domingo, 31 de octubre de 2010

El Legado

Llego a mi casa después de un día agotador en el despacho de abogados donde soy socio propietario. Veo en la bandeja del mueble del recibidor una carta de color sepia. Es de una notaria y lleva una escueta nota de la asistenta: ¡Por favor, no la olvide, léala!
Llevo conmigo la carta hasta la alcoba y mientras me quito el nudo de la corbata rasgo el sobre sin interés. Leo que tengo que presentarme  en la calle Montera número 16, piso noveno,  a las once de la mañana de éste jueves. Se trata de la lectura de un testamento.
No salgo de mi extrañeza, llevo desde los quince años viviendo en Madrid y jamás, desde que murieron mis padres, había sabido  nada de ningún pariente  y ahora me habían dejado algo en herencia. Tenía una hipotética familia en Extremadura.
Ya en el baño y todavía sorprendido, me miro al espejo y veo reflejado en él un hombre atractivo  con unos enormes ojos azules heredados, según me contaron mis padres, de mi abuela.
Tengo cumplido los cuarenta, pero me encuentro en plena forma, los años no me impiden   soñar que quizás vaya a tener un refugio en Extremadura para así poder disfrutar del bucólico campo.
Dar un  rustico paseo entre los encinales  descansar del sol ardiente a la sombra de un robusto alcornoque y admirar el cielo limpio y transparente como me han contado que es el de esta tierra.
Creo que eso podría ser una buena opción para poder descansar. Pienso  que me estoy haciendo ilusiones como si fuera un colegial. Me echo encima de la cama y empiezo a soñar.
Por la mañana del día siguiente me dirijo al despacho de la notaria, un edificio antiguo pero con retazos de un lujo ahora decadente. Subo al noveno piso y paso sin llamar.
Sentada  ante una gran mesa de despacho adornada con cabezas de la antigua     Grecia en relieve, una preciosa joven  con una sonrisa espléndida me atiende con amabilidad.
Mirándola pienso que me gustaría invitarla a tomar algo. Es la clase de mujer con la que me gustaría caminar por el campo  sin rumbo fijo bajo una noche estrellada…
Una voz me saca de mi ensoñación: Señor,  puede pasar, el notario le espera.
Después de las debidas presentaciones, el notario procede a la lectura del testamento y me pide que firme un documento.
Al terminar me dice: Don Pedro del Romeral, es usted propietario de una heredad en la localidad cacereña de Madroñera.
Salgo del despacho con la impresión de ser un hombre afortunado y miro hacia  la mesa pero la joven atractiva ya no estaba. Me prometí que volvería para conocerla mejor.
Llego a mi casa, llamo al despacho para solicitar unos días de libre disposición y arreglo todo lo necesario para el viaje.
Por la mañana lleno a tope el depósito de mi Audi Cabriolet rojo infierno y me pongo en ruta para pasar un fin de semana en Madroñera.
Circulo por la carretera de Extremadura ansioso por saber que me espera. Después de dos horas y media de viaje llego a Trujillo a las tres de la tarde.
Su paisaje es de roquedades y pedregales.
Decido comer en la hospedería y degusto con placer una deliciosa moraga elaborada con cabezada de lomo ibérico partido al estilo juliana adobada y a la plancha.
Creo que ésta tierra es especial.-Como lo fueron mis padres-
Miro a mí alrededor con detenimiento y veo encima del mostrador de la recepción un folleto que me pareció interesante  el cual me informa de que este edificio fue un antiguo convento de monjas de clausura. Me paseo por el claustro que está primorosamente restaurado y me siento a  descansar en un salón medieval, en uno de sus cómodos sillones. Quiero esperar a que pase la hora de más calor  para poder pasear por Trujillo.
En la recepción del Parador me informan de que estoy a sólo unos kilómetros de Madroñera. Tengo que coger la carretera de Guadalupe  y a unos diez kilómetros de Trujillo a la izquierda está el desvío. Pero antes quiero visitar Trujillo.
Al atardecer paseo por la Plaza Mayor de Trujillo y visito su castillo árabe. Más tarde me siento en las escaleras que rodean la plaza y admiro la magnifica estatua ecuestre de Pizarro, el conquistador del Perú.
Observo cómo la Plaza Mayor  está rodeada de nobles edificios que junto con la iglesia y el viejo ayuntamiento realzan la armonía de ésta.
Me gusta todo tanto  que decido en ese momento volver  con más tiempo para así también  poder visitar la ciudad de Cáceres. He oído hablar tanto de ella que no quiero perderme pasear por sus medievales calles.
Ya es de noche cuando entro en la Plaza de Madroñera y a sus habitantes les llama la atención mi Audi Cabriolet. Los niños se acercan curiosos al coche y  no se atreven a tocarlo. Mientras, de las casas van saliendo como hormigas mujer vestidas con delantales de color negro.
Miro con detenimiento el documento que me acredita propietario de un inmueble y leo la localización de la casa.
La noche se torna de repente con unos nubarrones que presagian tormenta.
Caminando por una de sus calles aparece ante mí una enorme casona, algo en mi interior me dice, es ésta la casa que ando buscando.
