viernes, 24 de diciembre de 2010

El Monte BULAALAM

La cónyuge de un militar es casi invisible para el ejército y eso lo sabía mejor que nadie Claudia Gómez-Garrido.
Una mañana su esposo, mi padre, entró en la sala de estar. Ella ayudaba a la asistenta a doblar calcetines de los cinco hermanos que componíamos la familia Barrios Gomez-Garrido.
Mi padre escueto se dirigió a mi madre:
- Desde mañana seré Coronel de las Fuerzas Armadas y tenemos que vivir en Sidi-Ifni.
Mi madre, sin poder decir nada, muda de asombro, dejó caer de sus manos el calcetín a medio doblar, se sentó en una silla y esperó a que mi padre le diera detalles.
- Yo iré primero para hacerme cargo de mi nuevo destino. Un mes más tarde iréis todos para reuniros conmigo. Desde hoy podéis ir recogiendo la casa. Solo llevaremos lo imprescindible.
Y unas horas después, cuando estábamos todos juntos en el salón, mi madre nos dio la noticia. Para nosotros no significó gran cosa. Yo era la mayor de los cinco hermanos y tenía diez años. El pequeño solo tenía dos meses de edad.
Desde aquel momento mi madre tomó el mando y parecía una coronela, como más tarde la llamarían en Sidi Ifni.
Daba órdenes por doquier y yo la veía muy alterada. Nos íbamos a vivir a África…esa palabra en mis oídos me sonaba a magia.
Creo que fui la única que llegó a estar ilusionada en esta nueva etapa lejos de nuestra ciudad. Mi hermano Eduardo de ocho años estaba en babia, su gemela, Laura, solo quería jugar con sus muñecas.
Julia, con sus seis años, con aprender la tabla de multiplicar tenía bastante ya que la traía de cabeza.
Piluca era demasiado pequeña para darse cuenta del revuelo que había en la casa pero yo, Claudia, (de nombre igual que mi madre) me emocionaba con la aventura.
En realidad, ninguno éramos conscientes de que nuestras vidas desde ese momento serían diferentes.
Teníamos que dejar Valladolid, una tierra de clima suave en verano y fría en invierno. Ifni estaba al noroeste de Marruecos y nos ibamos a un clima árido con temperaturas altas y regulares, con una población compuesta fundamentalmente por la tribu bereber de los Baamarani , donde todos profesan la religión musulmana.
Esto era lo que más le preocupaba a mi madre. Todos nosotros profesábamos la religión católica y su mirada se volvía melancólica cuando pensaba en la fiesta del Corpus Cristi, uno de los más grandes acontecimientos en el orbe católico vivida en Valladolid. Quizás no la vería nunca más.
Después de vivir la aventura de montar en avión llegamos a la ciudad de Sidi-Ifni un día del mes de Julio para que no notáramos el cambio brusco de temperatura.
Y llegamos a tierras moriscas estériles y polvorientas.
Nos dimos un paseo por la ciudad que nos pareció preciosa aunque diferente. Sidi-Ifni se encuentra al borde de una estrecha meseta entre Yebel y Bu-Laalam, desde donde se divisa una costa acantilada, interrumpida por la desembocadura del río Ifni, que en realidad solo es un torrente que lleva agua y ésta, cuando llueve se vuelve tan tumultuosa que tiñe de marrón la costa desvelando una fuerte corriente marina.
Cuento todo esto siendo una mujer adulta y os puedo decir que Sidi-Ifni goza de un microclima muy especial.
Algunas veces, no se ve el amanecer porque la niebla cerrada impide ver el otro extremo de la acera de las laberínticas calles. Es entonces cuando se siente un duende que te hace parecer invulnerable.
Nos acostumbramos al clima haciéndonos mayores. Todos nos sentíamos felices por estar en esta parte de África, que ahora era española.
Recuerdo cuando una tarde estábamos todos los hermanos reunidos y dispuestos para salir de compras con mi madre y llegó el siroco. Un viento que dicen viene del desierto y hacía elevar la temperatura hasta los 50 ºC.
