familia pasaban por el consejo del Duque, haciéndose en poco tiempo en una pieza imprescindible en la familia. Desde entonces algo empezó a cambiar, los criados no se encontraban a gusto en la casa, por las noches se oían conversaciones extrañas en las habitaciones de invitados. Los señores de la casa empezaron a perder interés por todos los problemas de la hacienda. La madre de Eloísa empezó a encontrarse triste y desganada, unos meses después inexplicablemente no pudo levantarse de la cama; solo había transcurrido una semana de la extraña enfermedad, muriendo una mañana con una expresión de sufrimiento, que los médicos no supieron diagnosticar.
El padre siempre acompañado por el Duque se encerró en sí mismo, no quería relacionarse con nadie, salvo con el Duque, quien le acompañaba noche y día hasta quedar anulada su voluntad. Los dos solían salir cada mañana en solitario a cabalgar por la hacienda, un accidente incomprensible para un experto jinete, le hace caer del caballo, y como consecuencia muere poco después de la caída.
Eloísa ya estaba sola en el mundo, El Duque, cogió las riendas de la casa sin preguntar, las cosas para ella fueron cada vez peor, el Duque le exigía toda clase de datos referentes al patrimonio de sus padres, alegando que ella no se encontraba en condiciones anímicas para administrarlo.
Cada día que pasaba se encontraba más débil, y aunque se esforzaba por hacer memoria de lo que allí estaba pasando, lo único que conseguía evocar, una imagen imprecisa de la que faltaban todos los detalles, más importantes.
El anciano narra la historia de la casa con hondo sentimiento, haciendo asombrarme con su relato, hasta quedarme allí escuchando hasta perder la noción del tiempo. Mientras Eloísa prosigue, se veía perdida en sus pensamientos que la sumergían en la negrura de un nocturno océano. Una mañana, el Duque le pide casamiento, mientras le ofrece su diaria taza de café, pero ella se encuentra débil por todos los acontecimientos vividos, y acepta con desgana la proposición, y una semana después se celebra la ceremonia civil en la casa sin invitados, ante un hombre desconocido, que le hace firmar un documento que ella desconoce su contenido.
Después de la extraña boda, Elisa no tardó mucho en comprender, el episodio en el que su ahora esposo le había metido, ya no era feliz en la casa que la vio crecer, ahora la veía como una casa de muñecas inanimada, grande, que respiraba y en cada aspiración parece querer engullirla. Aquel día no quiso salir del salón, solo quería estar sentada en la butaca donde recordaba haber visto a su madre sentada enfrascada en la lectura; un terrible ardor le empezó a quemar inexorablemente el cerebro y las entrañas, cuando en la penumbra ve como una figura de mujer, vestida con camisón blanco asoma la cabeza por la puerta, desapareciendo al instante.
Cada vez se encontraba más sola, el Duque solo la visita para darle café y más café, a sus oídos llega el tatareo de una monótona canción. Sale del salón con dificultad, la cabeza le parece estallar, sus sienes laten hasta hinchar las venas. Se acerca al baño donde se encuentra la puerta entreabierta, llama con voz temblorosa, y al no tener respuesta se va de nuevo al salón, a su paso por el pasillo ve una delgada línea de luz bajo la puerta de su alcoba. Un espejo al fondo, en el suelo multiplica la luz deshilachada que sale por la rendija, dando un aspecto de fantasmagoría.
La noche es oscura, no hay luna, está tapada por nubarrones de color panza de burra.
Miré al anciano, inmóvil, con la vista perdida, por su expresión, intuí que la estaba viendo a Eloísa sentada en el sillón, mientras su figura se refleja en el espejo de encima de la chimenea que al perder el azogue sus manchas negras se plasmaban en ella como augurio de malos presagios. Quizás en su soledad sentía los escrúpulos de conciencia que comenzaban a martirizarla sin piedad, por no haber sabido imponerse ante los deseos de sus padres.