Las puertas de las casa del pueblo empiezan a cerrarse y la calle se queda desierta, estática y congelada.
Empieza a reinar una oscuridad  casi total  y sobre la fachada de la casa  se proyecta un fulgor mortecino  que ilumina la única bombilla de la siniestra calle.
Tras la enorme verja,  que tengo ante mis ojos  veo un cinturón de  esbeltos  cipreses que rodean la casa. Se mecen con furia a merced del viento, propiciando una atmósfera de desolación.
Una mujer flaca de unos cincuenta años se acerca a mí con un manojo  de llaves en la mano. Su voz es tan desagradable que me hace dar un paso atrás. Miro su cara y  parece  haberse retocado los labios  antes de acercarse a mí. Su boca  se ha convertido en  una sonrisa ensangrentada  sin expresión.
El movimiento de sus  manos  me parece de proporciones aterradoras cuando me da el manojo de llaves metidas  en una arandela de negro hierro.
Abro la verja y con desconfianza hacia esa mujer la dejo  entrar la primera.
Ésta da al interruptor de la luz  y como arte de magia se ilumina el tétrico zaguán. Miro con recelo y de las paredes penden grandes cuadros claro-oscuro representando alegorías de caza. En uno de ellos veo un hombre que sentado ante una mesa de despacho parece estar esperando que alguien lo visite, sus ojos negros no me hacen presagiar nada agradable.  Este hombre tiene cierto parecido a mi abuelo.
Subo la ancha escalera para llegar al primer piso y en lo alto me encuentro un hombre que me saluda con desgana.
Cuando me acerco a él, de la comisura de sus labios sale una saliva grisácea y reseca que casi me hace vomitar. Cuando abre la boca, me parece un hombre grotesco  salido de una película de terror.
Mientras, en otra oscura habitación hay una mujer gorda sentada en una silla baja. Que engulle un bocadillo que por el fuerte olor podía ser de chorizo.
Sigo la inspección  de la casa seguido por la mujer flaca y el hombre de la boca repugnante. Llego al despacho y veo con horror una gran pintura al óleo donde están mis padres  sentados con los brazos en posición  de bienvenida y no sé que pensar.
En un segundo decido volver a Trujillo para pasar la noche. Nada era como yo lo había imaginado y quiero salir de allí.
Al fondo del largo pasillo  hay otro hombre  de rostro sudoroso, sucio y desprendiendo un olor nauseabundo. Parece que espera órdenes,  pero yo no digo nada, solo lo miro  aterrado. Sus manos tiemblan mientras  me preguntan en qué dormitorio quiero descansar.
Mis fuerzas me abandonan igual que  el agua  abandona un cántaro agujereado  y  siento inseguras mis piernas
Me asomo al balcón principal  que da al putrefacto jardín que apesta a descomposición vegetal  y animal.
Un relámpago ilumina la negrura celestial  seguido de un sonoro trueno que  me hace entrar de nuevo en la casa,  siempre seguido por la mujer flaca y los dos esperpénticos hombres.
La cocina es grande  y destartalada, con una enorme pila de granito  que rebosa de platos sucios. El cubo de cinc  a donde va a parar el agua de la pila esta  desprendiendo  un olor inaguantable.
El baño es como de terror. Un cuartucho  donde un pequeño espejo reposa sobre una palangana de metal  plateada  y carcomida por la erosión del tiempo.
Un agujero con una tosca tapa de madera es el escusado.
La alcoba me da escalofríos. Una enorme cama  de color caoba   adornada por un dosel de color carmesí. Con bancos a ambos lados  de la cama para poder subirse  a ella.
Sigo mi recorrido  y pienso que estoy soñando. No puede ser cierto lo que estoy viviendo.
Tras subir unas escaleras estro en una pequeña capilla. Tiene las paredes repletas de murales con alegorías  celestiales  y está coronada por una bóveda  desde donde pende una lámpara  de cristal. El altar mayor conserva su sagrario  y sus candelabros  limpios y relucientes. Parece haberse parado el tiempo mientras una gran telaraña baja del techo y se enreda en mi cabeza, no puedo quitármela de encima.
Cada vez me agobia más estar en esta casa. Tengo que salir de aquí, tengo que irme.
Todo se lo regalaré  a estos seres extraños. Quizás a ellos les  haga felices  poseer esta horrenda casa.
Bajo la escalera  y una voz melodiosa me llama por mi nombre.
Desde la puerta  veo a mis padres en el comedor sentados ante la mesa dispuestos para cenar.
Me froto los ojos  y creo que me estoy volviendo loco. Yo tenía que estar en Madrid  y no haber hecho caso del notario. Ahora estaría tomándome unas cañas  con mis compañeros de trabajo o mis amigos.
No entro en el comedor porque me da terror lo que estoy viendo. Mis padres murieron  hace muchos años  no puedo creer lo que me esta pasando.
La dulce secretaria que conocí en la oficina del notario ahora está sentada al lado de mi madre y me sonríe con una mueca aterradora  que deja asomar unos dientes ennegrecidos.
Estoy a punto de desfallecer de angustia cuando el hombre de la boca reseca y repugnante  me da un periódico.  Lo cojo con desconfianza y leo:
“Esta tarde en la carretera  de Guadalupe un Audi Cabriolet ha chocado contra una enorme encina mientras rodaba a gran velocidad “.
No ha sobrevivido  el único ocupante del vehículo.

