lunes, 7 de febrero de 2011

El Linaje

En Abril, las mañanas de Extremadura son alegres, luminosas y muy especiales para pasear dado su clima cálido y su sol transparente.
Ahora me encuentro en Cáceres, donde nací y viví mi niñez junto a mi numerosa familia.
Hoy paseo por el parque de Canovas evocando tiempos pasados, respirando el aroma floral de sus jardines. A los pies de la estatua del insigne poeta Salmantino-Extremeño de adopción Gabriel y Galán, un joven dormita tendido en el suelo, en el mullido césped. Va vestido a la última moda juvenil, con media cabeza rapada y la otra media enredada en tirabuzones enmarañados, como cuerdas deshilachadas, exhibiendo su ropa interior estampada como si fuera un cinturón de piel.
Después del placentero paseo matinal me dirijo a mi casa. Paso por el Arco de la Estrella, una de las entradas principales de la Ciudad Monumental del Cáceres antiguo. Atravieso la plaza de Santa María y desde allí miro mi casa con arrobo como si acabara de descubrirla y me quedo extasiado ante su maravillosa fachada de estilo plateresco, rematada en su corona con una espectacular puntilla.
Mi casa- palacio fue herencia de mis antepasados, hombres Hidalgos.
Miro hacia el norte y luce con orgullo su matacan como si esperara algún ataque Almohade. Esta misma fachada exhibe múltiples balcones que hacen de la calle a la que se asoman un cansino ascenso lleno de hermosura.
Empujo la pesada puerta de mi casa señorial, la de más antiguo abolengo en la época de Isabel La Católica. Atravieso el zaguán y abro con suavidad la enrejada puerta de hierro que guarda el patio, entro y miro sus enormes arcos de estilo Peristilo. En el centro, un pozo duerme el sueño de los justos quedando solo para dar frescor al recién llegado en las tardes calurosas de hastío. Está rodeado de grandes macetones con plantas de pilastras, es un conjunto muy acogedor.
Subo las escaleras de piedra de granito hasta el primer piso. Es un precioso claustro decorado con ricos muebles antiguos y bellos tapices en las paredes.
Entro en la habitación de mi anciana madre y observo la tela de raso estampada con rosas de color carmesí que cubre la pared de su aposento y los numerosos cuadros de la época claro-oscuro. En una pequeña mesa de ébano está una fotografía de mis padres del día de su boda.
Unas pisadas se acercan a la puerta y una doncella entra y deposita junto a mi madre un frasco de píldoras y un vaso de agua. Después de hablar con mi madre unos minutos, le doy un beso en la frente y la dejo seguir observando desde su mirador la sierra de La Mosca, donde se encuentra el Santuario de la patrona la Virgen de la Montaña.
Me dirijo a mi habitación y la miro como si fuera la primera vez. Nunca había reparado en las cosas que tenía y que había atesorado en mi niñez.
Cojo un pequeño cochecito de madera y estaño y una lágrima se escapa de mis ojos resbalando hasta mojar el juguete. En la pared un armario empotrado con puertas de acristaladas a cuarterones guarda todos los juguetes que tanta ilusión dieron a mi vida.
La orla de estudiante universitaria está colgada de la pared con matrícula de honor. Siempre pensé que la facultad de medicina había reconocido mi esfuerzo premiándome con matrícula de honor, el mayor galardón que se puede dar a un estudiante. Me miro las manos y me tiemblan.
Me tumbo encima de la cama y repaso mi vida cuando aún cuento cuarenta años.
En la facultad de medicina de Salamanca siempre fui un alumno de los más destacados, mi porvenir estaba asegurado como cirujano y además era el primer miembro de mi familia que estudiaba una carrera. Yo me sentía orgulloso por ello. Mis hermanos estaban acostumbrados a vivir de las rentas.
Todo en la facultad para mi fue fantástico. Conocí a una joven gaditana, alta graciosa y tremendamente bella que era tan brillante como yo pero en matemáticas. Primero nos tratamos como amigos formando parte de una intelectual pandilla. Más tarde nos hicimos novios, siendo nuestro amor dulce y sosegado como una melodía. Eloisa era la mujer perfecta para un médico.
Llegó el día soñado en el que terminamos las carreras y decidimos irnos a Nueva York para especializarnos en nuestras respectivas materias.
El comienzo no pudo ser mejor aunque cada uno vivía en su apartamento por la lejanía de nuestros trabajos.
Nos veíamos siempre que nuestra apretada agenda nos lo permitía, hablábamos por teléfono cada hora, así fue como aceptamos nuestra nueva forma de amarnos.
