Llego a mi casa después de un día agotador en el despacho de abogados donde soy socio propietario. Veo en la bandeja del mueble del recibidor una carta de color sepia. Es de una notaria y lleva una escueta nota de la asistenta: ¡Por favor, no la olvide, léala!
Llevo conmigo la carta hasta la alcoba y mientras me quito el nudo de la corbata rasgo el sobre sin interés. Leo que tengo que presentarme en la calle Montera número 16, piso noveno, a las once de la mañana de éste jueves. Se trata de la lectura de un testamento.
No salgo de mi extrañeza, llevo desde los quince años viviendo en Madrid y jamás, desde que murieron mis padres, había sabido nada de ningún pariente y ahora me habían dejado algo en herencia. Tenía una hipotética familia en Extremadura.
Ya en el baño y todavía sorprendido, me miro al espejo y veo reflejado en él un hombre atractivo con unos enormes ojos azules heredados, según me contaron mis padres, de mi abuela.
Tengo cumplido los cuarenta, pero me encuentro en plena forma, los años no me impiden soñar que quizás vaya a tener un refugio en Extremadura para así poder disfrutar del bucólico campo.
Dar un rustico paseo entre los encinales descansar del sol ardiente a la sombra de un robusto alcornoque y admirar el cielo limpio y transparente como me han contado que es el de esta tierra.
Creo que eso podría ser una buena opción para poder descansar. Pienso que me estoy haciendo ilusiones como si fuera un colegial. Me echo encima de la cama y empiezo a soñar.
Por la mañana del día siguiente me dirijo al despacho de la notaria, un edificio antiguo pero con retazos de un lujo ahora decadente. Subo al noveno piso y paso sin llamar.
Sentada ante una gran mesa de despacho adornada con cabezas de la antigua Grecia en relieve, una preciosa joven con una sonrisa espléndida me atiende con amabilidad.
Mirándola pienso que me gustaría invitarla a tomar algo. Es la clase de mujer con la que me gustaría caminar por el campo sin rumbo fijo bajo una noche estrellada…
Una voz me saca de mi ensoñación: Señor, puede pasar, el notario le espera.
Después de las debidas presentaciones, el notario procede a la lectura del testamento y me pide que firme un documento.
Al terminar me dice: Don Pedro del Romeral, es usted propietario de una heredad en la localidad cacereña de Madroñera.
Salgo del despacho con la impresión de ser un hombre afortunado y miro hacia la mesa pero la joven atractiva ya no estaba. Me prometí que volvería para conocerla mejor.
Llego a mi casa, llamo al despacho para solicitar unos días de libre disposición y arreglo todo lo necesario para el viaje.
Por la mañana lleno a tope el depósito de mi Audi Cabriolet rojo infierno y me pongo en ruta para pasar un fin de semana en Madroñera.
Circulo por la carretera de Extremadura ansioso por saber que me espera. Después de dos horas y media de viaje llego a Trujillo a las tres de la tarde.
Su paisaje es de roquedades y pedregales.
Decido comer en la hospedería y degusto con placer una deliciosa moraga elaborada con cabezada de lomo ibérico partido al estilo juliana adobada y a la plancha.
Creo que ésta tierra es especial.-Como lo fueron mis padres-
Miro a mí alrededor con detenimiento y veo encima del mostrador de la recepción un folleto que me pareció interesante el cual me informa de que este edificio fue un antiguo convento de monjas de clausura. Me paseo por el claustro que está primorosamente restaurado y me siento a descansar en un salón medieval, en uno de sus cómodos sillones. Quiero esperar a que pase la hora de más calor para poder pasear por Trujillo.
En la recepción del Parador me informan de que estoy a sólo unos kilómetros de Madroñera. Tengo que coger la carretera de Guadalupe y a unos diez kilómetros de Trujillo a la izquierda está el desvío. Pero antes quiero visitar Trujillo.
Al atardecer paseo por la Plaza Mayor de Trujillo y visito su castillo árabe. Más tarde me siento en las escaleras que rodean la plaza y admiro la magnifica estatua ecuestre de Pizarro, el conquistador del Perú.
Observo cómo la Plaza Mayor está rodeada de nobles edificios que junto con la iglesia y el viejo ayuntamiento realzan la armonía de ésta.
Me gusta todo tanto que decido en ese momento volver con más tiempo para así también poder visitar la ciudad de Cáceres. He oído hablar tanto de ella que no quiero perderme pasear por sus medievales calles.
Ya es de noche cuando entro en la Plaza de Madroñera y a sus habitantes les llama la atención mi Audi Cabriolet. Los niños se acercan curiosos al coche y no se atreven a tocarlo. Mientras, de las casas van saliendo como hormigas mujer vestidas con delantales de color negro.
Miro con detenimiento el documento que me acredita propietario de un inmueble y leo la localización de la casa.
La noche se torna de repente con unos nubarrones que presagian tormenta.
Caminando por una de sus calles aparece ante mí una enorme casona, algo en mi interior me dice, es ésta la casa que ando buscando.
Las puertas de las casa del pueblo empiezan a cerrarse y la calle se queda desierta, estática y congelada.
Empieza a reinar una oscuridad casi total y sobre la fachada de la casa se proyecta un fulgor mortecino que ilumina la única bombilla de la siniestra calle.