miércoles, 27 de octubre de 2010

El cuaderno

Subo la vereda empinada que me lleva a la humilde cabaña. donde un día vivieron mis abuelos. Ya en la puerta me espera un perro sarnoso y soñoliento que levanta la cabeza con desgana. La empujo abriéndose dificultosamente y al instante se  nota un intenso olor a paja húmeda que hace casi insoportable el respirar. Me siento en el pequeño camastro y casi al instante me quedo dormida. No recuerdo el tiempo transcurrido y me despierto asustada al oír unos pasos sigilosos que se acercan. De un salto me pongo en pié y por la rendija de la puerta veo a un individuo.
El perro lo mira  y le obsequia con un leve ladrido. Más tarde mi visitante vuelve sobre sus pasos y la soledad reina de nuevo.
Busco algo que comer dentro de la cabaña pero solo hay un saquete de bellotas viejas, olvidadas en un rincón que en ese momento me parecen un delicioso manjar.
Ya por la mañana, al día siguiente, el sol luce con timidez. Me acerco al pozo para coger agua, y allí está, sentado en el brocal, con su boca desdentada, su tez cetrina, su nariz aguileña y su enorme cuerpo tapado con un largo abrigo que  no se sabe de qué color puede ser. En su postura arrogante me mira y espera…
Después de recuperar mi sosiego le pregunto:
- ¿Qué quiere de mí?, no le conozco de nada.
- Yo a ti sí te conozco- dice con voz ronca el individuo- solo necesito que me digas donde están las joyas. Hay un silencio que el mundo parece haberse parado.
Y tocándome el pecho le digo: Lo que guardo aquí, es lo que quieres.
Y al sacar un pequeño cuadernillo de debajo de mi blusa, le digo: Todo lo que buscas está aquí escrito.
 El hombre saca una daga  de debajo de su abrigo. Tan grande me parece que sin pensarlo le tiro a la cara el objeto de su visita.
Cuando está el cuaderno por el aire, sus hojas se abren y un viento benefactor aparece  de repente,  nos envuelve y el cuadernillo desaparece.
El hombre, furioso, se abalanza sobre mí. En su locura no ve una gran piedra  y tropieza  con estrépito cayendo dentro del pozo.
El viento amaina y tocándome el pecho asustada noto con asombro que el cuaderno está en su sitio.
Lo abro y ojeándolo con temor y después de leerlo lo tiro al pozo por ser el culpable de mis desgracias. Recito las palabras que un día me dijo mi padre: El fuego quema, el agua anega, y el viento seca.  Temblorosa me apoyo en el brocal mientras miro como se hunden  las hojas como pavesas.
Al despertar el embrujo había terminado.

viernes, 22 de octubre de 2010

La Sombra

Subo con desgana las escalinatas de granito. Abro la verja de hierro que guarda una bandeja repleta de olores y colores que es un jardín hermoso. Los setos perfectamente recortados, las azaleas junto con las begonias y geranios crecen exuberantes de belleza.
Me siento en un banco de piedra a la sombra protectora de un almendro en flor y contemplo desde este privilegiado lugar la belleza que la naturaleza generosamente me brinda.
Espero la llegada de mi esposo parece hacerse tarde para comer. Una llamada de teléfono me hace salir de mi ensoñación. La voz de mi marido al otro lado del teléfono me anuncia que no llegaría a tiempo puesto que un compromiso ineludible le impedía estar con nosotros. Cuelgo desilusionada el auricular cuando me parece ver una sombra casi etérea que asoma por la ventana. Es  un solo instante, pero aprecio la figura de una mujer vestida de negro que me mira fijamente. Un frío helador corre por mis venas y mi corazón se desboca.
Mientras, el perro que antes dormitaba a mis pies, ahora ladra con una ferocidad inusitada hacia la ventana del primer piso.
A lo lejos, mis hijas con sus risas me hacen reaccionar. Más tarde, corriendo hacia mí me obsequian con una cestita repleta de moras silvestres para que les haga un rico pastel.
Todas se sientan a mí alrededor. Isabel y Beatriz, las mellizas y Amalia, la pequeña.  Y de nuevo con algarabía me cuentan las aventuras que han vivido en su excursión matutina.
Una vez en el comedor, de nuevo me alegran con su inocencia y hacen que el almuerzo sea más ameno olvidándome por unos momentos lo que me había sucedido al mirar la ventana.
A partir de ese momento, solo ansío el ruido del motor del coche de mi marido, pero no llega y en la soledad de la cocina mientras recojo los platos oigo unos pasos lentos pero firmes que vienen acompañados otra vez de brisa helada.
Pido a mis hijas salir fuera de la casa con premura y allí esperamos la llegada de mi marido. Las niñas no entienden nada.

