viernes, 27 de enero de 2012

Tánger (1ª parte)

Comencé a escribir esta historia cuando un día estaba tumbada en la arena y miraba ensimismada como el agua subía y retrocedía en la suave pendiente de la playa, bañando con su espuma de mansas olas.
El silencio o quizás el suave susurro mezclado con la calidez del clima, hizo que mi cuerpo entrara en un dulce sopor, que a veces es interrumpido por recuerdos del subconsciente.
Me encuentro en Tánger, al norte de Marruecos, donde el estrecho de Gibraltar con su cañón de aguas profundas separa España de África, al igual que separa el bravo Atlántico y el suave Mediterráneo.
En esos momentos, dos jóvenes pasean por la playa vestidos a la europea, siendo esta la consecuencia de sangres cruzadas que laten en las venas de Tánger.
Cierro mis ojos. Mis sueños nunca fueron sueños tradicionales, como el correr tras un paraguas que una tarde de tormenta se lo lleva el viento.
Mis sueños son otra cosa desde aquel día que me encontraba en una fiesta benéfica para recaudar fondos para los niños enfermos. Estaba siendo un éxito de recaudación, cuando alguien me ofrece un boleto para una rifa, el último que quedaba. Lo acepto y una hora después me veo la ganadora de un viaje a Marruecos, en concreto a Tánger. Sin interés alguno guardo el boleto. A la salida alguien me dice al oído casi en susurros: “Yo que tú no me perdería esa aventura…”
Así fue como un día me encontré en Tánger. Sola, con una tarjeta de presentación y una dirección de hotel donde alguien me daría la bienvenida, pero esa persona no se presentó, había zarpado rumbo a España días antes para hacerse cargo de una clínica dental.
Mis sueños aquella noche, extrañamente se encaminan hacia la mitología bereber. Cuenta que Tánger fue construida por el hijo de Tingis llamado Sufax. Tingis era la amada esposa del héroe bereber Anteo. También se cuenta que por aquel entonces se rumoreaba que bajo la dominación griega en la que entonces convivían, en la ciudad impusieron su criterio al atribuir la fundación al gigante Anteo, cuya tumba se halla cerca de la ciudad que yo visité en mi delirio.
En esta leyenda de mi fantástico sueño no podía faltar el hijo de Hércules. La historia cuenta que existe una cueva donde durmió entes de encararse con sus doce tareas. Hoy en día es una de las mayores atracciones turísticas por estar relacionada con la mitología.
Tánger me cautivó por su enclave estratégico siendo siempre importante para los navegantes que surcan los océanos Atlántico y Mediterráneo. Esta ciudad siempre fue un compendio de mezclas de culturas, los Visigodos con su austera y señorial seriedad llegan a conquistarla, más tarde se convierte en colonia Bizantina, pero un día llego un guerrero iluminado, llamado Muza, que con su fuerza y dotes de persuasión puso Tánger bajo la dominación árabe.
La arena crujió bajo sus pies como una sonora crepitación alertando mis aletargados sentidos, de repente encendió un cigarrillo, lo supe porque discerní el frotamiento de una cerilla y el bisbiseo de su combustible.
Cuando alcé la mirada deslumbrados mis ojos por el intenso sol, lo vi. Era un rifeño de ojos claros que brillaban con una luminosidad extraña, su rostro se mostraba curtido por un sinfín de surcos, tan profundos, que parecían esculpidos a navaja, que el tiempo supo disimular con ayuda de las arrugas, al abrir la boca de sus labios brotó una risa ventrílocua, discordante, como si quisiera tapar una profunda amargura.
Bastó que una suave brisa marina me refrescara para que me amarrara los ímpetus que me acometían en esos momentos. El hombre al observar que mi cuerpo se puso a la defensiva, se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos, no sin antes echarme una de esas miradas que nunca quisieras que te echaran, porque te hielan la sangre.
Con pasos nerviosos e inseguros me dirijo al hotel. Minutos después, me encuentro con las maletas en la calle pidiendo un taxi. Mi intención no es otra que huir de ese hombre que ignoro quién es y que quiere de mi, recuerdo que cuando desembarqué en Tánger lo vi nada más llegar guardando de él un extraño recuerdo.