La arena era tan molesta que se introducía entre los labios bien cerrados, llenaba nuestras orejas y se adhería a brazos y piernas.
Aquel día tocaba ir de compras a la zapatería pero no pudimos salir de casa por el siroco. Todos estábamos alborotados y Eduardo rompió de un soberbio tirón la cabeza de la muñeca de Laura, una muñeca de cabellos amarillos de lana ya raída pero que Laura tenía en gran estima. Mi madre solo sabía protestar por tener que soportarnos a todos dentro de la casa.
A pesar del calor agobiante, nos llevaron desde la zapatería unos cuantos zapatos para que mi madre eligiera. Todo fue perfecto.
Y llegó el día del estreno de los zapatos. Era la boda de una hija del Capitán Gutiérrez a la que estábamos todos invitados.
Ese día hizo más fresco de lo habitual y cuando nos pusimos los zapatos a todos nos estaban grandes. A mi madre casi le da un soponcio al darse cuenta. Lo resolvió rápidamente metiendo en la punta de los zapatos algodones para que nos encajaran en los pies.
El 8 de diciembre, fiesta de la infantería, por primera vez iba a asistir a una fiesta importante. Era mi puesta de largo.
Aquel día en mi casa todo eran nervios, mi madre solo se preocupaba de que yo fuera la más bella del baile.
Me puse un traje largo blanco de muaré en el que más tarde las luces del salón irisarían a su antojo. El escote palabra de honor destacaba mi esbelto cuello. El pelo recogido con una diadema de delicadas flores hacía que me sintiera como una princesa. Aún así para mí lo más importante fueron los zapatos de tacón alto. Me sentía mayor, toda una mujer.
Cuando salí de casa acompañada de mis padres me pareció que empezaba para mí una nueva vida.
El vestíbulo de la comandancia estaba repleto de debutantes ansiosas por ser las más guapas.
En el patio arcado y de esbeltas columnas de estilo mudéjar se enroscaban las azucenas como almas trepadoras. Alrededor mesas con manteles blancos y grandes lazos azules que abrazaban las fundas de las sillas, todo estaba fantástico.
Cuando llegó la hora de hacer la entrada yo encabezaba con mi padre el cortejo (por ser el Coronel). La larga fila de debutantes me admiró y sentí cómo mi ego crecía. Mis ojos de color de avellana brillaban.
Después del primer baile con mi padre no dejaron de salirme pretendientes. Ya tenía toda la agenda al completo.
Bailé toda la noche todo lo que se puede bailar a los dieciocho años recién cumplidos, todo eran halagos para el grupo de debutantes.
La fiesta estaba siendo un éxito. No falto nadie que no fuera importante y se unió el lujo con la belleza de las invitadas. Todos estaban dispuestos a disfrutar de la fiesta más importante del año.
Después de coquetear con todo el que se ponía delante, los pies me dolían y salí a la terraza para tomar aire. Estaba pletórica.
Y mientras bebía un refresco, mi mirada se cruzó con unos ojos negros profundos y enigmáticos que me causaron honda impresión. Era un hermoso moro que con su chilaba de color morada ribeteada en oro me invitaba a bailar. Bailé con el apuesto moro casi toda la noche. Digo casi porque cuando se dio cuenta mi padre me apartó de él sin disimulo.
Una semana después, paseaba por el puerto y esperaba que atracara un barco que venía de España. Traía a mi amiga Ana.
Lo vi. Imponente, con su chilaba de color morado y esta vez adornada con abalorios de plata. Nuestras miradas se cruzaron de nuevo y yo confusa le saludé con la mano. Él se acercó a mí y paseamos juntos hasta que atracó el barco. Nos despedimos como buenos amigos.
Quizás era solo un juego de casualidades, pensé.
Mi amiga Ana llegaba con ganas de ver cosas y decidimos dar una vuelta a la ciudad en coche. Curioseamos por la plaza de España admirando su preciosa fuente adornada con azulejos de Andalucía.
