sábado, 16 de octubre de 2010

La princesa de Éboli

Un rayo de luz penetra en la intimidad de mi cama y atraviesa sin pudor la fina cortina de mi dosel. Me encuentro enferma y en el ocaso de mi vida recuerdo con nitidez todo lo que me aconteció.
Me contaron que nací un día de verano en donde los pájaros caían de las ramas de los árboles abrasados y ahogados por el calor.
Fui una niña fea y gorda. Mi padre se entristecía al verme tan desfavorecida en la belleza y por ser hija única.
Mi padre me crió como a un chico. Me llevaba de caza y yo me bañaba en los ríos más turbulentos y rápidos. Mi osadía era conocida por todos y mi caballo era el más veloz. Yo lo montaba a la jineta manejando la brida como un verdadero hombre.
Un día estando cazando con ballesta un movimiento equivocado me dio de lleno en la cara y dañándome un ojo que perdí y desde entonces me llamaron la tuerta.
Mis padres preocupados por mi manera de ser y por el defecto que ostentaba desde ese fatídico accidente esperaban con ansiedad la hora de comprometerme con algún noble y pensaron en Ruy Gomes de Silva.  Pero cuando fui a firmar los asientos de las capitulaciones me negué, pues no quería pertenecer a ningún hombre. En esos momentos sería incapaz de hacer feliz a ninguno.
Más tarde me buscaron otro candidato (que yo no conocía) y estuve nerviosa una semana hasta que llego la hora. Ese día estuve merodeando impaciente apoyando mis codos en el alfeizar de mi ventana para verlo llegar.
Entusiasmada lo divisé a lo lejos cabalgando con su gorgora azul sayo guarnecido de oro, sus calzas encarnadas y jugón de color amarillo.
Pero cuando la comitiva se iba acercando, me fijé en su caballo y para mi sorpresa vi a un anciano que me causó tal impacto que me pareció ver a mi padre.
 Salí corriendo por el largo pasillo, me encerré en mi aposento y lloré con la amargura de mis doce años.
Mis padres no entendieron mi desdén pues era un hombre noble y rico.
Mientras, los pasillos de palacio empezaron a llenarse de criados, dispuestos a preparar la boda. Eran un hervidero de personas, todos traían parabienes en abundancia, plata, oro, una carga de peras, espárragos y hasta abundante cebada y trigo.
Cuando salí de mi encierro voluntario, monté en mi caballo y, exhausta, aparecí en la madrugada.
Al día siguiente mi haya entró en mi aposento con un  magnifico vestido blanco junto a mi madre, que llevaba una preciosa diadema de rubíes y diamantes. De inmediato me la pusieron en mi larga cabellera y casi a empujones me llevaron ante la presencia del Señor Obispo, que me esperaba con una sonrisa diabólica en vez de ser angelical.
Me casé y mi noche de bodas cambió mi vida. Estaba siempre de fiesta en fiesta. Conocí a casi todos los que tenia que conocer, disfruté de todo y de todos y la intriga fue mi pasión, los reyes para mí eran bufones, el mundo y el poder eran míos.
Hasta que un día de invierno en el que la niebla no te deja otear el horizonte y mientras me cepillaban mi hermosa cabellera haciendo que esta pareciera más hermosa aún, un rayo de luz iluminó mi cabeza. Desde entonces mi forma de pensar cambió a lo espiritual. Me llamaba con premura y así luchando y dudando con mis sentimientos decidí profesar en un convento para espiar mis culpas.
En donde me encuentro y espero el fin de mis días en santidad.

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