martes, 17 de mayo de 2011

Tánger (IV parte y final)

Me siento en el patio de butacas, cuando la sala aun proyecta la película. Una mano se desliza tras mi espalda dejando caer sobre mi hombro con habilidad un paquete, que yo recojo con presteza, lo guardo en el bolso y espero hasta la terminación de la película.
Al salir como la calle estaba repleta de cines, muchos espectadores se aglomeran en las puertas para ver películas españolas y americanas.
Con el paquete en mi bolso y aturdida por tanto acontecimiento vivido, me voy a descansar. Al día siguiente entro en el Cervantes con mi encargo, este es un pequeño teatro con ménsulas doradas, butacas tapizadas en terciopelo rojo, techos pintados de azul y alrededor del escenario grandes carteles con los nombres de las representaciones próximas a proyectar.
Allí estaba el rifeño, quieto, sombrío esperando, para mi sorpresa, que le diera su paquete, mientras miraba distraídamente una película de Buñuel. Atravesé la sala hasta ponerme tras él. Dos soldados marines norteamericanos, altos, fornidos, me siguen con la mirada. Vuelvo sobre mis pasos después de hacer el encargo. Nerviosa salgo a la calle y de nuevo me pierdo entre las laberínticas calles de la medina, que parecen retorcerse, doblarse, hasta parecer que ha desaparecido la salida, todo es confusión ante mi vista.
La desesperación empieza a hacer mella en mí, cuando oigo una voz tras de mí, que me parece amable, es un joven de mirada tibia, de acentuado perfil griego, su serenidad me infunde valor, a pesar de que las calles estaban desiertas por el intenso calor. Mi corazón empezó a bombear tan fuerte que las sienes se hincharon hasta parecer querer estallar, lo miro de frente con desconfianza, y mis ojos delataron mi estado de ánimo al anegarse en llanto.
Y en ese mismo instante pienso que los infortunios y las tragedias humanas aparecen inexplicablemente, siendo estos motivos de enigmas y de escepticismo.
El joven sin identificarse, me tiende la mano y se ofrece a sacarme del laberinto de Dédalo en el que creí haberme metido.
Mientras un hombre de los allí llamados contemplativos en la calle, se encuentra sentado a los pies de una farola, parece estar en éxtasis, su inmovilidad es absoluta, en el momento que lo miro pienso que quizás su estómago este repleto de Kif. En esos momentos para mí todo podía ser posible.
Salimos de las calles que son como arabescos de una caligrafía olvidada, y llegamos a una plaza concurrida, donde la animación es constante. El joven misterioso, me invita a entrar a un casino que se encuentra frente a nosotros, la puerta, ancha tachonada, está abierta de par en par, dando paso a otra de cristal transparente desde donde se puede apreciar la antesala del casino.
Después de ser presentada como si fuera una vieja amiga a sus amistades, jugué a la ruleta como nunca antes lo había hecho.
Por la mañana al despertar ya empezaba a amanecer, entrando por mi ventana una luz convaleciente, pálida que lamia con timidez los cristales. Más tarde los rayos de sol se hicieron fuertes, bravos, empezando a jugar en las fachadas, tomando diversos colores, como, siena, azul marino, verde mar y rosado, que parecen querer jugar con su paleta de colores.
A lo lejos se divisa la costa española que parece envuelta en una suave neblina. Son las dos del mediodía, cuando la radio, la Voz de América y radio Tánger Internacional dan las noticias. En esos momentos, estoy viviendo las vicisitudes de una guerra mundial, donde todo lo imposible puede hacerse fácil.
Salgo a la calle y me dirijo a una típica casa de comidas, donde almuerzo unas aceitunas con pan y alcachofas. El viento embravecido soplaba sin cesar en el estrecho. Me siento feliz, cada minuto que paso en Tánger entre esta sociedad tan variopinta en donde casi todo vale.
Entro mas tarde en el hotel Palmearían o Kunsaal, donde se juega a la ruleta, al baccarat y se bebe champagne. Me mezclo entre el público fiel de los adoradores de fortunas y de la vida fácil del llamado todo Tánger. Me inscribo de nuevo en este hotel, ahora mezclada entre estas gentes, y una inmensa sensación de poder hace subir mi adrenalina. Cuando regreso a mi habitación, un olor extraño me pone en guardia, minutos después supe que alguien había estado registrando mi pequeño neceser. Al día siguiente me voy a Ville Plaisir donde dicen que van los nostálgicos a recordar lo que vivieron en las lujosas noches de Montecarlo o de Niza. Me encuentro en la terraza mientras saboreo una copa de champaña, cuando unos ojos se clavan en mí, es Mohamed, el joven que tanto me ayudo desde que lo conocí y me saco de las laberínticas calles en las que me vi atrapada.
Después de charlar de cosas intranscendentes, se presenta como mi enlace en Tánger, pidiéndome guardar en la memoria su dirección, para llamar solo en casos de excepción.
