viernes, 27 de enero de 2012

Tánger (1ª parte)

Comencé a escribir esta historia cuando un día estaba tumbada en la arena y miraba ensimismada como el agua subía y retrocedía en la suave pendiente de la playa, bañando con su espuma de mansas olas.
El silencio o quizás el suave susurro mezclado con la calidez del clima, hizo que mi cuerpo entrara en un dulce sopor, que a veces es interrumpido por recuerdos del subconsciente.
Me encuentro en Tánger, al norte de Marruecos, donde el estrecho de Gibraltar con su cañón de aguas profundas separa España de África, al igual que separa el bravo Atlántico y el suave Mediterráneo.
En esos momentos, dos jóvenes pasean por la playa vestidos a la europea, siendo esta la consecuencia de sangres cruzadas que laten en las venas de Tánger.
Cierro mis ojos. Mis sueños nunca fueron sueños tradicionales, como el correr tras un paraguas que una tarde de tormenta se lo lleva el viento.
Mis sueños son otra cosa desde aquel día que me encontraba en una fiesta benéfica para recaudar fondos para los niños enfermos. Estaba siendo un éxito de recaudación, cuando alguien me ofrece un boleto para una rifa, el último que quedaba. Lo acepto y una hora después me veo la ganadora de un viaje a Marruecos, en concreto a Tánger. Sin interés alguno guardo el boleto. A la salida alguien me dice al oído casi en susurros: “Yo que tú no me perdería esa aventura…”
Así fue como un día me encontré en Tánger. Sola, con una tarjeta de presentación y una dirección de hotel donde alguien me daría la bienvenida, pero esa persona no se presentó, había zarpado rumbo a España días antes para hacerse cargo de una clínica dental.
Mis sueños aquella noche, extrañamente se encaminan hacia la mitología bereber. Cuenta que Tánger fue construida por el hijo de Tingis llamado Sufax. Tingis era la amada esposa del héroe bereber Anteo. También se cuenta que por aquel entonces se rumoreaba que bajo la dominación griega en la que entonces convivían, en la ciudad impusieron su criterio al atribuir la fundación al gigante Anteo, cuya tumba se halla cerca de la ciudad que yo visité en mi delirio.
En esta leyenda de mi fantástico sueño no podía faltar el hijo de Hércules. La historia cuenta que existe una cueva donde durmió entes de encararse con sus doce tareas. Hoy en día es una de las mayores atracciones turísticas por estar relacionada con la mitología.
Tánger me cautivó por su enclave estratégico siendo siempre importante para los navegantes que surcan los océanos Atlántico y Mediterráneo. Esta ciudad siempre fue un compendio de mezclas de culturas, los Visigodos con su austera y señorial seriedad llegan a conquistarla, más tarde se convierte en colonia Bizantina, pero un día llego un guerrero iluminado, llamado Muza, que con su fuerza y dotes de persuasión puso Tánger bajo la dominación árabe.
La arena crujió bajo sus pies como una sonora crepitación alertando mis aletargados sentidos, de repente encendió un cigarrillo, lo supe porque discerní el frotamiento de una cerilla y el bisbiseo de su combustible.
Cuando alcé la mirada deslumbrados mis ojos por el intenso sol, lo vi. Era un rifeño de ojos claros que brillaban con una luminosidad extraña, su rostro se mostraba curtido por un sinfín de surcos, tan profundos, que parecían esculpidos a navaja, que el tiempo supo disimular con ayuda de las arrugas, al abrir la boca de sus labios brotó una risa ventrílocua, discordante, como si quisiera tapar una profunda amargura.
Bastó que una suave brisa marina me refrescara para que me amarrara los ímpetus que me acometían en esos momentos. El hombre al observar que mi cuerpo se puso a la defensiva, se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos, no sin antes echarme una de esas miradas que nunca quisieras que te echaran, porque te hielan la sangre.
Con pasos nerviosos e inseguros me dirijo al hotel. Minutos después, me encuentro con las maletas en la calle pidiendo un taxi. Mi intención no es otra que huir de ese hombre que ignoro quién es y que quiere de mi, recuerdo que cuando desembarqué en Tánger lo vi nada más llegar guardando de él un extraño recuerdo.
Me fui al noroeste de Tánger donde descubrí un centro turístico, antiguo puerto pesquero, y encuentro alojamiento en una antigua casa encalada de pescadores. Salgo a pasear por la playa, mientras la noche envuelve lentamente la ciudad. Miro como las aves marinas se aglomeran sobre la estela de espuma que producen los motores del navío que lentamente se va acercando al puerto. Pero tengo que dejar de admirar la belleza que me brinda el mar. Un viento llamado Levante empieza a azotar mi cuerpo haciéndome sentir como la fina arena se clava en mis brazos y piernas como puntas de alfileres, este viento cuentan los tangerinos que hace enloquecer a los habitantes cercanos al estrecho. Es tan dañino que se dice de él que tiene la capacidad de un bebedizo o conjuro amoroso. Pero allí con su viento está Tánger, donde el amor y la muerte no sirven ante un puñado de amuletos.
