domingo, 18 de septiembre de 2011

La Inglesa (II parte)

Una tarde que aun resplandecía el sol llegamos a Barcelona, nos alojamos en un hotel llamado El Pacense de dos estrellas, la habitación se encontraba en semipenumbra porque las ventanas desvencijadas impedían poder abrirse, los vecinos de pasillo hablaban dando voces. La situación fue tan insostenible que enseguida empezamos a buscar un sitio donde vivir y que fuera asequible a nuestro bolsillo.
Después de dos días de búsqueda y al atardecer y agotados de tanto caminar encontramos un pequeño apartamento en el viejo barrio Gótico cerca de la catedral del Mar. Cuando la vi tan hermosa erguida, sentí en mi interior como si quisiera la piedra oscura darme protección.
Y entre por primera vez desde la huida en una iglesia católica, y rece hasta que las rodillas no aguantaron más el peso de mi cuerpo. Mi esperanza empezó a renacer.
Una tarde, los niños y yo osamos pasear por las Ramblas y admiramos sorprendidos los innumerables puestos de flores de todos los colores que llenaban el paseo, inundando con su aroma el ambiente. Las casetas de libros repletas de títulos sugerentes que hacían desear soñar.
Todo era fantástico los niños gozaron con el espectáculo que ofrecían las floristas vociferando su mercancía.
No había una pareja de enamorados que ella no adornara su mano con una rosa y un libro y el en la solapa un rojo clavel,
Era el día de San Jorge el día más memorable de la rosa y el libro en Barcelona.
Paseamos con parsimonia regocijándonos en el espectáculo y admiramos el majestuoso teatro Del Liceo. Estaba radiante después de ser reconstruido de un pavoroso incendio.
Cuanto añoraba volver a ver alguna representación operística, vestirme de gala y saludar con la cabeza a mis envidiosas vecinas de platea.
Pasaron dos semanas y un domingo mis hijos y yo fuimos a pasar el domingo al parque temático Tibidabo, de nuevo parecíamos una familia normal, a pesar de que mi marido nunca tuviera tiempo para acompañarnos, nos llegamos a acostumbrar a su ausencia.
Los niños empezaron a disfrutar igual que todos los de su edad, por lo tanto yo también empecé a serenar mi alma.
Así un día y otro nos empezamos a integrar en la sociedad barcelonesa.
Una mañana gris en el que amenazaba lluvia y cuando regreso de hacer la compra en el mercado próximo a mi casa, una mano de hierro se posa en mi hombro susurrándome cerca del oído en ingles que donde estaba mi marido el corazón se me desbocó haciendo que las palpitaciones se notasen en el temblor de mis labios, el pulso se paro cuando veo a dos individuos mas tras de mi con mirada de pocos amigos que esperaban mi respuesta.
Con la bolsa de la compra en un acto reflejo le doy con ella en la cara a uno de los dos individuos que estaban pegados a mi espalda acto seguido salgo corriendo a toda la velocidad que me permitían las piernas y camuflándome entre las gentes me meto en la primera boca de metro que veo, y me subo de un salto al ultimo vagón.
Me mezclo entre las gentes sin dejar de mirar a todas partes y nadie repara en mi agitación a excepción de dos ancianos que me miraron con ojos comprensivos.
Me bajo en una estación repleta de viajeros en hora punta en que las gentes regresan a los hogares después de una larga jornada de trabajo.
Yo no sabia donde me encontraba aun no dominaba la ciudad, todo era nuevo para mi, miro de nuevo angustiada a mi alrededor y siento tranquilidad al ver que nadie me sigue por unos instantes me relajo y miro la hora del gran reloj de la estación que chivato me dice la hora, de nuevo la angustia se apodera de mi y mi contrito corazón empieza a latir desbocado. Mis hijos con la huida se habían borrado de mi mente, y ahora estarían solos esperándome a la salida del colegio, sin conocer a nadie …cogí un taxi a pesar de tener pocos recursos y llego a la puerta del colegio agotada por la ansiedad, y mis hijos esperan sonrientes en la puerta con sus mochilas a la espalda.
Los obsequio con un abrazo impetuoso como si no los viera hacia años, y los niños sonríen al ver mi demostración de amor.
Llegamos a casa y como siempre les pregunto ¿Cómo les ha ido el día? y el mas pequeño me obsequia con una golosina que saca de un paquete repleto de todas clases de chulerías, y al ver mi asombro, el mayor me cuenta que se lo han dado unos señores amigos de papa y querían que les dejásemos donde vivíamos, yo disimule mi ansiedad y viendo que la piel se me erizaba -les digo – ¿se lo dijisteis?
- No mamá, no nos acordamos del nombre de la calle y nos equivocamos con la casa de Paris y le dimos ese numero, luego me di cuenta que me había equivocado. ¡No te enfades mama! no volverá a pasar ya soy mas mayor.