Me fui al noroeste de Tánger donde descubrí un centro turístico, antiguo puerto pesquero, y encuentro alojamiento en una antigua casa encalada de pescadores. Salgo a pasear por la playa, mientras la noche envuelve lentamente la ciudad. Miro como las aves marinas se aglomeran sobre la estela de espuma que producen los motores del navío que lentamente se va acercando al puerto. Pero tengo que dejar de admirar la belleza que me brinda el mar. Un viento llamado Levante empieza a azotar mi cuerpo haciéndome sentir como la fina arena se clava en mis brazos y piernas como puntas de alfileres, este viento cuentan los tangerinos que hace enloquecer a los habitantes cercanos al estrecho. Es tan dañino que se dice de él que tiene la capacidad de un bebedizo o conjuro amoroso. Pero allí con su viento está Tánger, donde el amor y la muerte no sirven ante un puñado de amuletos.
Dos días después, sin saber el porqué sigo en Tánger, paseo al atardecer y admiro la fortaleza, la torre del mirador, también recorro el museo donde pude ver una colección de escritos antiguos, tejidos, cerámicas y maderas bellamente talladas. Me siento observada los nervios hacen que me tiemblen las piernas, de repente un sudor frío hace que me sienta mal, salgo a la calle y me mezclo con la gente que admira la Mezquita de Bourguiba, alguien se acerca a mí y me pone un velo por la cabeza y me da un suave empujón para que entre dentro de la mezquita, segundos después me encuentro dentro, y pude admirar una bella sala de mármol desde una celosía, es el punto de oración musulmana, es inmensa, un turista me cuenta que la bóveda la sostienen 86 pilares, en verdad ante tanta grandiosidad me siento tan pequeña…miro hacia atrás atraída por una mirada como el imán atrae al hierro y allí estaba el hombre de mirada extraña, lo encontré y lo mire cara a cara, y las luces y las sombras hicieron desvanecer su silueta, lo que casi me vuelve loca. Desde aquel entonces, se convirtió en mi obsesión, hasta creer verlo en todas partes, en esos momentos mi respiración se agita hasta creer desfallecer. Me recupero, y salgo precipitadamente de la Mezquita como si en ese momento alguien hubiera gritado:¡fuego!
Ese es uno de esos días en el que la soledad amenazaba con destruir mi espíritu. Me adentro por una callejuela y subo una de las cuestas de la medina zigzagueando con la mirada perdida como esperando el milagro de la salvación, en las calles nada parece llevar a ningún sitio, no existen las líneas, la distancia más corta suele ser la que una cree que es la más larga, por un instante la ansiedad me domina, cuando avanzo cinco minutos en una misma dirección, de pronto me encuentro en el mismo punto de partida. En el recodo de una esquina aparecen ante mí una plaza, donde los guardacoches apoyados en las paredes dormitan, bien previstos de grandes cayados. Mi corazón cansado por el esfuerzo de la subida y por la angustia de una posible persecución, se calmó, y pensé, que la vida tenía que seguir su curso.
Llego a la Place de France, y bajo por la Rue de La Liberté, me acerco al hotel de Minzah, con su aire de mal imitador de la arquitectura andaluza, el portero me recibe vestido con zaragüelles, su Chechenia y sus babuchas, corren al verme para servirme en lo que desee. Resulta agradable después de una huida sin motivo que alguien aunque sea remunerado les de gusto el servirte.
Después de pedir que me lleven el equipaje a mi nuevo alojamiento, me inscribo en el hotel, no solo tiene vistas al mar, sino que solo una estrecha franja de agua me separa de España. Lleno la bañera de porcelana pensando cómo pude meterme en este lío. Mientras miro el mar, me parece que mi alma se ensancha contagiada por el espacio que se pierden en las preguntas, su destino, y del que busca el hombre ante todo lo que sufre y vive. Aquella noche, descansé plácidamente.
A las ocho de la mañana, me despierto al oír los bramidos repetidos de un ferry que se acerca a puerto, abro la ventana y el paisaje de la bahía me ciega ante los deslumbrantes rayos de sol.
A lo largo hay nubes de agua de las de color plomo que son atropelladas y empujadas por el viento hacia España y parecen engancharse en la escarpada del promontorio de Algeciras como fumatas de reflejos perlados. Mientras, entre las dos costas, las aguas del estrecho, donde los océanos se disputan su liderazgo, las olas se encrespan haciendo difícil la navegación.
