viernes, 14 de enero de 2011

El Regreso

El Jeep que conduzco por la escarpada y estrecha vereda me conduce a la finca de mis antepasados. La ansiedad que siento hace que apriete el acelerador machacando los amortiguadores.
La verja grande y pesada esta abierta de par en par. La casona abandonada desde hace mucho tiempo se encuentra curiosamente en perfecto estado de conservación. Con mano firme abro el portón y la aldaba de hierro cruje bajo mi presión produciendo un sonido hueco y seco. Su gran boca abierta es el escudo familiar.
Entro en el amplio zaguán decorado con sus viejos muebles de antaño desde donde veo el ancho y oscuro pasillo. Todo me hace recordar los tiempos de mi niñez cuando jugaba con mi hermana.
El suelo cruje bajo mis pies y se transmite al techo de madera que con cada pisada quejumbrosa desprende tierrilla sobre el piso inferior. Los cuadros blanco-oscuros que penden de las paredes son recuerdos de familiares importantes que dieron prestigio a la familia.
Entro en el salón que siempre me pareció enorme y ahora lo veo pequeño y lúgubre. Los muebles se encuentran todos tapados. Recuerdo la última vez que de la mano de mi madre gimoteé porque no quería irme a ninguna casa nueva, solo quería estar allí porque no había conocido ningún otro hogar.
El lugar ahora me parecía fantasmagórico y tétrico.
Los muebles suenan a modo de saludo y me aterra.
Estoy muy cansado y cuando descubro el sillón favorito de mi abuelo, me siento en él. La cabeza me duele y los recuerdos se aglomeran en mi mente.
Puedo sentir, como si fuera ayer, la voz de un niño que grita:
- ¡Mamá, mi hermana me ha quitado el balón!
La niña corre con desenfreno y en un traspié se cae por las escaleras rodando. Llama a su madre con un hilillo de voz agónico y no se vuelve a oír nada más.
Un silencio sobrecogedor se apodera de la casa.
Mi madre reacciona con un grito de dolor y una mano despiadada me coge fuertemente por los hombros y me encierra en mi cuarto.
No se los días que estuve encerrado con la vieja sirvienta hasta partir hacia un internado.
Los pensamientos me martillean las sienes…
Desde entonces la casa estaba vacía y ahora después de muchos años vuelvo con mis recuerdos. Aquí en el salón, solo, rodeado de muebles tapados que parecen espectros, la luz del atardecer entra por una rendija de la ventana y me duermo.
Una sombra se desliza por debajo de la puerta hasta mis pies. Experimento una sensación que hace estremecer mi cuerpo. La lámpara del techo en movimiento, en ella una niña se balancea con una sonrisa malévola y me mira regocijada.
En el sofá, una anciana dama, muy bien vestida, hace crochet y sus ojos negros y profundos vigilan todo con autoridad. Una sirvienta vestida de negro entra con una bandeja y una tetera humeante. Son las cinco de la tarde y la visita que espera la anciana se retrasa y eso la contraría. El guarda de la finca, un hombre tullido con nariz aguileña y tez extremadamente pálida se acerca y le dice algo a la chica de servicio.
Ésta lo transmite inmediatamente a la señora que con soberbia le da un codazo impertinente y la hace salir sollozando del salón. Va tan nerviosa que se tropieza y cae la bandeja formando un gran alboroto.
La niña del columpio lamparil se toca su cabeza partida por la mitad y con sus dos manitas se coloca los ojos dentro de sus órbitas. Ella intenta componerse mientras sus piernas partidas se mueven sin control haciendo que sus huesos al crujir hagan un sonido de castañuelas. La sombra que antes estaba acurrucada en una esquina, se pone de pie y se acerca a mí, pone su mano temblorosa y fría como un témpano sobre mi frente y me deja grabado el emblema de la familia. Un estremecimiento sacude mi cuerpo inerte.
El clavicordio suena y la melodía es dulce y pegadiza, el ambiente es agradable.
El tío José se descuelga de su cuadro y con parsimonia, llena su pipa y se pone a fumar inundando con el aroma del tabaco todo el salón.
La familia se va reuniendo. Uno a uno van llegando y ya están casi todos.
Algunos beben una copa de jerez y otros juegan a la canasta. Todo es felicidad pero parece que falto yo.
Toda la impresión de volver a mi casa y recordar lo que allí viví me ha producido un infarto. Desde ese mismo instante compartí con ellos todo aquello que siempre me perteneció.
La casa sigue como siempre y nunca nadie se ha atrevido a entrar. Solo sus dueños que aunque espectros son, solo ellos la pueden disfrutar.
Ahora ya ni la luz del sol puede vencer a la oscuridad.

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