miércoles, 20 de octubre de 2010

YO, LA LEY


Flotaba en el ambiente de la habitación, un agradable olor a glicerina de la planta que trepaba por la fachada de la casa.
Claudia  se sentía feliz, había hecho un examen brillante, y esperaba las notas como agua de mayo. Pronto sería juez.
Una semana después, asomada a la ventana de su apartamento, la brisa de la noche hacía bailar un mechón de su cabello.
Las mesas de la cafetería de enfrente estaban apiladas una sobre otras igual que las sillas, las luces del rótulo, apagadas. Un hombre maduro paseaba su perro, un pastor alemán que avanzaba en zig zag, tirando de su correa para olisquear primero una esquina ennegrecida y apestosa, y luego, el pié de una farola desconchada con la luz a medio gas.
El hombre se adentró en el parque que estaba sumido en la luz mercurial que desprendía la luna.
Claudia en un impulso, cerró la ventana, se puso  la gabardina apresuradamente,  y salió tras el hombre del perro.
Atajó por el bosque que rodeaba el jardín, sin miedo a perderse, sintiendo como si cada senda, cada árbol que cruzaba, le fueran familiares. Siguió por el sendero hasta llegar a una cabaña casi enterrada por la maleza.
Empujó la puerta y entró presa de incertidumbre.
¿Qué haces aquí? Dijo el hombre  con destemplanza y al mismo tiempo sorprendido.
Claudia avanzó hacia él con pasos inseguros, le pareció que anduvo un túnel sin fin, por el que  pareció que las horas eran interminables hasta llegar a ver la luz del sol.
Con un balbuceo casi imperceptible, Claudia pronunció su nombre que hacía tiempo no se atrevía a pronunciar sin que el pensamiento le acometiera remordimientos punzantes, un asco de sí misma, un tormento de tener que despreciarse por lo que hizo.
Es fascinante como puede el miedo inhibir el espíritu.
Fermín con aspecto cansado, la invitó a tomar asiento en un tosco taburete de corcho. Claudia dudó, no sabe cual va a ser la reacción de aquel hombre después de haber pasado tres años de su vida en la cárcel, por un error suyo.
Sentada pensó con la cabeza un poco aturdida que nada de lo que le está pasando esta noche pertenecía al universo de lo posible.
De repente, se fijó en sus ojos. Estaban muy brillantes y entornados como astillas de ágatas pulidas.
La estancia en la que se encontraba era tan reducida que se le antojó como una cueva en que las almas perdidas únicamente obtienen el silencio tétrico y apagado de la agonía.
Tras ella se hizo notar un susurro débil, un muñeco se balanceaba colgado de lo alto del techo, era ella…tenía la toga manchada.
El lápiz de labios de su boca parecía como un cerco de sangre seca.
La luz del amanecer empezó a filtrarse entre el ramaje del parque, creando enigmáticas figuras inquietantes.
Un timbre insistente y repetitivo, hizo que le temblaran las entrañas.
Se despertó con la sensación de haber tenido una pesadilla confusa en el recuerdo.
Abrió la ventana y todo estaba  igual en la acera de enfrente. Cada cosa en su sitio, las mesas, las sillas…la cafetería, y al mirar hacia el cielo descubrió, un limpio firmamento nocturno tachonado de rezagadas estrellas como jamás había imaginado.
En su armario, colgado como símbolo de la justicia y la verdad estaba su toga. La que se pondría desde ahora, para hacer que  la verdad prevaleciera sobre el poder.
Una acción del ser humano puede literalmente transformar el mundo.
Aquella mañana en la que por primera vez ejercía impartiendo justicia, juró ante una cruz  que jamás temería el nombre de Fermín.
El color inundaba el espacio, un azul denso , resplandeciente, rutilante que hacía empequeñecer el cielo de la mañana y lo relegaba a los rincones.

Publicado en www.techocolatecafe.wordpress.com

Mi casa (Fábula)