En la calle aprieta el calor, cierro la ventana y veo como millares de partículas de polvo flotan entre la ventana y el cristal.
Por la mañana, las calles son como si estuvieras paseando por una andaluza calle española, sus fachadas encaladas adornadas con vistosos azulejos, quedando así patente la holgura económica que suscitó una vida de despilfarro, basada en el juego de las apariencias.
La alta sociedad la componen los que trabajan en las embajadas, consulados siendo un compendio de nacionalidades.
Tánger en estos momentos de esplendor económico se convierte en una bella perla que todo el mundo quiere poseer, pero ella ajena a toda avaricia, sigue flotando en el estrecho sin que nadie se atreva a tocarla.
Todos los días las mujeres árabes, se dirigen al mercado con sus caftanes de seda y sus velos oscuros, mientras los mercaderes se distinguen de los demás con su atuendo de chilaba, fez rojo y babuchas, que a su vez son árabes bereberes y también europeos, donde todos los que están allí dejan huellas diferentes, pero rica en matices que es la señal de identidad permanente en Tánger.
Me encuentro en el Zoco Chino donde se puede comprobar la heterogeneidad de razas culturas religiones y arquitectura. De repente, una voz hace el silencio, el muecín llama a la oración desde los minaretes.
Muy cerca del Zoco Chino está el cine Vox, donde solo se proyectan, para mi sorpresa, reproducciones egipcias, como el célebre Um Kalsun. Las gentes se aglomeran en las puertas de las taquillas para comprar su entrada. Dentro es como estar en Hollywood. Las películas son en blanco y negro, pero los decorados suntuosos y el vestuarios de ensueño.
CONTINUARÁ...

jueves, 19 de enero de 2012

La invitación (2ª parte y final)

Un viejo marino tostado por el sol les espera con ojos turbios, mientras todos intentan acomodarse. El barquero se echó hacia atrás en la barca para hacer hueco, estiró sus piernas y dejó que su mano acariciara el agua negra mientras entornaba sus legañosos ojos.
El sol ya extendía el aura por el horizonte. En el punto más alto brillaba una media luna. A unos pasos de ellos, detrás y amparada al abrigo de una roca, una figura de mujer envuelta en la penumbra, vio como se dirigían a su destino, callada, inmóvil.
Minutos después de embarcar, el cielo se cubre de negros nubarrones, la mar empieza a encresparse, aún desconocen su destino, solo saben que se encuentran en medio de una mar cada vez más embravecida, todo es silencio. Una hora después de estar en aquella endeble embarcación, se divisa entre la neblina un cúmulo de tierra que al acercarse parece una pequeña isla, en la cima una blanca mansión.
Al desembarcar todos protestan por tener que subir por un peligroso precipicio. Las escaleras son peldaños esculpidos en la roca, el piso es resbaladizo por el continuo azote de las olas. Todos jadeantes por el esfuerzo de la subida, sienten miedo por su integridad física.
Una vez en la cima, la casa se ve majestuosa, es de una sola planta cuadrangular, de estilo moderno y orientada al medio día, recibiendo la luz de unos grandes ventanales. Un ruido infernal reverberó entre las rocas que circundaban la casa.
Un hombre alto, delgado y bien vestido les abre la puerta invitándoles a entrar, el hombre tenía algo de felino en su mirada, su traza evocaba a una bestia predadora, pero atractiva a la vista.
Cristina alza la mirada hacia el hombre, pero sus párpados se encogen. Dentro del salón, reinaba un silencio absoluto, solo roto por el ruido que hacía una de las ventanas abiertas que se encontraba a merced del viento. En las ventanas no había cortinas, tampoco alfombras en el suelo, solo dos sillas y un sillón donde descansaba olvidado un abrigo de mujer y un sombrero de fieltro ajado por el uso.
Una voz femenina, autoritaria, desde un megáfono les da la bienvenida con sequedad. Un silencio expectante reina impregnado de sorpresa y terror. La misma voz se volvió oír, para decir que se pusieran cómodos, pero allí, no había suficientes asientos para todos. Aquello empezó a parecer una pesadilla.
La puerta del salón se cerró de pronto, dejando a todos dentro, mientras una voz lastimera de un niño se oía llamando a su madre. Todos se estremecieron. Uno de ellos, se apartó de la pared donde estaba apoyado, y comentó:
- Esa voz la he oído antes en algún sitio, ahora no puedo recordar (sintiendo un escalofrió que le recorre el cuerpo). Esas palabras retumbaron en los cerebros de todos como truenos de una terrible tormenta.