En ese momento supe que estaba metida en el torbellino de la ilegalidad. Por la mañana, me dirijo al Zoco Grande, entre sus callejuelas estrechas y empinadas me dirijo, a la Mezquita de Sidi Benabib, donde cerca hay un rastro donde se puede comprar cualquier cosa, hasta una ganzúa para abrir cajas fuertes.
Un hombre con chilaba y gorro de fez vocifera los artículos de su establecimiento, me mira con interés, y yo le pido unas babuchas y una túnica de seda. Una vez en mis manos las babuchas, meto la mano en una de ellas, y recojo el recado que guarda dentro, bajo la mirada atenta del vendedor. Cuando salgo de la tienda, una envestida furiosa del viento de levante, hace que la chilaba caiga al suelo, que al instante es recogida por el hombre extraño de cara surcada, que me la ofrece sin decir palabra. Sigo mi camino intentando no alterar ningún músculo de mi cuerpo, cuando veo ante mí como un hombre vestido a la usanza árabe se encuentra en el centro de la estrecha callejuela, con un cesto de mimbre, era un encantador de serpientes. El hombre me mira y con voz balsámica, casi, táctil me dijo no temas, puedes pasar, mientras el animal encerrado daba silbidos de desesperación. De repente sentí en mi cuerpo que una tempestad se desencadenaba hasta llegar a lo más recóndito del corazón. Mi olfato se estremece al olor que emana de las tenerías que inundan con su olor a pellejo curtido de cabra las callejuelas.
Me dirijo al mirador, y mirando el mar sueño con los barcos fenicios y las trirremes romanas que un día surcaron el estrecho hacia el mar de las tinieblas, como lo llaman los árabes al Océano Atlántico. El viento sigue implacable de levante no cesa de silbar, pero yo sigo en el mirador, una anciana se acerca a mí, y me cuenta que un día escuchó que había una música hipnótica en el viento que todo aquel que la escucha puede hacer que empiecen a girar y girar hasta perder el control y caer en trance. Descubrí al escuchar la narración que hasta yo misma giraba y giraba jugando un papel en esta sociedad que no era la mía y que nunca hubiera sospechado.
Desde el mirador de la alcazaba o Casbah, veo el café Tingis donde se sientan los comerciantes prósperos después de hacer sus contratos, con cualquier clase de moneda, pues allí se pueden entender en seis idiomas, y es allí donde el estrecho de Gibraltar se extiende ante los ojos el verdor de la costa española que surge misteriosa entre la calima.
Llego de nuevo al hotel, mientras en las calles empieza a apretar el calor, el suelo está formado por una película de finísimo polvo que es levantado al contacto con los zapatos. El viento es tan fino que hace que millares de partículas de polvo floten, haciendo al chocar con los cristales de las ventanas una suave melodía.
Aquella noche, los barcos cargados de contrabando atraviesan el estrecho de Gibraltar para descargar su mercancía en España. Así es como Tánger se convierte en el centro internacional de las intrigas y las maquinaciones secretas, haciéndose famosa entre el público fiel de los adoradores de fortunas que luchan por hacerse un lugar en aquel paraíso.
Me asomo y frente a mi ventana veo una casa extraña rodeada de cipreses que cubiertos de polvo se agitan sin pereza bajo el viento del estrecho, mientras los que transitan las calles se encogen bajo sus chilabas porque los torbellinos de polvo les impide el respirar.
Voy a entregar la mercancía que me había sido encomendada, cuando al salir a la calle, en la puerta aparece ante mí de nuevo el hombre de la cara surcada, en esos momentos siento una sensación extraña, pues creo estar soñando con pasadizos secretos, sombríos que comunican calles empedradas que en su soledad solo se puede oír el zumbido de las moscas.
Una suave voz me devuelve a la realidad, llamándome por mi nombre, Julia.
Julia acaba de instalarse en su tierra natal Cáceres después de casi dos décadas fuera. En sus manos tiene un periódico que cada día le envían sus amigos desde Francia, sintiéndose orgullosa de la labor realizada por ella en los tiempos de agitación política, con estupor ve como se ha transformado la realidad en hechos extravagantes y misteriosos que dicta mucho de la realidad.
En esos momentos sin duda alguna Julia experimento un doble placer de lectura porque no fue leer por leer, sino que según el informante de la noticia, los hechos siempre se narraron diferentes a la realidad.
En una nota adjunta al periódico, Julia lee con estupor, que había sido encontrado en circunstancias extrañas un cadáver, cuya identificación es de un hombre llamado Ahmed apodado el rifeño, junto al cadáver había una nota que decía, Julia.
Pero eso no le impidió viajar de nuevo en su subconsciente a Tánger para revivir en primera persona una historia que solo ella sabia la verdad, y que fue la más interesante de su vida.

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