Regreso en este momento de visitar a tres vecinos que sospecho me darán más de un motivo de preocupación. Sus campos lindan con  mi hacienda que lleva mucho tiempo abandonada.
La comarca en la que tengo la mansión heredada de mis antepasados es un verdadero paraíso, tal como un misántropo no la hubiera encontrado en ningún lugar que no fuera Extremadura.
Entro por el gran portón de mi casa y tres sirvientes me esperan sonrientes. Yo hubiera preferido dos o tal vez cuatro, porque tres (aunque es uno de mis números preferidos) siempre pensé que al ser impares no me encajarían en ningún destino que les tenía preparado.
Cuando cae la tarde y el último rayo de sol penetra en mi aposento, me siento cómodamente en un sillón y espero la hora de la cena bebiendo una copa de Jerez pausadamente. Mientras, el cigarrillo se consume lentamente entre mis dedos amarillentos.
La cena en soledad se hace monótona, triste, sin tener con quien hablar. La madera del suelo del pasillo cruje a cada paso que dan los criados en sus idas y venidas de la cocina al comedor. Cuando termina la cena  se presentan ante mí  para desearme las buenas noches, los miro sin saber que decir y los saludo con la mano en alto invitándoles a que se vayan a descansar.
Más tarde, cuando mis parpados se cierran no dejándome leer por el cansancio, me voy a mi alcoba y allí en una cama del siglo XIX echo mi cuerpo cansado, pero el sueño no es suficiente para dormir. Doy vueltas y más vueltas en la alta y ancha cama. Mi desasosiego es cada vez mayor. En el reloj  oigo las tres, las cuatro y pienso en ese maldito artilugio con su incansable minutero que va marcando los instantes de mi vida preguntándome cuando dejara de dar la hora para poder dormir.
Un llanto entrecortado se escucha en la habitación de al lado. Pongo el oído con atención para cerciorarme si lo estaba soñando pero una voz masculina se oye dando ordenes mientras, de nuevo,  un quejido sale de la garganta de una mujer.
Me levanto con sigilo,  no sin antes coger el atizador de la chimenea como arma defensiva, me acerco a la habitación.
Los tres criados estaban allí de pie, observando la escena de una mujer en la cama con las entrañas abiertas como daba paso a la vida. Yo quedé atónito, era un milagro y quise ayudar pero un hombre alto y arrogante  me invito a salir.
Me fui conmocionado, ya no podía volver a dormir.
Era mi casa y había un desconocido trayendo al mundo un nuevo ser.
Por la mañana cuando me levanto me dirijo de nuevo a la habitación, pero está cerrada, no tengo la llave y llamo a los criados  a los cuales pregunto sin hallar respuesta.
El día pasa lento para mí. Ordeno a uno de los criados  me abran la puerta misteriosa.  Entro y la penumbra me hace estremecer. Miro a mi alrededor y veo una cama y una gran cómoda con una fotografía de mi tío-abuelo Avelino, que fue un famoso terrateniente en la comarca   por sus muchos actos caritativos con sus vecinos. Miro con más detenimiento y en la colcha que tapa la cama reposa un camisón  de mujer amarillento por el paso del tiempo. Sigo mi investigación y abro un armario que está repleto de juguetes infantiles donde algo se mueve tras la puerta.  Con sigilo me acerco y un caballito de madera se mecía con ritmo.
Aquella noche el pasillo de nuevo  es un hervidero de pisadas en idas y venidas precipitadas.  Yo no lo puedo creer, es mi casa y por la noche cobra vida.
Como no puedo dormir ni descansar decido dejar la casa por unos días hasta averiguar lo que está pasando. Me saco un billete de autobús y me voy a Marbella pensando que el ambiente festivo que allí se prodiga me viene bien por unos días.
Al anochecer y después de deambular por la solitaria playa a la luz de la luna me siento  en el muro de un espigón   que guarda las embarcaciones. Siento una gran paz espiritual mientras el viento despiadado lanza su furia sobre mi espalda.
Alguien sacude mi cuerpo con brusquedad.  Despierto y estoy  tumbado en el sofá de mi apartamento con un médico inclinado sobre mí y tomándome el pulso.
La niña ha nacido bien, las dos están estupendamente.
Me froto los ojos y siento que por primera vez es el amor el me había hecho delirar.


Publicado en www.caceresentumano.com

El Ordenador

Llevo más de tres años viuda y aún no consigo olvidarlo.
Entro en su despacho donde su tiempo transcurría cuando se encontraba en casa. Su biblioteca es tan extensa que no me atrevo a ojear ningún libro, todo tan ordenado que me da miedo encontrar algo entre sus amarillentas hojas.
Entro y salgo de la habitación  mil veces al día.
Mi hermana Melinda, tres años más joven que yo, viene de camino desde el norte  para ayudarme a recoger los enseres de mi marido en cajas  ya que yo no me atrevo a pesar del tiempo transcurrido. Su fuerte personalidad, aún después de muerto, sigue intimidándome.
Me siento ante el ordenador, últimamente su más íntimo amigo.  Tecleo con temor pero al mismo tiempo con una extraña curiosidad que me da el desasosiego.
Tiene una carpeta que nombra “asuntos personales” con una clave de acceso.
Pienso y tecleo los nombres de mis hijos, la fecha en la que nos casamos pero nada. En estos momentos llama a la puerta mi hermana Melinda que generosamente viene a ayudarme. Me da un abrazo impetuoso y pasamos al salón donde nos tomamos un oloroso café. Más tarde entramos en el despacho y mi hermana mira la estantería con curiosidad exagerada. Cogiendo un libro con tapas de piel lo abraza y me pide que se lo regale. Yo no le doy importancia al hecho de que quiera un libro.
Por la noche no puedo dormir. Me obsesiona no poder abrir los archivos personales de mi marido. Me levanto a media noche y voy de nuevo al despacho donde se me antoja puede haber algún misterio que mi marido guardaba con celo que yo estaba dispuesta a descifrar. Encendiendo de nuevo el ordenador  me vienen a la memoria mil cosas que en la soledad no me parecen gratas.  Tecleo por casualidad el nombre de mi hermana y  prodigiosamente  tengo ante mí los secretos mejor guardado de mi querido esposo.
Leo con estupor el correo que mantenía mi marido con mi hermana. Mi garganta se vuelve un estropajo reseco y las manos me tiemblan.
En mi caos mental no oigo abrir la puerta. Mi hermana entra con una fina media en las manos, se acerca a mí fingiendo cariño y poniéndome la media en el cuello aprieta sin piedad riendo con desenfreno.
Ya casi no puedo respirar y alargando la mano busco con ansiedad algo encima de la mesa. Solo encuentro el abrecartas y con una precisión que solo  da el pánico, se lo clavo en la pierna perforándole acertadamente la femoral.
La sangre inunda la alfombra que un día trajo mi marido de oriente en uno de sus viajes que hacia cada dos meses… y que él tenía en gran estima.

domingo, 17 de octubre de 2010

La Posada (Pulga literaria)

Esta historia se desarrolla después de la Guerra Civil, en una posada de Castilla adonde llegan unos recién casados en su luna de miel, tras viajar en un destartalado coche cinco horas.