Yo empecé a trabajar en el hospital Monte Sinaí y ella en la universidad de Columbia.
Yo, Diego de Obando Zuluaga y Caleros de la Sierra me especialicé en cardiología y solo recibía felicitaciones de mis compañeros y profesores. Fui el único alumno que pudo, durante unas prácticas, diagnosticar una arteriopatía cerebral autosómica dominante con infartos subcorticales y arteriosclerosis. Fue para mí un éxito. Logré que el enfermo viviera unos meses más, lo suficiente para ver y conocer a su primer nieto.
Fui el primero en operar con la técnica de mínima invasión, de modo que los pacientes se recuperan antes. Maneje con agilidad el bisturí observando las imágenes del videendoscopio que se reproduce en la pantalla.
Más tarde di conferencias y ya me consideraban en mi profesión como un fuera de serie.
Eloisa mi novia empezó a cosechar éxitos muy pronto y daba numerosas conferencias. La llamaban cariñosamente Eudicles, por el descubridor de las matemáticas. Sus clases en la Universidad de Columbia eran amenas, ágiles y actas, por lo tanto más constructivas y aprovechaba con naturalidad la potencia que la tecnología informática le brindaba.
Una preciosa mañana cuando iba paseando por la calle cincuenta y seis bajo el exultante cielo azul y con una temperatura agradable, vi aterrorizado como un coche de lujo negro con los cristales tintados abatía sin piedad a una mujer que llevaba un bebe en sus brazos. El terror me paralizó, las piernas me temblaban hasta el punto de tener que apoyarme en una sucia y desconchada farola. Cuando reaccioné fui hacia la herida y poniéndole mis dedos temblorosos sobre la carótida me di cuenta que estaba muerta. Una bala le había partido la vena femoral en dos, en unos instantes se había desangrado. El bebe que llevaba en sus brazos tenía sus grandes ojos negros abiertos. No emitía ningún sonido.
La gente pasaba de largo por la calle y miraba el espectáculo de soslayo. Fueron momentos en que la razón desapareció de mi mente y no sabía que hacer. Estaba solo ante una mujer desconocida abatida a tiros y había un bebe que me pedía que lo protegiera con su inocente mirada.
En un impulso, arrebate al bebe de los brazos inertes de la mujer y se aferró a mi cuello con todas sus escasas fuerzas.
Me dirigí al hospital y pedí a una residente pediatra hiciera un reconocimiento al bebé. Estaba bien. Y cuando de nuevo lo tuve en mis brazos como nadie me pedía explicaciones, me lo lleve consigo a mi apartamento.
Aquella noche no pude dormir porque la terrible escena aparecía una y otra vez en mi pensamiento martirizándome. Ahora tenía a un recién nacido desconocido bajo mi protección.
Por la mañana temprano me acerqué al quiosco de prensa más próximo a mi casa y para comprar el periódico. Lo leí detenidamente hasta encontrar la noticia: Una mujer de mediana edad había sido abatida en la calle cincuenta y seis en un ajuste de cuentas. Se buscaba a un hombre joven que había desaparecido con el bebe de la víctima, hijo de un importante capo de la droga colombiana.
Me entró un gran escalofrío y llamé al hospital diciendo que no me encontraba al cien por cien de mis facultades porque había tenido fiebre muy alta durante la noche, no podía operar.
Tumbado sobre la cama de mi dormitorio el bebe me sonreía y yo no sabía que hacer, después de leer la noticia en el periódico aumentaba más mi intranquilidad.
Las tardes de mayo son espléndidas en Nueva York. El sol lucía en todo su esplendor y decidí dar un paseo con el bebé por un parque cercano a mi apartamento. Pensaba que me confundiría con la gente, cuando vi a un hombre vestido de negro tras un robusto árbol. Llevaba unas enormes gafas oscuras tapando sus siniestros ojos que me observaban distraído tras un periódico.
Salí del parque precipitadamente con el niño en brazos y pedí un taxi a gritos.
En poco tiempo estaba dentro del vehículo pidiéndole que me llevara al hotel Excelsior en la Quinta Avenida. El recorrido no era muy largo pero le di un billete de 20 dólares al taxista sin darme cuenta que era demasiado. Salí rápidamente y entré directamente a la cafetería del hotel. Pedí un vaso de leche templada y el camarero me miró con desconfianza, brindándose a preparar un biberón con leche de lactante. Me estaba volviendo paranoico, todo me parecía sospechoso desde que vi al hombre de negro en el parque, sabía que no podía fiarme de nadie.