Y además intentando tranquilizarme diciéndome que eran amigos de papa y que solo querían saber donde vivíamos.
Yo creí morir sabían donde estábamos y el colegio de los niños, creí volverme loca ahora mis hijos peligraban y seguía sin saber el porqué.
El tiempo que transcurrió hasta que mi esposo llego a casa se me hizo eterno,
Era todo tan tremendamente difícil para mi que no se me alcanzaba la manera de salvar tanto escollo, enseguida que estuvo delante de mi a solas le cuento lo sucedido, el palideció dejando caer las llaves que aun tenia en las manos Por la noche y cuando el esporito descansa oigo como unos pies descalzos se arrastran por el comedor, paralizada por el espanto mi cuerpo no dejo mover ningún músculo, así estuve todo lo que quedaba de noche. Por la mañana al entrar en el comedor solo quedaba un aroma de perfume masculino
.No tuve que preguntar nada y obediente y sin fuerzas en las piernas recogí todo lo aprisa que pude, nuestros escasos enseres y de nuevo volvimos a la carretera.
Los niños no protestaban, solo se miraban unos a los otros como si se interrogaran, un escalofrió me recorrió la espalda al pensar ¿y si mis hijos se revelan? -¿Qué iba a pasar con ellos? estas preguntas sin respuestas ocasionadas por una terrible angustia me martilleaba en la cabeza.
Después de parar una y mil veces por las averías que producía el viejo coche, llegamos con dificultad a la ciudad andaluza de Almería. Nos dirigimos al Lejía con un clima benigno y en donde los emigrantes eran abundantes, llegando de todas partes del norte de Europa y de África para la recogida del tomate y hortalizas como temporeros.
Pensamos que allí nos podían dar trabajo y descansar de tanto viaje. A el día siguiente buscamos trabajo entre los contratistas y no fue muy difícil encontrar, sin preguntar de donde veníamos. Mi esposo y yo entramos a trabajar al día siguiente de nuestra llegada nos incorporamos a una cuadrilla que recogía tomates todo fue muy duro, pero al menos teníamos para comer y pagar el cutre alojamiento.
Cuando terminamos la recogida del tomate de nuevo nos entró el desasosiego pero nos contrataron de nuevo para la recogida de la remolacha éramos la misma cuadrilla y ya no fue tan difícil a pesar que por las noches nos dolían todos los huesos.
Así pasaron tres meses de mucho trabajo pero termino la temporada y de nuevo tuvimos que emprender viaje. Esta vez hacia Madrid, como ya teníamos algo de dinero allí nos pareció que la vida nos podía sonreír de nuevo.
Empezó para nosotros una vida mas sosegada, yo encontré trabajo de traductora en una importante agencia de viajes, mi esposo lo encontró en la embajada Holandesa al menos eso fue lo que me dijo.
Buscamos casa a las afuera de Madrid y encontramos un pequeño apartamento pero coquetón en San Sebastián De Los Reyes. No tardamos en comprar un coche pequeño, pero al menos era nuevo.
Y todo pareció ser real de nuevo, algunas noches íbamos hasta el centro al teatro cuando había una buena obra en cartelera, salíamos algunas veces a cenar con los nuevos amigos que eran encantadores, mis vestidos volvieron a ser de marcas prestigiosas, los niños disfrutaban en su nuevo colegio. En el invierno esquiábamos en la sierra de Guadarrama donde alquilamos un apartamento para la temporada de esquí.
En verano aunque no nos atrevíamos a acudir a ninguna playa de moda disfrutábamos con las invitaciones de amigos a sus piscinas privadas.
Ya estaba casi todo lo malo olvidad, hasta que mi esposo empezó de nuevo a viajar, nunca estaba en casa. El dinero que necesitaba me lo mandaba por mensajero, mi vida de nuevo empezó a ser intranquila y en soledad. Cuando osaba llamar a casa hablábamos como dos desconocidos yo no quería preguntar por no irritarlo y aun así me recriminaba que me había vuelto histérica.
El tiempo transcurría lento y espeso para mí como aceite de candil y por las noches observaba largas horas la blanca luna. Desde la soledad de mi alcoba.
Yo tenía muy malos presagios.
Una mañana cuando recodo el correos en el buzos de mi casa veo un llamativo sobre con bordes dorados, me sorprendió pero a pasar de producirme desasosiego no me atreví a abrirlo, venia a nombre de el, y como últimamente se alteraba por lo mas mínimo yo no quise saber la incógnita que guardaba el sobre y lo puse encima de la mesa de su despacho hasta el día en que osara venir a casa.