Después, un largo silencio por parte del anciano que yo respeto, parecía buscar en los pliegues de su cerebro lo vivido en aquella casa.
Sigue el anciano; yo fui el único que no abandonó esta casa. La tristeza que sentía la joven era una especie de locuacidad meditabunda, que despertaba mi compasión. Días después seguía sentada en el sillón y al amanecer oía como entraban en la casa coches autopropulsados que se colocaban en ordenadas filas, a veces el suelo vibraba bajo sus pies, mientras parecía oír la risa del demonio.
Una mañana se arma de valor y se enfrenta a la realidad, recorre la casa y ve que las paredes están desnudas de cuadros, solo queda la señal en la pared ahora vacías, abre la puerta de la alcoba donde un día vio luz, y encuentra un camisón blanco tirado en el suelo, zapatillas de mujer y un vestido de pésimo gusto. Su esposo había estado viviendo con una mujer en su propia casa, va a la cocina y busca con frenesí algo que le pueda dar una pista de lo que estaba pasando, horrorizada ve una toalla en el suelo manchada de sangre, corre hacia el salón, y de la colección de catanas que tenía su padre como recuerdo de un viaje a Japón, falta una, se encuentra desorientada, entra en la alcoba de sus padres, abre el armario y un cadáver de mujer cae sobre su cuerpo. Sale despavorida, cuando tropieza con un brazo cercenado de un hombre, ya no sabe qué hacer, ni adonde ir, en su locura, va de nuevo al salón, y ve la taza de café que una hora antes tenía que haber tomado humeante.
¿Cómo puede estar aún caliente?
El carillón del reloj marca las doce del medio día, un día gris y desapacible, de repente la puerta del salón se abre por una ráfaga de viento, Eloisa ahoga un grito en su garganta, no se mueve tiene los ojos cerrados con fuerza. Cuando llega de nuevo la noche sigue acurrucada en el sillón, con mano temblorosa tapa su cuerpo con una manta, mientras oye unos pasos lentos que se detienen ante el salón. Ya ni tan siquiera puede respirar, los pulmones los siente encharcados de emociones.
Los faros de un coche detenido ante la puerta de la casa entran por la ventana del salón como dos cañones de luz. De nuevo pasos, ahora seguros, firmes. Una voz la llama por su nombre, pero ella no contesta, no mueve ni un solo músculo de su cuerpo, está aterrada, no siente palpitar su corazón.
La puerta del salón se abre de nuevo de par en par, es Eduardo, al verlo cree estar alucinando, o quizás estaba muerta y se encontraba en las puertas del cielo… Eduardo se acerca a ella, y cogiendo su mano le pide perdón por lo que le ha hecho vivir en los últimos días, y le dice con ternura, gracias a ti hemos atrapado a una banda de asesinos capitaneados por el Legañoso, apodado (el Duque) hemos tenido que enajenarte con drogas para poder hacer mejor nuestro trabajo. Pues él hizo de esta casa su cuartel general, temiendo por tu vida.
Y se presentó, soy policía de lo criminal, estos asesinos mataron a tus padres, su intención era el de quedarse con todo el patrimonio una vez te hubieran liquidado a ti también. Eloísa escucha desorientada la narración de Eduardo. Lo que nunca sabrá si ella fue la culpable de los dos asesinatos que había ocurrido en su casa, porque dejó de oír la voz de Eduardo. Se había desmayado.
Momentos después de dejar al anciano, clavo mi espuela en la fiel Truhana y cabalgo hasta caer extenuado. Toda esa historia que había oído por boca del anciano, ya la había oído con lágrimas en los ojos narrar a mi padre.
Un buen padre, pero que yo nunca lo vi sonreír.
Mientras, detrás de una ventana del primer piso, una anciana escucha con lágrimas en los ojos, su historia. Porque el hombre que también la escuchó era el vivo retrato de aquel que la enamoro y al mismo tiempo trunco sus ilusiones dejándola para siempre en el olvido en un mundo exento de ilusiones.