Pedí solo la leche y un refresco para mí. El bebé aproximadamente tendría once meses y se bebió la leche en un instante demostrando que tenía mucha hambre. Poco después se quedó dormido plácidamente en mis brazos.
Yo no llegué a probar el refresco.
Salí de nuevo a la calle para pedir otro taxi como si fuera un fugitivo y en la puerta giratoria del hotel se encontraba el individuo del parque, esta vez acompañado por otro hombre. Ellos no me vieron.
Me subí al taxi de un salto y le indiqué al taxista la dirección de mi novia Eloisa. Me distraje pensando en ella, una mujer atractiva y sin ganas de complicarse la vida, joven como yo y en un momento de pleno éxito en su profesión. No había un simposiun ni tertulia que no la llamaran pues en su materia era sin duda una gran experta. Las universidades empezaron a conocerla y aplicaban sus métodos docentes revolucionarios siendo la culpable de que las matemáticas fuera una de las asignaturas de moda
No oí al conductor hasta que subió la voz y me dijo que ya habíamos llegado.
Cuando estaba en el ascensor pensaba en la reacción de Eloisa, no me iba a creer, parecía todo tan extraño
Llamé al timbre y esperé impaciente que abriera la antigua puerta de color marfil. Se extrañó al verme con un bebé en brazos pero me invitó con premura a que le contara lo sucedido. Después de oir la extraña historia y con mucha frialdad me pidió que llevara al niño a la comisaría de policía. No me pareció buena idea. Era demasiado tarde, cómo les iba a explicar toda esa rocambolesca historia, no me creerían y me implicarían en el asesinato de su madre. Además, la mafia estaba revoloteando.
Yo necesitaba la ayuda de Eloisa pero no conseguí convencerla para que lo hiciera, se negó rotundamente.
Salí de su casa desolado y el estomago se me encogió como si quisiera estrangularme. Eloisa me había decepcionado.
Ya en mi casa, sentado en mi salón repasé la secuencia de hechos que me había llevado hasta ese punto sin retorno. Me invadió un gran desasosiego y pensé fríamente que me había metido en un callejón sin salida.
Al día siguiente tenía que ir a trabajar. La excusa de la gripe no colaba por lo que tenía que encontrar a alguien de confianza que cuidara del bebé sin hacer preguntas. Llamé a la portera de mi edificio y se lo propuse. M e sorprendió que aceptara sin más y al día siguiente me fui a trabajar intranquilo.
Ya en el hospital no pude concentrarme y mis firmes manos temblaban sin poderlo evitar. Me tocaba supervisar desde el mirador del quirófano el trabajo de un colega, el Dr. Justin. Era una operación sencilla pero cuando al finalizarla me preguntó una duda, lo mire con cara de despiste. No había prestado atención a la operación y no supe qué responderle, estaba ido. El Doctor, con desaire, dio la media vuelta quedándome desconcertado.
Un prestigioso médico compatriota de Cangas de Onís, muy amigo mío, se acerco a mi visiblemente preocupado preguntándome qué me pasaba. Yo no supe qué decir. Mi cara desprendió una sonrisa vacía. Los demás médicos empezaron a susurrar a mis espaldas.
Al terminar la jornada laboral, me dirigí a casa con precipitación. La portera me esperaba para decirme que no podía quedarse ningún día más con el bebe. Le ofrecí el doble, le suplique pero ella no acepto diciéndome que no quería problemas.
Encontré una guardería para que lo cuidaran mientras yo preparaba mi próxima disertación pero tenía que darles la afiliación del bebé. Una angustia me estranguló la garganta hasta que oí que solo lo podía quedar unas horas.
Esa semana estaba siendo muy complicada, esa tarde tenía que dar una conferencia en el Ateneo sobre cardiología, que era mi especialidad. El auditorio estaba a rebosar, mi fama de cardiólogo había llegado más lejos de lo que yo pensaba. Cuando subí al estrado los asistentes se pusieron en pie aplaudiendo mi entrada a modo de bienvenida.
- El corazón como saben todos ustedes ya se puede operar con video endoscopio, una pequeña cámara de precisión y un bisturí conectados a un ordenador pueden realizar una operación con total exactitud
Después de mi disertación que resultó con gran éxito, mi principal preocupación era encontrar una nani que se quedará con el bebé. Ojeando en una prestigiosa revista de demandas de empleo la encontré, hispana de Colombia llamada Antonia que aceptó el trabajo de buen grado para cuidar a mi falso hijo. Todo marchaba sobre ruedas después de tanta angustia.
Una mañana al entrar en el hospital vi mucho revuelo. Las enfermeras y cirujanos se movían con rapidez por los pasillos, cerca de los quirófanos. Había una emergencia y por el movimiento del personal debía ser alguien muy especial.