Pasamos por el cine Avenida, majestuoso, la Iglesia de Santa Cruz. Visitamos el edificio del Foro, un palacete de estilo español soberbio.
Ana estaba entusiasmada, pues como ella decía, era todo diferente.
Al día siguiente y haciendo de nuevo de guía volvimos al puerto para ver el teleférico que une los dos islotes de cemento con la costa. Cerca del teleférico hay un puerto pesquero donde hay mucho movimiento. Nos sentamos en una terraza mirando al mar y degustamos unos sabrosos y exquisitos mariscos. Yo suspiré por mi patria.
Mi amiga estaba emocionada con la casa donde vivíamos, un precioso chalet de estilo árabe-andaluz con la fachada de azulejos y rodeada de un jardín con palmeras y parterres.
La decoración de la casa estaba en consonancia con el inmueble , pues se mezclaban lo árabe y lo español resultando muy acogedor y teniendo un toque especial.
Al atardecer, y cuando el sol se oculta dando destellos de fuego, Ana y yo salimos a pasear por la Plaza de España para saborear un té moruno muy frío.
De nuevo lo vi. Era como mi sombra. Se acercó a nosotras y hablamos los tres.
Más tarde nos acompaño hasta mi casa donde mi madre desde el jardín nos vio. Cuando entramos solo vi un halo de tristeza en su mirada.
Después de pasar Ana una semana con nuestra familia fui a despedirla y de nuevo estaba allí Abu-Sali (así se llamaba). Me acompaño y así empezamos a salir en contra de la voluntad de mis padres.
Pasados unos meses y a punto de terminar mi carrera de docente empecé a no encontrarme bien. Por las mañanas sentía nauseas y las piernas me flaqueaban.
Mi madre estaba alarmada porque ya no tenía casi apetito y cada vez estaba más delgada.
Por las noches en mi vigilia me gustaba mirar al monte Bulaalam y me perdía en mi ensoñación.
Un día de niebla espesa Abu-Sali dejó de venir a verme y mi estado anímico empeoró. Llegaban los últimos exámenes para que alcanzara la licenciatura, pero yo no podía concentrarme. Sus ojos negros como dos pozos tenebrosos me obsesionaban viéndolo por todas partes y así paso el tiempo…
Ya en otoño, mi madre se encontraba en la cocina organizando la merienda de mis hermanos. No se dio cuenta pero se habían caído al suelo unas mondas de melocotón. Mi padre la llamó y al darse la vuelta pisó una de las pieles. Cayó al suelo dándose un golpe en la cabeza con el bordillo de la pila. Del golpe murió en el acto.
Fue una gran tragedia para toda la familia. Estábamos desolados con lo sucedido. Mi padre no volvió a ser el mismo y nosotros tampoco.
Con mis dieciocho años me volví desaliñada y sin ganas de nada. Solo me cuidaba de que la casa funcionase.
Después de esa tragedia un día el asistente de mi padre limpiaba un arma e ignorando que había una bala en la recamara le dio al gatillo cuando mi padre pasaba por allí casualmente. Fue un tiro certero en el corazón.
Ahora estoy sentada ante mi ventana con una luna plateada sobre esta tierra para mí ahora amarga. Tengo sueños laberínticos que me llevan por sendas tortuosas y ya no me quedan esperanzas, sólo recuerdos de imágenes queridas, de quimeras rosadas que hacen que mi camino sea lento y pedrajoso.
Para alegrar a mis hermanas pequeñas, les regalé un precioso coche deportivo por el que tenían ilusión. Yo soló vivía para que mis hermanos fueran felices.
Una tarde mis dos hermanas Julia y Piluca salieron a pasear en su flamante coche. El sol calentaba sin piedad por la carretera del Sahara y conducían a una velocidad poco apropiada por su alocada juventud.
Les reventó una rueda haciéndoles perder el control del coche hasta chocar contra una pétrea palmera carcomida y polvorienta.
Otra vez la tragedia se cernía sobre la familia haciendo más duro mi pesar. Todo estaba muy confuso y se rodeó de un gran misterio.