Un jueves por la tarde abre la puerta del apartamento después de estar ausente tres meses, y casi sin preguntar como estábamos los niños y yo, me presenta ante mi una caja rectangular de papel charol, la abro y dentro había un vestido primoroso, me dice que me lo ponga que es importante para el que lo acompañe al teatro de la opera me visto no sin muchas ganas por ver la actitud de solemnidad con lo que me lo había dicho, pero como siempre obedezco, yo creía que ese era mi destino.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

La Inglesa (I parte)

Después de buscar paisajes paradisíacos y no encontrar nada que me satisficiera, salí de la carretera y aparqué mi coche junto a una vereda cercana a la sierra de las Villuercas cacereña que se me antojó prometedora, subo el estrecho y serpenteante camino flanqueado por una pared de piedra, repleta de cantos sueltos que al pisarlos producían un polvo que llegaba hasta las fosas nasales, haciendo que estornudase con frecuencia.
Con mi transistor a cuestas escuchaba abstraído la radio, conmovido por las noticias impactantes por su magnitud de catástrofe, que estaban sucediendo en una ciudad andaluza. Tropiezo con una piedra suelta, más grande que las demás que iba esquivando, fue el choque tan virulento, que la puntera de mi bota se despegó.
Busco algo para arreglar el desaguisado y poder seguir andando y cojo una tira vegetal que estaba a mi alcance y cuando estoy en la tarea de la reparación de la bota, un silbido agudo penetra en mis oídos que me estremece, en esos momento siento como si se me parara el corazón, allí delante de mi a unos escasos metros dos enormes culebras, negruzcas, estaban enroscadas verticalmente. Se estaban apareando.
Los animales al ver interrumpido su coito silban de modo aterrador, la sangre se heló en mis venas, cuando sus punzantes ojos me miraron inquisidores.
Mi teléfono sonó inoportuno y las dos fieras no quitaban sus ojos de mi persona, quería salir corriendo pero mis piernas no me respondían, el terror me tenía paralizado, eran las dos demasiado grandes y el camino muy estrecho, la pared de piedra me asfixiaba.
Un conejo salvador cruza la estrecha calleja saltando de pared a pared, las dos bichas salen tras el y con la rapidez del rayo una de ellas se lo traga, hinchándosele el vientre como si estuviera preñada.
Mas tarde desasosegado y nervioso llego a la cima… y oteando el horizonte, pienso que ha valido la pena la penosa subida. Lo que desde allí se divisaba era exactamente lo que yo necesitaba para mi trabajo de fotógrafo panorámico.
Me tumbo a descansar en la mullida alfombra de flores silvestres y separo las ramas que me impiden más amplia visión y observo atento lo que la floresta tenía oculta con tanto celo me pongo en pié de un salto y se podía ver un gran árbol que protegía con sus anchas hojas una choza hecha de ramas hojarascas y cartones.
Entusiasmado con la belleza que me brindaba la naturaleza saco mi atril y coloco el teleobjetivo sin reparar en una hermosa mujer vestida con harapos, que me miraba con curiosidad, tras ella tres niños desnutridos como ella se esconden entre las piernas de su delgada madre.
Me presento y ella me contesta con acento inglés, replicando a mi saludo, con voz inquisitoria pero a la vez amable me pregunta ¿Qué es lo que hago en su casa?
Mi sorpresa me deja sin habla, sus modales refinados y su belleza me desconciertan ¿Qué es lo que podía hacer una mujer educada en plena montaña y con tres niños pequeños?
Cuando me calme, le comento que estaba haciendo un trabajo para mi revista, no se sorprendió, solo me pidió que no la fotografiase ni a ella ni a los niños. No quería que nadie supiera que estaban allí.
Les pregunte por curiosidad que donde estaba su casa y alargando el brazo me indicó la chabola que antes descubrí hecha de ramas hojarascas y cartones, una cabra guardaba la entrada atada al árbol que los protegía del sol ardiente extremeño, unos cuantos bidones oxidados llenos de agua era todo su patrimonio.
Simpatizo con ella y hablamos en ingles que domino a la perfección después de estudiar durante dos cursos en un colegio de Irlanda.
Obsequio a los niños con golosinas que llevaba en mi macuto y la hermosa mujer se relajó
A raíz de su relajamiento, todo fue saliéndome según mis deseos, el motivo por el cual, una mujer había elegido vivir casi a la intemperie en una montaña inhóspita donde el aire azota sin piedad, y en absoluta soledad, con hijos pequeños a merced de las inclemencias del tiempo y el peligro de animales en estado salvaje
Cuando de repente, la señora se sienta en una pequeña roca y mirándome, su voz sonó de repente de modo gutural, como si algo la obligase a relatar su triste historia.
Yo soy inglesa comenzó a hablar, (mientras los tres niños juegan a perseguir un gazapo de conejo pequeño) y me tengo por una persona sensata ¡replicó! pero no creo que sea por vivir recluida en esta montaña, he tenido que someterme desde que estoy aquí a una severa disciplina que me hace aprender a tener buen juicio y paciencia.