Mario. - (Un poco amanerado). Creo, cariño, que esta posada está muy bien.

Julia. - (Cursi como ella sola): Seguro que hay chinches.

Mario. - ¡Si supieras las que he visto por ahí!

Julia. - (Haciéndose la entendida): Sí, seguro que es la mejor de Europa.

Guardia. - (Poniéndose en posición de cruz en la puerta de la posada) No se puede entrar.

Mario. - ¿ Cual  es el motivo?

Guardia. - Las chinches se comieron  anoche al mesonero.


Publicado en www.caceresentumano.com

El vigilante (Haiku)

Cuantas veces, al pié de las musgosas
paredes que la guardan,
oí reisdr a la muchacha.

Cuantas veces ví temblar tras los vidrios
el fulgor de una lámpara.
Cuántas veces vagué medroso,
por la plaza desierta.

Cuantas veces soñé, enmarcando tu silueta
con la luna plateada.

Cuando, con mi llanto
los cantos regaba
un silencio de tristeza
me invadía el alma.


Publicado en www.caceresentumano.com

sábado, 16 de octubre de 2010

Vivencias

Recuerdo una vez cuando yo iba al colegio en la ciudad monumental. Jugando al escondite me metí en un palacio, subí las escaleras anchas de granito y me agaché. Cuando vi que no había peligro de que mis amigas me pillaran, me puse en pie y algo frío me rozó el cogote. Salí corriendo sin mirar atrás. Más tarde supe que fue una armadura solitaria que adornaba el palacio.
Recuerdo que una vez siendo yo muy niña hubo un festival para ayudar a los damnificados por una riada ocurrida en Valencia. Un grupo de niñas vestidas con trajes de fallera bailamos la jota valenciana en el Gran Teatro y cuando terminó el espectáculo, desde el patio de butacas nos tiraron caramelos a las bailarinas. A mí me dieron un caramelazo en plena cabeza que me dejó atontada. Al bajar el telón me quedé fuera recibiendo los mayores aplausos que tendré en mi vida.
Recuerdo cuando iba al cine al palacio del Señor Obispo. Las colas que se formaban en el patio eran divertidísimas. Los empujones eran constantes. Un domingo se apagó la luz y aprovechando la oscuridad a mi amiga Ángeles le dieron un beso. Ésta,  sin pensárselo mucho, le dio un paraguazo al primero que pilló. Cuando se encendió la luz, un chico estaba sentado en el suelo con cara de susto y dolor de riñones. La víctima inocente fue más tarde un gran amigo.
Recuerdo que siendo jovencita solíamos ir los jueves por la tarde al cine (a La Fémina). Esto tenía su gracia. Con una entrada podían pasar dos chicas. Así mismo, con una entrada podían ver la película un chico y una chica. El problema venía cuando los chicos no iban acompañados puesto que cada varón debía costearse su entrada. Para ahorrársela nos ofrecían acompañarnos y si no nos parecía atractivo el acompañante, un no rotundo les dejaba contrariados a la puerta del cine.

La princesa de Éboli

Un rayo de luz penetra en la intimidad de mi cama y atraviesa sin pudor la fina cortina de mi dosel. Me encuentro enferma y en el ocaso de mi vida recuerdo con nitidez todo lo que me aconteció.
Me contaron que nací un día de verano en donde los pájaros caían de las ramas de los árboles abrasados y ahogados por el calor.
Fui una niña fea y gorda. Mi padre se entristecía al verme tan desfavorecida en la belleza y por ser hija única.
Mi padre me crió como a un chico. Me llevaba de caza y yo me bañaba en los ríos más turbulentos y rápidos. Mi osadía era conocida por todos y mi caballo era el más veloz. Yo lo montaba a la jineta manejando la brida como un verdadero hombre.
Un día estando cazando con ballesta un movimiento equivocado me dio de lleno en la cara y dañándome un ojo que perdí y desde entonces me llamaron la tuerta.
Mis padres preocupados por mi manera de ser y por el defecto que ostentaba desde ese fatídico accidente esperaban con ansiedad la hora de comprometerme con algún noble y pensaron en Ruy Gomes de Silva.  Pero cuando fui a firmar los asientos de las capitulaciones me negué, pues no quería pertenecer a ningún hombre. En esos momentos sería incapaz de hacer feliz a ninguno.
Más tarde me buscaron otro candidato (que yo no conocía) y estuve nerviosa una semana hasta que llego la hora. Ese día estuve merodeando impaciente apoyando mis codos en el alfeizar de mi ventana para verlo llegar.
Entusiasmada lo divisé a lo lejos cabalgando con su gorgora azul sayo guarnecido de oro, sus calzas encarnadas y jugón de color amarillo.
Pero cuando la comitiva se iba acercando, me fijé en su caballo y para mi sorpresa vi a un anciano que me causó tal impacto que me pareció ver a mi padre.
 Salí corriendo por el largo pasillo, me encerré en mi aposento y lloré con la amargura de mis doce años.
Mis padres no entendieron mi desdén pues era un hombre noble y rico.
Mientras, los pasillos de palacio empezaron a llenarse de criados, dispuestos a preparar la boda. Eran un hervidero de personas, todos traían parabienes en abundancia, plata, oro, una carga de peras, espárragos y hasta abundante cebada y trigo.
Cuando salí de mi encierro voluntario, monté en mi caballo y, exhausta, aparecí en la madrugada.
Al día siguiente mi haya entró en mi aposento con un  magnifico vestido blanco junto a mi madre, que llevaba una preciosa diadema de rubíes y diamantes. De inmediato me la pusieron en mi larga cabellera y casi a empujones me llevaron ante la presencia del Señor Obispo, que me esperaba con una sonrisa diabólica en vez de ser angelical.
Me casé y mi noche de bodas cambió mi vida. Estaba siempre de fiesta en fiesta. Conocí a casi todos los que tenia que conocer, disfruté de todo y de todos y la intriga fue mi pasión, los reyes para mí eran bufones, el mundo y el poder eran míos.
Hasta que un día de invierno en el que la niebla no te deja otear el horizonte y mientras me cepillaban mi hermosa cabellera haciendo que esta pareciera más hermosa aún, un rayo de luz iluminó mi cabeza. Desde entonces mi forma de pensar cambió a lo espiritual. Me llamaba con premura y así luchando y dudando con mis sentimientos decidí profesar en un convento para espiar mis culpas.
En donde me encuentro y espero el fin de mis días en santidad.

