viernes, 10 de diciembre de 2010

El Profesor

Aquel día, al atardecer el cielo se puso de color herrumbre. Un profesor sale de la facultad después de impartir sus clases, con aspecto cansado, lento, con una lentitud casi exultante para los peatones que por la ancha avenida se atropellan en su huida hacia la nada. En este carrusel de prisas otros corren con urgencia para coger el metro que los devuelva a sus hogares después de un largo día absurdo y lleno de dificultades.

En la estación de metro, se multiplican los movimientos de la gente al anuncio de la llegada y salida de los trenes por el altavoz.

El profesor, nunca tiene prisa, y espera la llegada de su tren sentado como siempre, mirando a la gente como si fuera una fotografía en sepia.

La luz de una farola del andén, atraviesa su rostro haciéndolo casi transparente.

La tristeza que siente es una especie de locuacidad meditabunda. De repente, nota ese olor humano y pegajoso, que sopla como una brisa espesa que impide respirar, percibiendo en su cuerpo un escalofrío. Ve un individuo, alto, vestido de negro y aspecto funerario. Lleva en la mano un paraguas que mece al son de una musiquilla repetitiva y discordante que sale de su transistor.

El hombre se acerca tarareando a una joven pareja que afanada en sus arrumacos lo ignora.

Afuera el viento golpea sin piedad las lamas de las persianas de los establecimientos, mientras los mástiles de las farolas se tambalean haciendo de su luminosidad espectros fantasmagóricos. El tren, como siempre, llega puntual a su cita con los viajeros, el ruido de los raíles en pleno movimiento ahoga un grito de agonía y desesperación. De nuevo el tren desaparece raudo devolviendo la calma a la estación

El profesor mira con ansiedad hacia el lugar donde se encuentra la pareja de jóvenes. Nunca, hasta ese momento, había tenido la intrusión que se te desliza bajo la piel y te hiela hasta el tuétano ante lo que sus ojos estaban viendo. A sus labios acuden palabras a tropel que en esos momentos no pueden ser coherentes, porque la ansiedad de decirlo todo se anticipaba negativamente a su voluntad.

Se acerca despacio y acaricia levemente la frente de la chica que yace en el suelo, con paso inseguro va hacia al hombre de aspecto funerario, que mira, con ojos de búho, cómo las gentes corren despavoridas ante el desagradable incidente.

Una vez frente al hombre de negro reparó, que las pupilas de sus ojos se ensanchaban hasta los bordes cubriéndolos de color oscuro hasta parecer un ser monstruoso, mientras se deleitaba mirando el cuerpo inerte de la chica.

El profesor aprovecha su estado de locura y le pide con dulzura, de hombre despistado al que no le importa nada de lo sucedido, que le enseñe su magnífico paraguas. El hombre enajenado, creyéndose infalible y poseedor de la fuerza que da el no saberse descubierto, alarga su mano huesuda despectivamente y le da el paraguas con sonrisa triunfadora al despistado profesor. Ya en su mano, hace un movimiento distraído pero certero al resorte mecánico del paraguas. Automáticamente, aparece un estilete en la punta que el profesor clava con saña en el estomago del individuo. Mientras, masculla a su oído:

- Ahora nunca sabrá que yo era su padre.

Y deja caer el cuerpo suavemente, como es él, a las vías justamente cuando el convoy silbaba su entrada en la estación.

Aquel día, el profesor camina hacia su casa con la mirada perdida. La noche ya no le sacudía con la zozobra de las soledades en cada esquina. Y dejó de oír los tumultos sordos de los fantasmas que habitaban en él cuando el estilete del bastón, se clavó de lleno en su enfermo corazón.

Un grupo de gatos desde un resbaloso tejado lanzaban aullidos a la luna que desde ese momento había dejado de alumbrarlos.

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