sábado, 16 de octubre de 2010

Vivencias

Recuerdo una vez cuando yo iba al colegio en la ciudad monumental. Jugando al escondite me metí en un palacio, subí las escaleras anchas de granito y me agaché. Cuando vi que no había peligro de que mis amigas me pillaran, me puse en pie y algo frío me rozó el cogote. Salí corriendo sin mirar atrás. Más tarde supe que fue una armadura solitaria que adornaba el palacio.
Recuerdo que una vez siendo yo muy niña hubo un festival para ayudar a los damnificados por una riada ocurrida en Valencia. Un grupo de niñas vestidas con trajes de fallera bailamos la jota valenciana en el Gran Teatro y cuando terminó el espectáculo, desde el patio de butacas nos tiraron caramelos a las bailarinas. A mí me dieron un caramelazo en plena cabeza que me dejó atontada. Al bajar el telón me quedé fuera recibiendo los mayores aplausos que tendré en mi vida.
Recuerdo cuando iba al cine al palacio del Señor Obispo. Las colas que se formaban en el patio eran divertidísimas. Los empujones eran constantes. Un domingo se apagó la luz y aprovechando la oscuridad a mi amiga Ángeles le dieron un beso. Ésta,  sin pensárselo mucho, le dio un paraguazo al primero que pilló. Cuando se encendió la luz, un chico estaba sentado en el suelo con cara de susto y dolor de riñones. La víctima inocente fue más tarde un gran amigo.
Recuerdo que siendo jovencita solíamos ir los jueves por la tarde al cine (a La Fémina). Esto tenía su gracia. Con una entrada podían pasar dos chicas. Así mismo, con una entrada podían ver la película un chico y una chica. El problema venía cuando los chicos no iban acompañados puesto que cada varón debía costearse su entrada. Para ahorrársela nos ofrecían acompañarnos y si no nos parecía atractivo el acompañante, un no rotundo les dejaba contrariados a la puerta del cine.

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