De todos modos si quiere que le cuente la historia de mi vida, lo mejor será que de un salto atrás de dos años
Cuando estaba en mi tierra vivía en una mansión Victoriana heredada de mis abuelos maternos, todo era felicidad en mi matrimonio, éramos la pareja perfecta mi marido y yo nos quisimos con locura, teníamos tres hijos maravillosos, pero una mañana y cuando la niebla empezaba a levantar, mi esposo y yo desayunábamos como era habitual, cuando una llamada de teléfono hace que mi marido palidezca al oír el comunicado.
Sale con el teléfono en la mano del comedor y se dirige corriendo hacia la alcoba volviendo a entrar en el comedor con un portafolios en la mano ¡yo no entiendo nada! me ordena con voz imperativa que recoja todo lo de valor que se pudiera meter en un bolso de viaje, y sin mas explicaciones me dice que levante a los niños que se encontraban dormidos en la cama. Tenemos que salir de viaje inmediatamente, yo acaté sus órdenes igual que un soldado a su capitán.
Cuando estuvimos listos los niños y yo con mi maletín de mano en donde llevaba las joyas heredadas de mis padres.
Empezamos nuestra nueva vida en un coche de alquiler dejando en el garaje nuestro flamante Jaguar.
Así recorrimos muchos kilómetros, cambiando de coche constantemente.
Mi locura febril por no saber que estaba pasando me hizo enmudecer.
Viajamos hasta llegar a la estación de Heathrow, donde sacamos un billete de tercera para no llamar la atención. Cuando nos acomodamos en el vagón el olor a pescado y a humanidad era insoportable, unos hombres a nuestro lado comían con devoro un bocadillo que rezumía grasa amarillenta, el viaje fue rocambolesco.
Poco después en un aeropuerto de provincias que no puedo recordar su nombre embarcamos rumbo a Paris aterrizamos en el aeropuerto de Pompidou.
En Francia mi marido pareció tranquilizarse en el transcurso del tiempo que duró el viaje, desde Londres hasta Paris fue para mi una semana eterna pues no cruzamos ni una docena de palabras.
Los niños se abrazaban asustados -son tan pequeños-.
Ya en Paris buscamos en una agencia inmobiliaria un pequeño apartamento en un barrio discreto.
Al fin teníamos una casa sin ruedas decían los niños alborozados.
Y conseguimos el sosiego que tanto deseaba. Mientras mi esposo salía de casa por las mañanas y aparecía al anochecer, yo me encargaba de educar a los niños.
El dinero de la venta de las joyas empezaron a escasear y decidí escolarizar a los niños para poder buscar trabajo decidida cogí un autobús que me llevo a la calle Clorungo en Sain Queen en el distrito dieciocho y allí encontré un enorme rastrillo llamado Las Pulgas. No me fue difícil encontrar trabajo en una casa de anticuarios - en ese momento me alegre de mi licenciatura en arte - me admitieron de prueba por unos días hasta ver como se me daba el trapicheo de comprar y vender.
Todos los domingos por las mañanas me metía en el ensordecedor bullicio de ese maravilloso mercado.
Disfrutaba mucho de mi nuevo trabajo vendiendo mercancías tan peculiares que yo estaba asombrada aprendiendo a vender hasta las cosas mas extrañas he inimaginables.
Empecé a ser feliz de nuevo.
Una tarde mi marido entro en la casa en estado de shock, explicándome no sé que cosa extraña que como siempre no explico con claridad, y salimos de nuevo corriendo sin saber adonde ir y emprendimos de nuevo la huida a no sabíamos donde. En la escapada paramos a comprar un coche en un concesionario de coches usados, compramos uno viejo y destartalado, barato, por mediación de los amigos que había conocido en el mercado de Las Pulgas.
Por la mañana emprendimos una nueva ruta atravesando los Pirineos camino de España, con mucha dificultad por las intensas nevadas que cayeron por aquellos días.
Por unas carreteras estrechas y accidentadas, pero de bello paisaje impresionable.
Llegamos a Andorra, todo era precioso pero el clima frío nos hizo desistir de quedarnos y además era pequeña la población y no podíamos pasar desapercibidos.
Y así seguimos nuestro deambular. Siempre por carreteras secundarias.
Yo no sabía ni me atrevía a preguntar ¿Qué pasaba?
Solo me reconfortaba el pensar como había sido mi vida anterior, de despilfarros cenas multitudinarias, viajes, criados, joyas, mi casa….
Todo pertenecía al pasado, pero me consolaba el haberlo disfrutado con alegría, hasta que llego ese fatídico día en el que sin saber el porqué empezó nuestra huida hacia lo desconocido.