Este accidente empezó a suscitar un gran interés mediático por no encontrar los cuerpos pero se desvaneció poco a poco.
El rumor de la desaparición de mis hermanas se propagó sin que el gobierno español pudiera evitarlo. Algo muy grave había sucedido en el desierto del Sahara español que podía cambiar radicalmente la manera de ver el mundo. Las averiguaciones fueron severamente guardadas por el gobierno. La policía científica española después de muchas pesquisas cerró el caso por falta de pruebas.
Ahora quedaba yo tremendamente sola y con una gran incertidumbre como jefa de la esquilmada familia.
Una noche cuando todos dormían me levanté de mi lecho y mire por la ventana. Vi en el monte Bulaalam una luz roja que parpadeaba como si estuviera avisándome de algo. Me acosté preocupada y sin poder dormir observé que la ventana de mi alcoba se abría sola. No hacía viento. La cerré de nuevo y me metí en la cama intentando dormir esperando que llegara la mañana.,mientras el temor se apoderaba de mí.
Cansada y ojerosa por no haber dormido decido ir a la cocina para distraerme pensando que debía agasajar a mi hermano Eduardo con su comida favorita por ser su cumpleaños.
Y manos a la obra empecé a preparar Tallin de pollo tipo Ifni.
Empezé a trocear el pollo mientras se cocían los huevos y preparé en un plato pasas con almendras, ciruelas, aceitunas y algunas especias morunas que tenía en la despensa.
De repente, el teléfono sonó atronador en mis oídos y me sacó de mi tarea. Al otro lado del auricular me informaron de otra tragedia. Se había producido un lamentable accidente donde estaba involucrada mi hermana Laura.
Con el rostro desencajado y los ojos brillantes entré enloquecida en la comandancia y en estado de ansiedad por ignorar qué estaba sucediendo.
Después de aclarar mi parentesco, me cuentan lo sucedido. Mi hermana Laura estaba en una tienda de animales. Mientras admiraba una pecera de peces tropicales, le atacó una boa constrictor. Ésta salió de su terrario y enroscándose en una de las columnas que sostienen el edificio pasó desapercibida para todos y logró acercarse a mi hermana. La boa se sintió amenazada y atacó a Laura en un rápido movimiento. Se la tragó quedando a todos los presentes aterrorizados.
El muchacho que la acompañaba, en un repentino ataque de nervios, salió a la plaza como una exhalación. Cayó dentro de la fuente y se dio un desafortunado golpe con uno de los caños de agua quedando semiinconsciente. Fue llevado de inmediato al hospital donde fue ingresado.
Después de lo acontecido mi corazón se desbocó y caí al suelo sin conocimiento, era mi hermano Eduardo el que acompañaba a Laura.
Horas después me encontré con mi hermano en el hospital. Al verlo sentí una honda impresión. No me reconocía, había perdido la memoria y parecía difícil recuperarla del todo. Pasadas unas semanas me lo llevé a casa donde desde entonces lo cuido como si fuera un niño de dos años.
Cada vez era más penoso seguir viviendo. Parecía una maldición. Las noches eran muy largas para mí y cada mañana y al anochecer miraba el Bulaalam. Mientras, esa luz infernal parecía querer decirme algo.
Una mañana cuando me levanté y después de una noche calurosa y viento del siroco la casa estaba inundada de arena. Las puertas y ventanas estaban cerradas y los ventiladores funcionando.
Llamé a la asistenta y la busqué por toda la casa sin tener respuesta. No parecía estar en ella. Me duché y en la ventana del cuarto de baño encontré una nota: no me busques será peor para ti. Olvídame.
Salí al jardín aún con la bata puesta y observé una lámpara roja que daba destellos de sangre. Me acerqué con temor e intenté cogerla pero había desaparecido. Solo estaba el hermoso parterre que un día plantó mi madre.
Mientras, un árbol esquelético se balanceaba en el jardín y azotaba el muro.
Mi corazón empezó a palpitar alocadamente.