Tras la enorme verja, que tengo ante mis ojos veo un cinturón de esbeltos cipreses que rodean la casa. Se mecen con furia a merced del viento, propiciando una atmósfera de desolación.
Una mujer flaca de unos cincuenta años se acerca a mí con un manojo de llaves en la mano. Su voz es tan desagradable que me hace dar un paso atrás. Miro su cara y parece haberse retocado los labios antes de acercarse a mí. Su boca se ha convertido en una sonrisa ensangrentada sin expresión.
El movimiento de sus manos me parece de proporciones aterradoras cuando me da el manojo de llaves metidas en una arandela de negro hierro.
Abro la verja y con desconfianza hacia esa mujer la dejo entrar la primera.
Ésta da al interruptor de la luz y como arte de magia se ilumina el tétrico zaguán. Miro con recelo y de las paredes penden grandes cuadros claro-oscuro representando alegorías de caza. En uno de ellos veo un hombre que sentado ante una mesa de despacho parece estar esperando que alguien lo visite, sus ojos negros no me hacen presagiar nada agradable. Este hombre tiene cierto parecido a mi abuelo.
Subo la ancha escalera para llegar al primer piso y en lo alto me encuentro un hombre que me saluda con desgana.
Cuando me acerco a él, de la comisura de sus labios sale una saliva grisácea y reseca que casi me hace vomitar. Cuando abre la boca, me parece un hombre grotesco salido de una película de terror.
Mientras, en otra oscura habitación hay una mujer gorda sentada en una silla baja. Que engulle un bocadillo que por el fuerte olor podía ser de chorizo.
Sigo la inspección de la casa seguido por la mujer flaca y el hombre de la boca repugnante. Llego al despacho y veo con horror una gran pintura al óleo donde están mis padres sentados con los brazos en posición de bienvenida y no sé que pensar.
En un segundo decido volver a Trujillo para pasar la noche. Nada era como yo lo había imaginado y quiero salir de allí.
Al fondo del largo pasillo hay otro hombre de rostro sudoroso, sucio y desprendiendo un olor nauseabundo. Parece que espera órdenes, pero yo no digo nada, solo lo miro aterrado. Sus manos tiemblan mientras me preguntan en qué dormitorio quiero descansar.
Mis fuerzas me abandonan igual que el agua abandona un cántaro agujereado y siento inseguras mis piernas
Me asomo al balcón principal que da al putrefacto jardín que apesta a descomposición vegetal y animal.
Un relámpago ilumina la negrura celestial seguido de un sonoro trueno que me hace entrar de nuevo en la casa, siempre seguido por la mujer flaca y los dos esperpénticos hombres.
La cocina es grande y destartalada, con una enorme pila de granito que rebosa de platos sucios. El cubo de cinc a donde va a parar el agua de la pila esta desprendiendo un olor inaguantable.
El baño es como de terror. Un cuartucho donde un pequeño espejo reposa sobre una palangana de metal plateada y carcomida por la erosión del tiempo.
Un agujero con una tosca tapa de madera es el escusado.
La alcoba me da escalofríos. Una enorme cama de color caoba adornada por un dosel de color carmesí. Con bancos a ambos lados de la cama para poder subirse a ella.
Sigo mi recorrido y pienso que estoy soñando. No puede ser cierto lo que estoy viviendo.
Tras subir unas escaleras estro en una pequeña capilla. Tiene las paredes repletas de murales con alegorías celestiales y está coronada por una bóveda desde donde pende una lámpara de cristal. El altar mayor conserva su sagrario y sus candelabros limpios y relucientes. Parece haberse parado el tiempo mientras una gran telaraña baja del techo y se enreda en mi cabeza, no puedo quitármela de encima.
Cada vez me agobia más estar en esta casa. Tengo que salir de aquí, tengo que irme.
Todo se lo regalaré a estos seres extraños. Quizás a ellos les haga felices poseer esta horrenda casa.
Bajo la escalera y una voz melodiosa me llama por mi nombre.
Desde la puerta veo a mis padres en el comedor sentados ante la mesa dispuestos para cenar.
Me froto los ojos y creo que me estoy volviendo loco. Yo tenía que estar en Madrid y no haber hecho caso del notario. Ahora estaría tomándome unas cañas con mis compañeros de trabajo o mis amigos.
No entro en el comedor porque me da terror lo que estoy viendo. Mis padres murieron hace muchos años no puedo creer lo que me esta pasando.
La dulce secretaria que conocí en la oficina del notario ahora está sentada al lado de mi madre y me sonríe con una mueca aterradora que deja asomar unos dientes ennegrecidos.
Estoy a punto de desfallecer de angustia cuando el hombre de la boca reseca y repugnante me da un periódico. Lo cojo con desconfianza y leo:
“Esta tarde en la carretera de Guadalupe un Audi Cabriolet ha chocado contra una enorme encina mientras rodaba a gran velocidad “.
No ha sobrevivido el único ocupante del vehículo.
domingo, 31 de octubre de 2010
El Legado
Suscribirse a:
Enviar comentarios
(
Atom
)
!FABULOSO!cada vez mejor Teresa, este es buenísimo.Un abrazo...
ResponderEliminarPURI.