Dentro del salón se empezó a notar una gran humedad, cuando comenzó a oscurecer, afuera el viento arreciaba rugiendo como una fiera, levantando las olas hasta azotar sin piedad el acantilado.
Aunque quisieran ya no podían salir de la casa, ni tan siquiera del salón, el tiempo era peligroso. Uno de los invitados de la enigmática carta, preguntó a todos mientras se atusaba el pelo una y otra vez con tic nervioso:
- ¿Qué hacemos aquí? ¡Salgamos, cuanto antes!
El más joven se acercó a la puerta, y después de aporrearla, rompió la carta en mil pedazos, tenía la piel fría como si la muerte le estuviera esperando. Los nervios empezaron a hacer estragos en todos.
Cristina, al apoyarse en la pared, sintió que se movía.
El señor del bigote, nervioso, intenta salir por la ventana pero abajo, un precipicio insondable hace imposible su plan de evasión. La ansiedad que siente por salir raya en la locura, haciéndole perder la razón y se precipita en el vacío.
El joven sigue intentando abrir la puerta desatornillando los pernos con un abrecartas que guarda en el bolsillo con la esperanza de salir. De repente, una de las hojas de la puerta se abre haciéndole precipitarse por ella, la puerta se cerró tras él mientras se oye un grito ahogado.
Solo quedaban tres en esa ratonera, desconociendo quien les había metido en ella.
De repente se siente un temblor, y el vacío de la habitación se cuajó hasta convertirse en formas de colores que parecen transparentes. El ambiente empieza a estar viciado, el salón se hace cada vez más pequeño. El hombre que quiso coger el autobús, empieza a perder la razón, y se convierte en una furia desatada, haciéndose peligroso.
Una grieta aparece en el suelo por donde empieza a manar agua con olor a azufre. La brecha se hace cada vez más grande y el nivel del agua sube hasta llegarles a la cintura, los tres gritan hasta quedar afónicos pero nadie escucha sus desesperadas voces. De repente la casa parece nadar en un mar turbulento, haciéndoles pensar que están en alta mar. Un relámpago seguido de un trueno, les hace temblar.
De repente, todo se hace silencio y soledad.
La sirena de un barco patrulla, retumba en el océano, haciendo la situación más siniestra. La noche carece de luna y estrellas. En la tétrica y extraña casa, una terrible mujer vengadora, pide a gritos el exterminio de todos los culpables de su dolor.
Mientras, se debate entre la locura y la razón. Pero para aquellos que recibieron tan funesta carta ya era demasiado tarde, pues ella ya había sembrado la devastadora semilla de la venganza, en aquellos que creyó culpables de la desaparición de su hijo.

jueves, 12 de enero de 2012

La invitación (1ª parte)

El viento soplaba cada vez con más fuerza, las copas de los árboles se agitaban y sacudían entre susurros las hojas muertas. Mientras caían en cataratas formando torbellinos a cada ráfaga.
Es el mes de Junio y desde la ventanilla del tren se podía contemplar un hermoso paisaje de lomas, con bosquecillos aislados y caminos bordeados de cipreses que se extienden a lo largo del recorrido.
Cristina viaja en un vagón de segunda clase. La temperatura dentro del tren es exagerada, el sudor le resbala por su cara inexpresiva, tiene las manos pegajosas, luce una extremada delgadez producida por el insomnio permanente que padece. No es una mujer precisamente atractiva a pesar de tener cuarenta años, y lucir una larga melena de color canela.
Cierra los ojos por unos momentos, mientras sale de su garganta un suspiro entrecortado, la carta que guarda en el bolsillo de su chaqueta de cheviot color verde oscuro le parece querer quemar su cadera. Saca la carta del bolsillo y antes de volver a leer aquella firma, piensa…
¡Hay gentes que hacen las firmas indescifrables! Se frota los ojos, se siente cansada, solo le hace feliz pensar en los honorarios que le ofrecen extrañamente sustanciosos.