El empresario

Recuerdo que cuando era un niño, mi abuelo me llevaba todos los domingos por las mañanas a la plaza del pueblo para intercambiar cromos. Mi destreza para conseguir los mejores y más raros hacía reír a mi abuelo, que al llegar a casa le decía a mi madre que yo tenía un don especial para los negocios y que llegaría muy lejos.

Una vez terminé el bachiller con sobresaliente, mi padre me ofreció ir a Deusto a estudiar la carrera de económicas. Después, mi padre insaciable y por sacar de mí todo mi potencial, me mandó a los Estados Unidos para hacer un master en dirección de empresas.

Fueron unos años maravillosos, llenos de esfuerzo en los estudios pero con múltiples y gratificantes experiencias.

Llegué a España con mi título flamante y como el rey Midas los negocios que emprendía florecían. Fue una época dorada para mí, viajaba por toda Europa, visitaba ciudades fascinantes y era feliz.

En un viaje a París, de los muchos que realizaba a la Ciudad de la Luz, conocí a una bella modelo sueca, alta, rubia y con unos ojos preciosos de un azul intenso. Su mirada se cruzó con la mía y hubo flechazo. Nos conocimos más profundamente y decidimos comenzar una nueva vida juntos. Todo era maravilloso. Con su espléndida belleza, mi mujer era requerida en fiestas y era mi mejor relaciones públicas.

Yo no le negaba ningún capricho porque lo tenía todo muy bien controlado, el mundo era mío.

Un día, me encontraba comiendo en un restaurante lujoso de Madrid y unos empresarios me sorprendieron cuando en los postres se acercaron a mí para pedirme el dinero que les debía. La mercancía servida hacía seis meses no se había abonado.

Me sentí marear y me despedí apresuradamente no sin antes prometerles que tendrían su dinero lo antes posible.

Al llegar a mis oficinas y comprobar los archivos de compradores y abastecedores me quedé atónito, debíamos más de lo que teníamos.

Me encontraba tratando de digerir la verdad cuando llamaron a la puerta y dos hombres forzudos me cogieron por los brazos invitándome por la fuerza a seguirlos. Los latidos de mi corazón se debían oír desde muy lejos porque antes que los dos individuos me arrastraran hasta su coche aparecieron dos oficiales del juzgado con una carta en la mano de desahucio. Me habían embargado.

Quise reaccionar pero ya estaba solo, sentado en el último peldaño de la escalera que daba acceso a mis oficinas y evoqué aquellos días felices en que mi abuelo me llevaba de su arrugada pero fuerte mano…y una lágrima resbaló por mi mejilla.

Mi mujer desapareció al mismo tiempo que mi fortuna.

Era el momento de ponerse en marcha y empezar de nuevo.

El encuentro

Una tarde otoñal, con el cielo plomizo y a punto de llover, paseaba sin rumbo pisando la crujiente alfombra dorada de las hojas muertas. Mi mirada se fijó en él.
Alto y de complexión delgada, iba vestido de manera informal con unos tejanos azules un tanto anchos, una camisa vaquera y una chaqueta de pana color caramelo. Su tez era clara y su cara angulosa. Su  pelo rubio oscuro se revolvía al viento y le ocultaba parcialmente unos ojos azules en los que mi pupila se quedó clavada. En ese instante el mundo pareció detenerse…
Pasó el tiempo y no volví a verlo aunque sus ojos azules llenaban mis sueños de fantasías, eran como luceros en una noche estrellada, pero al alba todo se desvanecía.
Lo vi de nuevo en una cafetería, una mañana de primavera en que yo estaba con mis compañeras de la facultad. Estaba solo, sentado a una pequeña mesa redonda de mármol con patas de hierro torneadas pintadas de negro. Sobre la mesa, un café con leche y un libro de poesía. Con su mirada enigmática, parecía buscar algo con insistencia en el suelo, cerca de él.
Me olvidé de mis compañeras, que relataban divertidas lo bien que se lo habían pasado en el concierto del sábado, me acerqué a él y, sin pensarlo, me agaché para coger del suelo unas gafas graduadas de pasta.
En el momento en que se las di, los dedos de nuestras manos se rozaron a la vez que nuestras miradas se cruzaron. Su rostro se sonrojó al ponerse las gafas de nuevo.
Quizás pensó que había perdido encanto, que las gafas le afearían su rostro, pero en mí hizo el efecto contrario, me pareció el hombre más interesante que jamás había visto.
Y, sacando de mi bolso un estuche, lo abrí y me puse las mías. Nuestros ojos se hicieron cómplices y salimos de allí juntos a disfrutar de la primavera.

