sábado, 22 de enero de 2011

Clara

- ¿Has hecho plan para hoy?- dijo Darío.
- Casi, pero no estoy muy seguro de ir -contestó con desgana Juan.
- Pero vendrás a ver a tu tío Heliodoro, ¿no?
Juan al oír esas palabras sintió deseos de gritar a su amigo Darío y dijo:
- Bueno… después lo pensaré.
De nuevo la duda le corroía las entrañas.
-Convénceme, sigue hablando conmigo un cuarto de hora más y convénceme- dijo Juan perdiendo los papeles - en tal caso, iré a tu casa.
- Estupendo, hasta luego- Juan dijo Darío apesadumbrado-
Darío estaba preocupado por las obsesiones que hacía tiempo tenía Juan. El carácter alegre le había cambiado por adusto y huidizo. Siempre empeñado en mantener disputas a su alrededor.
Mientras, en el pueblo las gotas de lluvia se deslizaban por los muros de las casas cubiertas por una nube baja, como el humo de una hoguera hecha con ramas húmedas.
El tiempo no acompañaba para tener buenos ánimos. Hacía una temperatura muy baja y el frío se hacía notar en los huesos. En la sierra dominaba una neblina llorona.
La casa de Heliodoro era rectangular de dos pisos. Estaba ubicada en la ladera de una suave colina cerca de Gredos. Ahora parecía demasiado grande y destartalada desde que Clara se fue. Solo vivían tres hombres que ni siquiera se miraban a la cara.
La cocina donde antes se reunía toda la familia, ya no olía a puchero cociendo lento, esparciendo su peculiar olor a hierbabuena en el hogar. Los troncos incandescentes ya no crepitaban. La vida parecía haberse parado en la casa.
Juan desde hacía tiempo, no vivía en la casa familiar de Clara ahora vivía a las afueras del pueblo como si fuera un ermitaño y desde algún tiempo solo tenía por amigo a Darío
El tío Heliodoro comenzó a demostrar signo de inquietud. Nadie tenía noticias de Clara.
Empezó a levantarse por las mañanas al alba y subía la vereda repleta de zarzales hasta desaparecer entre la maleza.
Este recorrido de Heliodoro había hecho despertar en Juan una curiosidad morbosa. Él no era sobrino de sangre de Heliodoro. Sólo el buen corazón de su esposa lo había hecho miembro de su familia al quedarse sin parientes. La familia estaba compuesta de tres varones y una hembra llamada Clara.
Juan desde que vio a Clara en su más tierna infancia sintió un amor por ella que a sus doce años no supo entender. Siempre la recordaba con sus coletas y un precioso vestido azul pareciéndole un pedacito de cielo.
Cuando Juan llegó a adulto la amo en silencio con delirio.
Más de dos veces Juan quiso seguir a Heliodoro en la incursión por la sierra pero éste parecía estar a la expectativa consiguiendo evadirse entre los matorrales y haciendo imposible su seguimiento.
Juan odiaba a Heliodoro, tanto como un niño puede odiar una dosis de aceite de ricino. Él por su parte tampoco nunca le tuvo simpatía pero se toleraban. Hasta que un fatídico día desapareció Clara, quedando en la casa una terrible oscuridad.
Los muchachos del pueblo cercano conocían la adoración que Juan sentía por Clara. Una noche de vinos y risas un muchacho henchido de optimismo insano hizo chanza del amor imposible de Juan con Clara. Le dijo que la habían visto en la Ciudad tomando café con un apuesto extranjero.
Juan, en un arrebato de ira, se sintió tan herido que saco una navaja y le asestó una puñalada cerca del corazón al deslenguado muchacho.
Todos enmudecieron.
Solo se oían los gritos de dolor del herido.
Cuando Juan sentado en el camastro de su mugrienta celda, se miro las manos y las vio manchadas de sangre, le salió un gemido de su trémula garganta. No se reconocía, ya no era el hombre que todos respetaban.
En la oscuridad del calabozo y tras los barrotes del ventanuco oyó una voz ronca como un eco lejano, seguida de una sombra alargada, que al instante desapareció como había aparecido que le dijo. Busca a Clara en la sierra, allí la encontraras retenida.
El corazón le empezó a latir con tal fuerza que se sintió desvanecer llego el carcelero inmediatamente y llamo al facultativo, que lo ingresó de inmediato en el hospital de la Ciudad.
Al segundo día y una noche cuando el hospital dormía, burló la vigilancia, salió del hospital y se fue a la sierra. La noche era oscura, no había luna llena pero los senderos para Juan no tenían secretos y podían andar con los ojos cerrados.
Subió por la vereda por donde había visto subir a Heliodoro pero no vio nada. El silencio era absoluto. Sólo era roto por el aleteo de una bandada de pájaros perturbando la paz del campo.
Pero siguió su búsqueda.
Cuando el sol asomó por el horizonte clareando la mañana, una rama rota que colgaba de un arbusto le alarmó. Por el húmedo sendero se podían ver gravadas las pisadas de unas botas camperas.
El corazón le empezó a latir muy deprisa tanto, que tuvo que descansar para coger aliento.
Minutos después y a unos metros de donde se encontraba oyó unos sollozos que le hicieron estremecer. Apartó unas ramas y allí estaba Clara en una cueva semioculta. Pálida, con un aspecto desastroso, las manos y pies atados y sus ojos llenos de terror. Lo miraba con desesperación.
Juan se quedó inmóvil por lo que estaba viendo.
Un grito agudo de Clara le hizo reaccionar. Heliodoro estaba tras él con un enorme tronco dispuesto a asestarle un golpe en la cabeza.
- Es mi hija –dijo en su locura- nunca será tuya.
Por un instante el miedo lo paralizó.
Juan reaccionó y con rapidez le dio un manotazo, le quitó el tronco y con una rabia incontenida de ver a Clara en ese estado le asesto un golpe quedándolo malherido.
Después de desatar a Clara, los dos jóvenes se abrazaron sin decir palabra. Más tarde huyeron .sierra adentro donde ningún humano pudiera encontrarlos.
En el pueblo nunca más se supo de aquel fugitivo de la justicia ni de su amada Clara. La leyenda cuenta que viven en las montañas alejados de toda civilización, y por las noches se oye una música y son ellos que danzan al son del fulgor de las estrellas porque su amor es tan inmenso que es lo único que necesitan para sobrevivir.

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