Eran las ocho de la tarde cuando el tren hizo una parada en un apeadero, para recoger un solo pasajero destinado a ocupar un asiento en primera clase. Algunos viajeros, aprovechando el parón, se bajan del tren para estirar las piernas. Cristina saca la cabeza por la ventanilla, y después de mirar unos minutos decide que un poco de aire fresco no le vendría mal; y descendió cautelosamente los peldaños del tren, por el andén, paseó pensativa.
Han transcurrido dos horas de viaje desde la última parada, cuando son informados que están llegando a un apeadero, ese contratiempo la pone extremadamente nerviosa, y volvió a recordar vagamente la firma de la misiva que tanta incertidumbre le estaba causando…Después de pensar un rato Cristina no recuerda haber tenido contacto con nadie para que supieran sus señas unos extraños, a no ser en la época que trabajó como eventual en la recepción de un hotel de Cantabria.
Ahora, todo le parecía confuso, la carta que tiene en sus manos estaba redactada en términos muy vagos. Y empezó a sentir algo extraño en su interior que no sabía explicar, sintiendo una terrible ira contra ella misma, por acudir a una cita de trabajo sin antes tener referencias.
En aquel vagón de segunda clase abarrotado de viajeros, envuelta en una aureola de honestidad y principios irrenunciables Cristina triunfa sobre la incomodidad y el calor, sin perder la compostura. Por la mañana al despertar, le duele la cabeza después de pasar la noche sentada en el duro asiento del compartimiento. Al abrir los ojos se estremece acuciada por sus pensamientos, y deseó no tener que dirigirse hacia ese destino que nunca debió aceptar. Eran las dos del medio día cuando el tren de nuevo se detiene inesperadamente, algunas cabezas se asoman por las ventanillas tiznadas de carbón para protestar. Abajo un grupo de hombres junto a las vías señalaban un bulto que entorpecía la circulación del tren.
¿Qué es lo que ocurre ahora?
Pregunta un viajero con cara de palo y cabeza calva, asomado a la ventanilla.
Un empleado de la Renfe le contesta secamente.
¡No es nada!
Al instante es recogido de las vías una abultada bolsa que al parecer no tenía ninguna importancia.
Mientras por la cola del tren aprovechando la parada sube precipitadamente una persona tocada con un sombrero de ala ancha. Mientras Cristina sintió una especie de zozobra que le llenó la cabeza de tinieblas, cuando al asomarse a la ventanilla y ver que solo había sido un pequeño percance sin importancia. Ya se había hecho ilusiones de llegar tarde al encuentro con su cita y se acomodo en su asiento con una extraña sensación de vacío y debilidad en las piernas, las manos le sudaban por el calor y el nerviosismo. Un hombre que se encuentra a su lado de mirada penetrante, bajo y corpulento, al arrancar el tren increpa al revisor ¡aquí no se respeta el horario!
El horario, si el tren tiene otro retraso más, para mi puede ser muy perjudicial ¿y si el que tiene que recogerme se ha cansado de esperar? Y las manos mojadas por el sudor le empezaron a temblar. Un viajero, delgado, y con bigote de aspecto nervioso, comenta en voz alta a otro viajero. Si llegamos con dos horas de retraso, no podré llegar a tiempo para coger el autobús de vuelta. En el transcurso del viaje había decidido no acudir a la cita, esa carta desde la última vez que la leyó le dio malas vibraciones.
Cristina mira con curiosidad como la mano con la que se aferraba el hombre a la barra de la ventanilla, temblaba. Y dirigiéndose a ella con voz entrecortada ¿para usted es importante llegar a la hora? ¡Oh sí! Contestó convencida. Tengo que llegar puntual, me están esperando.
Diez minutos después el tren se puso en marcha mientras su ansiedad seguía en aumento. Su mente le martilleaba sin piedad cada momento de su vida, por el acontecimiento vivido, hacía poco más de nueve meses, cuando la señora de la casa donde trabajaba como institutriz, le confió su hijo mayor Carlos de diez años, para hacer un viaje corto por barco desde Cantabria a la Coruña. El niño, en el barco daba muestras de nerviosismo, por querer encontrarse cuanto antes con su abuela gallega. Esa tarde en cubierta no había mucha gente, la mar se encontraba con marejada y los balanceos del barco se hacían molestos, solo cuatro hombres se encontraban en cubierta fumando, en un descuido, el niño en uno de sus juegos cae por la borda, y a pesar del grito de agonía, nadie pudo hacer nada, pues el frágil cuerpo fue engullido en un instante por el oleaje.