Entré en la sala de vestuario para ponerme la bata y el segundo de cirugía se dirigió a mi para ponerme al corriente pues me esperaban con urgencia en el quirófano numero tres para una intervención.
Me vestí con rapidez y entré en la sala de desinfección mientras me daban el diagnóstico del paciente. Todos me miraban con cara de circunstancias y el anestesista ya había hecho su trabajo, sólo me esperaban a mí. Empecé la operación que duró cinco interminables horas. El paciente se encontraba muy mal y temí que no saliera bien pero mi mano como cirujano era la perfecta en estos casos. Decían que a veces hacía milagros.
Cuando finalizó la operación todo parecía haber sido un éxito. Mientras la enfermera de quirófano esperaba a que el paciente se recuperara de la anestesia, una crisis de convulsiones hizo sonar la alarma de nuevo. No pudimos hacer nada y falleció.
Todos los que intervinieron en la operación salieron asustados del quirófano.
Les pregunté desconcertado por saber de donde venía la intranquilidad y me quede atónito al saber el motivo; el enfermo era capo de la droga y había muerto en mis manos. Ahora la gran familia mafiosa me pediría explicaciones.
El corazón se me aceleró dejando mis brazos y piernas sin fuerzas. También supe en esos momentos que el fallecido era el padre del bebé que yo tenía en mi casa.
Los nervios me retorcieron las entrañas. Esa gente era muy peligrosa y ya tenían con seguridad mi nombre puesto en su lista negra.
Por la noche cuando llegué a mi casa estaba vacía y toda alborotada con los libros por el suelo y el ordenador roto. Se veía claramente que había habido un registro, pero ¿qué buscaban?
Llamé con ansiedad a Antonia pero nadie me contestó. Estaba solo y el bebé había desaparecido. Me invadió una tremenda angustia. ¿Qué sería de él?
Salí de la casa enloquecido y fui a casa de Eloisa. Su puerta esta abierta y con estupor comprobé que ella tampoco estaba en la casa. El apartamento estaba igual de revuelto que el mío. Ya no sabía lo que sentía, si terror o pánico porque todo era tan extraño.
Deambulé por las calles solitarias. Entré en una cafetería y cuando el olor de los sándwiches llegó hasta mí, me di cuenta que no había comido nada desde el desayuno de la mañana. Me senté en lo alto de un incómodo taburete y pedí un sándwich de carne. Cuando me estaba llevando el bocado a la boca vi por el espejo que había frente a mí al mismo hombre de negro del parque.
Intenté disimular que los había visto pero con los nervios el bocado se me atragantó. Antes de poder hacer un gesto para bajarme del taburete los dos hombres me pusieron sus manos en mis hombros quedándome paralizado.
– ¿Eres el médico que ha operado a Carlos?- mi voz tembló de terror y dije con un monosílabo:
– Sí – Y una sonrisa desagradable apareció en la cara del más alto que dándome una palmada en la espalda me dijo con sarcasmo:
– Has hecho un gran trabajo, nos has evitado muchos problemas
En medio de aquel modo de hablar y después del torbellino vivido sentí una terrible cólera y estuve a punto de decirles; iros a la mierda, hijos de puta.
Pero me limité a mirar con una falsa sonrisa, me terminé mi sándwich y salí de la cafetería. Mi cabeza me repetía una y otra vez que mi prestigio de médico desde ese momento estaría en entredicho. Y me entró una profunda tristeza.
Mientras bajaba las mugrientas escaleras de metro, mis pensamientos no dejaban de torturarme. No tenía donde ir y fui de nuevo al hospital.
Pensé dormir un rato en el aparcamiento vigilado donde dejé mi coche el día anterior. Cuándo me acercaba no podía creer lo que veían mis cansados ojos. Un hermoso lazo de color rojo lucía en el techo de mi coche. ¿Qué significaría?, sin duda era un mensaje de la mafia pero ¿cuál?
En ese instante descubrí como te puede cambiar la vida en unos segundos. De mi frente perlaban gotas de sudor, igual que resbalan por la mascarilla en una operación difícil.
Ya no podía pasar la noche allí y llamé a Eloisa pero no cogía el móvil. No sabía nada de ella desde el día que le pedí que me ayudara con el bebé. Estaba claro que ya no quería nada conmigo. Otro pilar de mi vida se derrumbaba.
Pasaron los días y mi vida regresó a una precaria realidad.