Entré de nuevo en la casa y me encontré en lo alto de las escaleras y colgada de la baranda una chilaba de color morado. No sabía si estaba volviéndome loca.
Subí las escaleras de una en una muy lentamente. El latido del corazón hacía que me estallaran las sienes y oí una risa jocosa que me paralizó. Decidí salir de la casa y bajé las escaleras corriendo desaforadamente.
Por suerte mi hermano no estaba en la casa pues de nuevo se encontraba hospitalizado a consecuencia de una recaída.
Cuando intenté abrir la puerta de la calle el pestillo estaba atrancado. No había manera de abrir la maldita puerta. Grité con todas mis fuerzas, pero nadie me oía. Era un chalet rodeado de jardín. Pensé desesperada que nadie iba a venir a rescatarme cuando, una voz masculina me dio esperanzas. Me tranquilizó desde fuera y empujó la puerta con violencia pero no pudo abrirla.
Salió al jardín para pedir ayuda y cuando volvió con refuerzos la puerta se abrió sola quedando yo en medio como si fuera una histérica.
Ya no quería volver a entrar en la casa, estaba maldita. Me fui a un hotel, necesitaba descansar y tranquilizarme para poder pensar.
No podía contárselo a nadie, no era creíble. Todo empezó el día que conocí al moro de la chilaba morada.
Cuando estaba en el hotel me atrajo la ventana como un imán y me asomé para ver el Bulaalam. De nuevo estaba allí la lámpara roja que parecía tener cada vez más potencia.
Llamé al conserje del hotel y lo invité a mirar por la ventana. El conserje miró hacia el monte y sus manos taparon sus ojos. Horrorizado salió de la habitación como una exhalación.
Yo no podía seguir así. Las noches eran infernales, no podía descansar. Una noche y mientras dormitaba escuché una voz entre susurros: Lo tenías que pagar.
Por las calles las amistades me miraban con pena. Estaba delgada pálida y demacrada, parecía tener una vejez prematura.
Un día al despuntar el alba decido lo que tengo que hacer y cogí el teléfono para pedir un guía que me acompañara al Bulaalam. Salimos al medio día y cuando estábamos subiendo entre la maleza una carcajada me retumbó en los oídos. Miré hacia el suelo y aterrorizada vi una daga semienterrada. La cogí y estaba reluciente como si la acabaran de limpiar.
Subí con ella en la mano tras el guía y me encontré sentado como en un trono de pavo real y cubierto de oro a Abu-Sali, con su chilaba de color morado y una sonrisa diabólica. Mirándome a los ojos me dijo:
- Ya era hora que llegaras, te esperaba hacía mucho tiempo. He tenido que matar a toda tu familia para que vinieras.
El moro estaba pálido. En sus ojos una fosca lumbre repugnaba y en sus ademanes una falsa mansedumbre piadosa.
Lo miré a los ojos y con una ira incontenible alcé la daga. Le segué la cabeza de un tajo mientras el guía salía corriendo despavorido.
La magia del mal había desaparecido. El moro que tenía atemorizado a toda la ciudad ya no estaba. La luz del Bulaalam se había apagado para siempre.
La fiebre había cesado. Unas voces queridas me llamaban.
Eran mis padres y mis hermanos que juntos me daban la bienvenida. Ahora estábamos todos juntos y felices.
El áspid que clavo su mortal colmillo en mi pierna no consiguió su propósito pero si había hecho que viviera una terrible pesadilla.
Por un instante lo comprendí todo, del modo en que uno entiende la inmensa importancia de un sueño al despertar de él.
El moro de la chilaba morada si existe, es un hechicero tan perverso que con solo mirarlo a los ojos hace sentir horribles pesadillas.
Yo solo lo vi una vez cuando paseaba con mi madre por la Plaza de España.

1 comentario :

  1. Sahara Español. Juicio al Rey y a sus Gobiernos ¡ya! Devolución a la patria. Las Inmensas Riquezas del Subsuelo son Españolas así como sus gentes Traicionadas. MiguelLopezGaspar@gmail.com Relatos Teresa 251210

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