Cuando con la mirada perdida busca a Carlos los hombres que habían presenciado la tragedia, solo la miran compasivos, mientras cae al suelo en estado de shock. Desde entonces su mente se niega a describir lo que en aquellos momentos sintió.
El tren, hace su última parada, en la estación de un pequeño pueblo pesquero llamado Kalina. En un lateral del andén un hombre de cabellos rizados moreno y barba poblada, mirando a los pocos pasajeros que habían quedado en el tren, parpadea y entorna los ojos sobre las hundidas órbitas, se acerca al grupo y les invita a subir a un coche todo terreno familiar, todos se miran y nadie se atreve a decir nada. Cada uno llevaba una carta con la misma firma, una vez dentro del coche reina un mutismo absoluto. Por la ventanilla ven como atraviesan el pueblo a gran velocidad, por estrechas callejuelas y acentuadas pendientes, hasta llegar a un pequeño embarcadero.
CONTINUARÁ...

martes, 3 de enero de 2012

Las sombras del pasado

Es primavera y me siento a orillas del río Tajo meditando sobre mi vida confundida con la exuberante vegetación, y veo pasar en la belleza del paisaje los fantasmas que me siguen brujuleando tras de mí entre luces y sombras de un pasado que sigue presente.
De repente se oigo un ligero roce en el suelo, con la suela de una bota, siento miedo ¡Está oscureciendo! Más tarde oigo el ruido que producen las uñas de un gato salvaje rasgando la hierba. Luego noto como alguien que se acerca, y siento una respiración cada vez más agitada. De pronto me acuerdo que antes de salir a pasear por el campo me había tomado un valium que quizás aun no me había hecho efecto. Me tranquilizo, quiero pensar que podían ser los pasitos sigilosos de las ratas que cruzan la noche en sus misteriosas tareas.
¡Pero si a las ratas no se les oye respirar!
Me levanto de la piedra que hace de soporte a mi maltrecho cuerpo y me dirijo a la pequeña cabaña que entre matorrales y alcornocales se hizo construir mi amigo Ramón para sus días de ocio y en la que me encuentro ahora huyendo de mi pasado.
Ya hace dos meses que desaparecí de la gran ciudad acuciado por las responsabilidades que todos querían hacerme ver que solo eran mías. Un trabajo que según mis conocidos del ramo, había logrado con mucha suerte en la editorial más famosa de Madrid, pero nunca sabrán que subí poco a poco y en silencio, porque el silencio es un arma a veces cargada de intenciones como eran las mías.
En la editorial ostentaba el cargo de redactor jefe. En mi despacho a modo de filtro de influencias se colaban, por un lado, mediocres académicos, escritores con ansias de triunfar, y periodistas que según ellos tenían historias novedosas de primera portada. Todos los días pasaban ante mí un sin fin de gentes que airados salían de mi despacho por no ser aceptados sus trabajos, rompiendo sin querer sus ilusiones, como la de llegar algún día a ser guionista en Hollywood.
Cuando entré aquel día en mi despacho, el clima en la calle estaba desapacible. Cuelgo el gabán, cuando una ráfaga de viento azotaba los cristales de la ventana. Un carraspeo me avisa que no estoy solo, y me echo hacia atrás como si hubieran intentado golpearme.
Miro hacia la mesa y sentada hay una mujer de unos cuarenta años, bien vestida y de excelente figura que clava su mirada de ojos negros como la noche, en mí. Sin decir palabras saca de su bolso un abultado paquete y un Pen Drive, que tira con rabia sobre la mesa con gesto displicente se dirige a mí, mientras yo ignoro lo que está pasando ¡con voz ronca pronuncia mí nombre!.
¿Eres Alfredo Castro? ¿Verdad? Al momento su mirada se tornó más fiera, tú solo tú, eres el culpable de que mi hermano perdiera la cordura, porque tú le empujaste a cometer su suicidio.
Una amenazante inquietud se apoderó de mí, cuando le oí decir que cualquier injusticia cometida por una causa que crees que es justa, lleva en sí un castigo. Cuando me encuentro a solas, abro el paquete con nerviosismo, y leo el título de una novela que no recuerdo haber visto antes.
El viento se desata cada vez más por la tormenta, abro la ventana para respirar, y el aire en su violencia me arrebataba los pulmones.