En el trabajo, el jefe de sección de cirugía empezó a preocuparse por mi comportamiento ante los pacientes. Mi carácter había cambiado por completo haciéndome un huraño insoportable y la eficacia de la que siempre había hecho gala parecía haber desaparecido. En una operación normal y de las que no surgen complicaciones, me sentí mal anímicamente y tuvo que terminar la intervención el cirujano adjunto. Finalmente, en el hospital me dieron una baja por no estar en condiciones de volver a operar.
El teléfono había dejado de sonar y ya nadie me llamaba para impartir conferencias. Me había convertido en un ser extraño.
Pensaba mucho en Eloisa y al no tenerla conmigo comprendí que era lo mejor que me había ocurrido en la vida.
Más tarde paseé sin rumbo por una calle repleta de gente.
En una cafetería de lujo y tras los cristales vi a Eloisa. Su cara desprendía felicidad. Quise llamarla cuando me di cuenta de que su acompañante tenía sus manos entrelazadas con las suyas. De la sorpresa me quedé extasiado durante unos minutos, sin reaccionar.
Cuando ella cruzó su mirada con la mía desaparecí a toda prisa calle abajo. Ya no me gustaba NuevaYork.
Una tarde estaba tumbado en el sofá de mi apartamento cuando sonó la puerta. Dudé en abrir pero con desgana la abrí.
Ante mi estaba una Antonia sonriente con el bebé en brazos. Yo abrí la boca como un pez en una pecera cogiendo oxígeno. Me lo dejó coger y emocionado besé su carita sonriente. Hablamos de lo sucedido días antes y Antonia agradecida me dio las gracias por haber salvado a su sobrino. Ese niño era el hijo de su hermana y gracias a mí el estaba vivo.
Cuando los despedí una hora después, apoyado en el quicio de la puerta y mientras los veo como se alejan hacia el ascensor, tomé la decisión de volver a mi casa de España.
Ahora, tumbado en la cama de la habitación de mi casa cacereña, sueño con las cosas que he vivido en este maravilloso palacio. Siendo un niño siempre me gustó descubrir nuevas habitaciones que para mi estaban vedadas.
Había una puerta que siempre me intrigó y hasta llegó a obsesionarme. Y ahora que soy responsable de mis actos decido explorarla. Está decorada con una tupida cortina de terciopelo color granate y de su pared principal pende un cuadro de tamaño considerable, de un hombre vestido de canónico con un enorme anillo en la mano derecha. Me llama la atención y lo toco por casualidad. La magia se hace realidad y una puerta se abre ante mis ojos, hay un largo corredor interior.
Entro con cuidado por la oscuridad y el pasaje me lleva a una estrecha escalera de caracol. En mi ansiedad por saber me fijo en detalles de mi recorrido; las paredes pintadas de color salmón están descascarilladas, el pasamanos de la escalera está cubierto por un espeso polvo, hay en el ambiente un denso olor a humedad.
Doblando a la derecha otra escalera aparece ante mí. Sigo avanzando y subo.
De repente me sobrecogen amenazantes golpes retóricos sobre mi cabeza. Es el reloj de la torre de la iglesia que suena. En ese mismo instante se me mezclan en el corazón círculos de sangre donde se cuajan los misterios de encuentros y desencuentros, de las vivencias de otras épocas.
Inmóvil me siento en la fría y sucia escalera hasta poner mis caóticas ideas en orden. La escalera sube más arriba, hasta la torre del homenaje. El panorama desde allí puede ser interesante pero no me atrevo a subir.
El corazón me aletea desesperado y el terror contrae mi estómago resecando mi garganta y haciendo temblar mis piernas. De pronto se abre ante mí una alta y ancha puerta de madera adornada con tachuelas oxidadas por el tiempo. La empujo y veo con sorpresa que estoy en otro palacio y lanzo un histérico grito.
Oigo pasos parecen acercarse, pero al instante desaparecen tras una puerta oculta tras un espejo rococó. Estoy asustado y apunto de perder la razón.
Dentro de esa habitación está mi padre vestido con uniforme del ejército dando órdenes tras una mesa de despacho a tres hombres también uniformados.
En la pared tras su sillón hay un retrato de mi padre con la reina Isabel La Católica.
Me pellizco los brazos y no estoy muerto. Mi padre vive
Juana, al oír los gritos ahogados que salían de mi garganta trémula entra en mi habitación y con complacencia me da una taza de chocolate caliente. Me repongo en unos minutos de las sensaciones vividas y veo como una sombra alargada recorre el breve trayecto que hay desde mi habitación hasta la biblioteca.
Una sonrisa forzada sale de la boca de Juana.
Lo complejo se vuelve simple cuando se puede ver o tocar.

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