La boda

El reloj del vestíbulo tintineaba insistentemente marcando las horas Eran las doce de la noche cuando Gabriela abrió la puerta de su apartamento, agotada después de un día largo de interminable trabajo. Para evadirse había decidido ir al cine de la esquina, donde proyectaban una reposición de la película La gran Evasión.
Nada más entrar se quitó sus altos tacones y, dejando su elegante abrigo beige de cachemir en el perchero, se dirigió hacia la consola y cogió de una bandeja un sobre rectangular con sus bordes de oro. Lo abrió con desgana y su corazón se agitó cuando leyó con estupor quiénes eran los contrayentes y protagonistas de la boda a la que había sido invitada. Carmina, su mejor amiga desde el parvulario, se casaba con Juan, el hombre del que su hermana Conchita había estado perdidamente enamorada. Él era un abogado laborista de mucho éxito en la ciudad, muy arrogante y pretencioso. Aunque nunca le dio esperanza alguna a su hermana, esta siempre lo amó.
Gabriela, mirando fijamente la elegante cartulina, soltó una vulgaridad con un lenguaje impropio de ella. No podía ir a esa boda ni tampoco se lo diría a su hermana.
Para desconectar de todo lo que le había acontecido durante el día, encendió la radio y mientras esta trasmitía una suave melodía se dio una reconfortante ducha de agua caliente. Ésta resbalaba por su cuerpo y ella no dejaba de pensar en mil cosas, una de ellas su trabajo; no estaba en su mejor momento. Todo le parecía  un auténtico caos.
El teléfono sonó en el dormitorio. Gabriela no lo oía debido a la lejanía del baño y éste insistía una y otra vez. Lo cogió con indolencia mientras envolvía su cuerpo en una suave toalla.
Al otro lado del hilo una voz angustiada le informaba de que del laboratorio donde trabaja  había sufrido un escape de radioactividad debido a unos experimentos con Torio de los cuales ella era coordinadora. Se requería su presencia en el laboratorio para protocolo de seguridad.
Nerviosa y sin control, pensando que aquel accidente era consecuencia de la grandiosa evolución de la ciencia, regresó al baño donde tiró con el codo un bote de esmalte que descansaba en la repisa. El bote cayó al suelo derramando todo su contenido sobre el blanco suelo de mármol haciendo una extraña figura abstracta.
No se vendría abajo, afrontaría todo  con valentía…
De lo que sí estaba segura es que no iría a la boda de su amiga.

Vivencias

Recuerdo una vez cuando yo iba al colegio en la ciudad monumental. Jugando al escondite me metí en un palacio, subí las escaleras anchas de granito y me agaché. Cuando vi que no había peligro de que mis amigas me pillaran, me puse en pie y algo frío me rozó el cogote. Salí corriendo sin mirar atrás. Más tarde supe que fue una armadura solitaria que adornaba el palacio.
Recuerdo que una vez siendo yo muy niña hubo un festival para ayudar a los damnificados por una riada ocurrida en Valencia. Un grupo de niñas vestidas con trajes de fallera bailamos la jota valenciana en el Gran Teatro y cuando terminó el espectáculo, desde el patio de butacas nos tiraron caramelos a las bailarinas. A mí me dieron un caramelazo en plena cabeza que me dejó atontada. Al bajar el telón me quedé fuera recibiendo los mayores aplausos que tendré en mi vida.
Recuerdo cuando iba al cine al palacio del Señor Obispo. Las colas que se formaban en el patio eran divertidísimas. Los empujones eran constantes. Un domingo se apagó la luz y aprovechando la oscuridad a mi amiga Ángeles le dieron un beso. Ésta,  sin pensárselo mucho, le dio un paraguazo al primero que pilló. Cuando se encendió la luz, un chico estaba sentado en el suelo con cara de susto y dolor de riñones. La víctima inocente fue más tarde un gran amigo.
Recuerdo que siendo jovencita solíamos ir los jueves por la tarde al cine (a La Fémina). Esto tenía su gracia. Con una entrada podían pasar dos chicas. Así mismo, con una entrada podían ver la película un chico y una chica. El problema venía cuando los chicos no iban acompañados puesto que cada varón debía costearse su entrada. Para ahorrársela nos ofrecían acompañarnos y si no nos parecía atractivo el acompañante, un no rotundo les dejaba contrariados a la puerta del cine.

Mi primer día

Hoy es el primer día de Blog, a ver que tal se me da esto de publicar mis propios relatos.
Espero que a todos os guste.