Dos semanas después me encuentro solo y en plena naturaleza. Un musgo verdoso bordeaba la cabaña hecha primorosamente con troncos de pino pulido y pintado de barniz, dándole un aspecto de cabaña cinematográfica, dentro un gran salón, cocina y comedor dan a la estancia el calor y bienestar del solitario, al fondo una pequeña alcoba con el cabecero de madera sirve de reposo.
Entro en la cabaña, la escasa luz del atardecer dibujaba un reverbero fluctuante en la sombra. Me siento en el sofá y veo ante mí en la mesita de centro, que está el libro que un día me llevó aquella mujer que cambió mi vida, la abro por el final y después de leer el último párrafo, sentí la enfermedad de los sentidos que deteriora la percepción del mundo. Y entré en un estado de desasosiego que casi me trastorna los sentidos.
Cuando estoy ante la cocina para prepararme una cena ligera percibo un ruido levísimo, el ruido que produce el aliento contenido por el terror. Había alguien en la alcoba, llamé con voz entrecortada por el miedo. Y volvió a hacerse de noche dentro de mí, el silencio más tarde abro la puerta de la cabaña en la negra oscuridad, asome la cabeza a modo de vigilancia y oí una respiración que salía de la espesa oscuridad, ¿Quién está ahí? ¡Grité!, de nuevo el horrible silencio, cerré la puerta y la aseguré con doble vuelta de llave.
Cuando entré en la alcoba sentí como me oprimía una angustia que jamás había sentido, ya tendido en la cama me sentí vagar por las brumas de un mundo irreal.
Aquella noche no pude dormir, notaba en mi interior que algo me aterraba. Enciendo la luz de la mesilla de noche y vuelvo a retomar la lectura del enigmático libro, ahora empiezo a leer por el principio, mí parecido con el personaje de la novela es sorprendente…sigo leyendo no puedo parar, la historia era mi vida, mi vida pasada que yo guardé con mil cerrojos, que ahora se refleja en la narración. Mientras el silencio se poblaba de rumores insistentes con los latidos de mi corazón en la oscuridad, estaba siendo invadido de amenazas trágicas que no parecían ser de este mundo sino del más allá.
Por la mañana, amanece un día brumoso y fresco, y aún no había terminado el libro, el dolor de cabeza me hace permanecer en el lecho víctima de una fiebre donde el alma tiene tanta parte como el cuerpo.
Pasado dos días me levanto aquejado de múltiples dolores, de nuevo en el sillón retorno la lectura, es raro en mí no recordar lo leído anteriormente y tuve que volver el principio, ¡todo era tan extraño!, me quedo dormido por unos instantes, y mis visiones oníricas son evanescentes, a veces tan transparentes que en sueños creía ver la realidad, mientras mi vida se vuelve cada vez más grotesca, y mis sueños son cada vez más frecuente, y lo peor de todo más convincente para mí, cuando desperté ya no sabía distinguir la realidad con el presente.
Llaman a la puerta, ya casi no tengo fuerzas para abrir, los recuerdos de mi subconsciente han vuelto a mi vida con más virulencia que nunca, ya es imposible seguir así. Abro la puerta y la mujer de ojos negros está ante mí, reclamándome el libro, un libro que en una cama, inmóvil, un hombre motorizado supo redactarle a su hermana. La mujer parecía inmersa en una suerte de trance, cabeceaba repetidas veces mientras su mirada tenía una fiereza, casi fósil. Antes de apretar el gatillo me dijo que quería saber cuánto podía durar sin dormir.
- Pero me equivoqué,- dijo-, eres más fuerte aún de lo que aparentas. A pesar de haber cometido un crimen, con un joven que solo quería triunfar, pues era ambicioso como tú, pero tu avaricia pudo más que la amistad y tuviste que estrellar tu coche contra el cuerpo de mi hermano en un solitario garaje. Escribió ese libro para ti, y para que todos supieran quien eres en realidad. Por eso al ver que su libro no había tenido acogida en tu editorial, un día decidió suicidarse, negándose a tomar alimento, y pidiendo ser desenchufado de aquella maldita máquina, que solo le dejaba pensar.
Un disparo sonó en el silencio, pero ya era tarde pues sentí como mi cuerpo caía no por las balas sino por la presión que tanto tiempo había soportado mi corazón por la lucha encarnizada que siempre tuve por el poder, que siempre me tuvo preso.