Dos días después, sin saber el porqué sigo en Tánger, paseo al atardecer y admiro la fortaleza, la torre del mirador, también recorro el museo donde pude ver una colección de escritos antiguos, tejidos, cerámicas y maderas bellamente talladas. Me siento observada los nervios hacen que me tiemblen las piernas, de repente un sudor frío hace que me sienta mal, salgo a la calle y me mezclo con la gente que admira la Mezquita de Bourguiba, alguien se acerca a mí y me pone un velo por la cabeza y me da un suave empujón para que entre dentro de la mezquita, segundos después me encuentro dentro, y pude admirar una bella sala de mármol desde una celosía, es el punto de oración musulmana, es inmensa, un turista me cuenta que la bóveda la sostienen 86 pilares, en verdad ante tanta grandiosidad me siento tan pequeña…miro hacia atrás atraída por una mirada como el imán atrae al hierro y allí estaba el hombre de mirada extraña, lo encontré y lo mire cara a cara, y las luces y las sombras hicieron desvanecer su silueta, lo que casi me vuelve loca. Desde aquel entonces, se convirtió en mi obsesión, hasta creer verlo en todas partes, en esos momentos mi respiración se agita hasta creer desfallecer. Me recupero, y salgo precipitadamente de la Mezquita como si en ese momento alguien hubiera gritado:¡fuego!
Ese es uno de esos días en el que la soledad amenazaba con destruir mi espíritu. Me adentro por una callejuela y subo una de las cuestas de la medina zigzagueando con la mirada perdida como esperando el milagro de la salvación, en las calles nada parece llevar a ningún sitio, no existen las líneas, la distancia más corta suele ser la que una cree que es la más larga, por un instante la ansiedad me domina, cuando avanzo cinco minutos en una misma dirección, de pronto me encuentro en el mismo punto de partida. En el recodo de una esquina aparecen ante mí una plaza, donde los guardacoches apoyados en las paredes dormitan, bien previstos de grandes cayados. Mi corazón cansado por el esfuerzo de la subida y por la angustia de una posible persecución, se calmó, y pensé, que la vida tenía que seguir su curso.
Llego a la Place de France, y bajo por la Rue de La Liberté, me acerco al hotel de Minzah, con su aire de mal imitador de la arquitectura andaluza, el portero me recibe vestido con zaragüelles, su Chechenia y sus babuchas, corren al verme para servirme en lo que desee. Resulta agradable después de una huida sin motivo que alguien aunque sea remunerado les de gusto el servirte.
Después de pedir que me lleven el equipaje a mi nuevo alojamiento, me inscribo en el hotel, no solo tiene vistas al mar, sino que solo una estrecha franja de agua me separa de España. Lleno la bañera de porcelana pensando cómo pude meterme en este lío. Mientras miro el mar, me parece que mi alma se ensancha contagiada por el espacio que se pierden en las preguntas, su destino, y del que busca el hombre ante todo lo que sufre y vive. Aquella noche, descansé plácidamente.
A las ocho de la mañana, me despierto al oír los bramidos repetidos de un ferry que se acerca a puerto, abro la ventana y el paisaje de la bahía me ciega ante los deslumbrantes rayos de sol.
A lo largo hay nubes de agua de las de color plomo que son atropelladas y empujadas por el viento hacia España y parecen engancharse en la escarpada del promontorio de Algeciras como fumatas de reflejos perlados. Mientras, entre las dos costas, las aguas del estrecho, donde los océanos se disputan su liderazgo, las olas se encrespan haciendo difícil la navegación.
En la calle aprieta el calor, cierro la ventana y veo como millares de partículas de polvo flotan entre la ventana y el cristal.
Por la mañana, las calles son como si estuvieras paseando por una andaluza calle española, sus fachadas encaladas adornadas con vistosos azulejos, quedando así patente la holgura económica que suscitó una vida de despilfarro, basada en el juego de las apariencias.
La alta sociedad la componen los que trabajan en las embajadas, consulados siendo un compendio de nacionalidades.
Tánger en estos momentos de esplendor económico se convierte en una bella perla que todo el mundo quiere poseer, pero ella ajena a toda avaricia, sigue flotando en el estrecho sin que nadie se atreva a tocarla.
Todos los días las mujeres árabes, se dirigen al mercado con sus caftanes de seda y sus velos oscuros, mientras los mercaderes se distinguen de los demás con su atuendo de chilaba, fez rojo y babuchas, que a su vez son árabes bereberes y también europeos, donde todos los que están allí dejan huellas diferentes, pero rica en matices que es la señal de identidad permanente en Tánger.
Me encuentro en el Zoco Chino donde se puede comprobar la heterogeneidad de razas culturas religiones y arquitectura. De repente, una voz hace el silencio, el muecín llama a la oración desde los minaretes.
Muy cerca del Zoco Chino está el cine Vox, donde solo se proyectan, para mi sorpresa, reproducciones egipcias, como el célebre Um Kalsun. Las gentes se aglomeran en las puertas de las taquillas para comprar su entrada. Dentro es como estar en Hollywood. Las películas son en blanco y negro, pero los decorados suntuosos y el vestuarios de ensueño.
CONTINUARÁ...

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